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EL EMBRUJO DE SEVILLA
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CARLOS REYLES
EL EMBRUJO
DE SEVILLA'
NOVELA
l.OOO
MADRID
1922
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T'¡C
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ES PR<J PIEDAD
COPYRIGHT 1922 BY
CARLOS REYLES
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Talleres Poligbápicos
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/
LA atmósfera tibia y espesa de «El^fonío», café
de cante y baile flamencos, olía a claveles y
MTiosto jereteno. La palabra tfonío suena triunfaSl-
mente «n el oído del pueblo andaluz. Es así como
una de las diez categorías aristotélicas de su en-
tendimiento, una ecuación de su voluntad, un
summum de su deseo. Sintetiza el poder, la maje-
za y el rumbo. Tiene la sugestión y el imperio de
la N napoleónica, rayo con las alas plegadas. Por
eso, muy sutilmente, han puesto al café de rompe
y rasga bajo la advocación de tal nombre. Y a eso,
sin duda, se debe que suene tanto y se vea siempre
tan concurrido.* A ciertas horas de la noche, el
humo' de los cigarros puede cortarse. La sala en-
tera parece sumergida en un vaso de ajenjo. El pol*-
villo tértüe que levantan, don sui^ trenzados y eíco-
biUa^, los pies dé las bailadoras, asciende, perezo-
so, del tablao al lechó y se dora a fuego a la luz
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- :\\ :'\'l : i /;. ^CARLOS R E Y L E S
de los picos de gas, cuyas llamas, de un amarillo
clorótico, se estremecen, al igual de los corazones,
con los roncos bordoneos de las guitarras y las vo-
ces, ya libertinas, ya quejumbrosas, del cante hon-
do, válvula por donde escapa, en tierra andaluza,
lo que la raza de Don Pedro el Cruel y Felipe II
tiene aún de violenta, fanática, triste y lúbrica.
Los parroquianos de tanda, que así les llaman a
los que concurren diariamente al establecimento,
ocupan ciertas mesas, las mejor ubicadas. Sin pre-
guntarles cosa alguna, los mozos les sirven una
taza de humeante café y la consabida copa de Ca-
zalla. Rute o Chinchen. Los buenos sevillanos
acódanse sobre los amarillentos mármoles, y coj
ei mondadientes en la boca y el cordobés sobre I
ojos gitanos o en la nuca, hablan, por lo general^;
de toros, amoríos y valentías, acompañando las paí^
labras con ademanes y gestos como sacados de qui-,
cío por el perpetuo bullir de la sangre, siempre
pioza. Frecuentemente se oyen sonoras palmadas,
estrepitosos ruidos de sillas, risas y juramentos.
Pero nadie se alarma. El meter bulla está en el or-
den/ y no puede ser por menos, dada la composi-
ción de la concurrencia. AbuiKian los rasgos qu^
védeseos, lo§.. trazos velazquefíosi. las pinceladas
goyescas. Vense muchas coletas de diestros y de
novicios, tufos relucientes de la Macarena, rostros
rasurados del Mataer o, gachos de Triana, niños de
la Cava, hábiles en las astucias de. los . Alfaraches,
los Cortadillos y los Ciñeses; algunos menest^a-
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I
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
les que, con detrimento del garbanzo, se dejan allí ^
las dos pesetas ganadas en el día sobre los anda-
míos o detrás del obrador ; tal cual señorito de nim»
bo, y no pocos comerciantes, labradores y tratantes
de bestias, circunspectos, bien trajeados, pulcros,
aficionados al buen café y al buen cante, y que apu-
ran lo uno y oyen lo otro con unción' cuasi religio-
sa. Estas dignísimas personas no prorrumpep en
alegres cdes cuando se arrancan los del cante, ni
jalean a las bailadoras, ni se corren a convidar a
los artistas con unas caüas al descender del tabku)
;y desperdigarse por las mesas de los amigos, para
apurar el gasto, entre cuadro y cuadro. Les son-
ríen al pasar, y a punto seguido, cambiando repen-
tinamente de fisonomía, como quien se quita una
careta y se pone otra, hablan, plegadas las cejas
<te astracán sc^re los ojos inquisidores, de la alza
o la baja del aceite, de las perspectivas halagado-
ras o malejas de las cosechas, de la peste de ios
martHtos cochinos, de las pn^imas ferias de Mai-
rena, de Carmona, de Utrera...* Son gentes graves,
de peso ; dan la impresión de l^s*c<*a» bien acomo-
dadas a su fin, y de arraigar en lo.i^^l y necesario,
como las peñas en la playa. Junto a ellos, los otros
semejan los granos de arena que arrastra el viento.
"EL^^'Qllfa>^ f>fi^,j^i> q 4lr\ ln \íi^a f^í^lj rfíyfjf^ toque
y baile flamenco3, donde se C9nservan las viéjasT
tradicicHies de ese extjcafio arte o acrisolan sus nue-
vas modalidades, sino también una ^pecie de lon-
ja, en la que se cotizan los méritos de la gente de
*..
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CARLOS R E Y L E S
coleta y los artistas del tablao, y negocian, al mis-
mo tiempo, entre trago y trago, y copla y copla,
mostos, aceitunas, jumentos y bestias. Los empre-
sarios firman alli muchas contratas ; chalanes, co-
rredores de granos, vinos y aceites, y hasta agen-
tes de banca y usureros, tienen abiertas, cada cual
en su respectiva mfesa, las oficinas de sus nego-
cios, la cual da pie, durante el día, a un bullicioso
salir y entrar de gentes de todas clases y catadu*
ras, que dilatan luego por toda Sevilla, y aun por
buena parte de España, la influencia económicos-
artística del café. Éste ocupa un vetusto edificio de
techo de teja, cubierto de jaramagos y verdín, bal-
conada de hierro y ancho patio de mármol blanco,
con alicatado de desvanecidos azulejos y columnas
de capitel mudejar. En el centro del patio ríe una
fuente diminuta, de mármol también, rodeada dé
tiestos de flores. Un chorrito de agua retozón sur-
ge de la fuente, se abre a un metro de altura y cae
como una lluvia de diamantes en el tazón sonoro.
La luz entra por una claraboya de cristales colorea-
dos, cerrada en invierno, abierta e interceptada con
un toldo, que imita una manta jerezana, en los ri-
gores de la canícula ; por ese arte, el patio se con-
servaba luminoso y tibio en la estación fría,, velado
y fresco en el verano. Y en el ancho patio de pa-
redes enjalbegadas de cal, bajo los corredores que
forman abajo las galerías altas, y frente a frente,
se hacen guiños y prestan mutua y eficaz ayuda el
tablao y el mostrador, la gracia y el negocio. El
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EL EMBRUJO DB SEVILLA
resto del espacioso recinto lo ocupan las mesas.
Los gabinetes reservados están instalados en el
piso alto y disponen de tina porción de la galería^
apañada a manera de palco. Desde alli se. puede
presenciar recatadamente el espectáculo del tablao
y la concurrencia de la sala. A esos gabinetes mis-
teriosos, para 1<^ hcqueras^ y granujillas cielos del
profeta, se asciende por la escalera principal, ubi-
cada en un ángulo del patio, y también por otra
secreta, (xm entrada propia por el fondo del edifi*
cío, que da a una callejuela estrechísima y sombría.
Cuando concluyen los cuadros en el caf^ princi- • J^
pian las juergas a puerta cerrada en los gabinetes. '^ ^^
Las hembras de la casa suben a ellos por la esca- r
lera principal ; otras de fuera, solas o acompañadas,
hacen lo propio; algunas gachís de trapío y tal
cual tapada, recogida la pollera, el rastro oculto en
el embozo del mantón o los pliegues de la manti-
lla, ascienden furtivamente por la angosta escalera
del fondo, mostrando unos ojos de huríes, unos
dedos cuajados de sortijas, unos pies arqueados y ;
como tendidos siempre para disparar la amorosa
flecha.
El mozo de guardia, muy solícito, las hace entrar
a uno de los gabinetes; ellas toman posesión de
él, y> suspirando, preguntan, poco más o menos,
lo mismo :
. — ¿ No ha venido ese charrán ?
— Entoavía, no; pero no se azare usted, que ya
está al caer.
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CARLOS R E Y L E S
— ¿ Cómo lo sabes ? ¿ Te ha dicho algo ? a^M.
— Me lo da el corasón — responde el granuda, son-
riendo con los ojos, y se va, y vuelve luego con
una batea de cañas y algunas cosillas para hacer
boca: aceitunas, anchoítas, camarones...
La sala está de bote en bote. No hay ni una sola
missa desocupada. Los palquillos también rebosan
de gente. Las mujeres lucen más flores en la ca-
beza, y los hombres sus anchos y sus ternos de las
grandes solemnidades. Mantones de Manila y re-
bocillos de colores fuertes ¡jonen aquí y allí unas
pinceladas vivas y gozosas. Oros afiligranados,
diamantes, sellos antiguos y morrudos dijes bri-
llan en las pecheras y los chalecos. j Es Sábado ^de
Gloria i^el^Señor ha rosu citado.jv los sevillanos se
diííponen a ahogar en vino y jolgorio las supues-
tas abstinencias y peniyas de la Semana Santa.
Después de las impresiones dolorosas de la Pa-
sión, la alegría de vivir recobra sus fueros. A las
misas solemnes, los Pasos y las saetas, siguen las
ferias, las corridas y los tangos. Termina la osten-
tación de las lágrimas y empieza el derroche de risa
y la furia de gozar, ya con el vino, ya con la san-
gre, ya con la vida, ya con la muerte. Doble nú-
mero de sedientos acude a los cafés, las ventas y
los colmaos^ algunos buscando el olvido de la em-
briaguez, otros la embriaguez del olvido. Sevilla,
como su poeta, tiene '^^^gn la ^'-^^^^^y^ ILll!^ ^^
vino». La pena está en el fondo de la copa, y la
copa en el fondo de la pena. ¡Beber, beber! En
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
esos días el sol reverbera en las paredes blancas y
arde en los tejados ; la manzanilla corre a ríos, las
ventanas florecen, las casas cantan, las hembras
dejan al pasar un rastro perfumado. La ciudad en-
tera huele a vino, a claveles y a ropa blanca de
mujer. Suenan por todas partes guitarras, casta-
ñuelas y organillos. Los botones, las yemas, los
capullos, las coplas, revientan en los patios, y en
las bocas He las mocitas estallan los besos. Por las
noches las rejas hablan. La primavera, cargada
de aromas y cantares, viene de los jardines, las
huertas y los campos; alegra los tugurios som-
bríos, las sórdidas callejuelas y transforma, con sus
artes mágicas, la fealdad y la miseria en donosura
y esplendor. El añil del cielo tómase azul rabioso.
Los azulejos fulguran. La luz viste la Giralda de
sangre y fuego, reanima los revoques muertos de
la Torre del Oro y del Alcázar y hace del Guadal-
quivir moreno un río de plata viva. Las gentes,
ebrias de sol, circulan sin reposo por las calles so-
noras ; ríen, bromean, requiebran a las g<ichís de
polleras almidonadas, que pasan derramando sal,
y entran en las tabernas.
Como todos los años por Feria, «El Tronío» ha
doblado el námero de mesillas y reforzado el cua^
dro con algunos artistas de fuste, entre ellos, esta
vez, la famosa «Tria nera)) . Tomaba al café des-
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CARLOS R E Y L E S
pues de tres años de .ausencia. Salió de Sevilla po-
bre, desconocida y en iaarapos, y volvía célebre y
cubierta de joyas. Mil hablillas y especies corrían
sobre su rara fortuna, fantástica historia en la que
intervenían, como en la de Lola Montes, la Bella
Otero, Anita Delgado y tantas otras, reyes, prínci-
pes indios, duques rusos, lores, banqueros y po-
tentados de diversa calaña. Pero de cierto nada se
sabía, sino que era una real mujer y la mejor bai-
ladora de España. «Cuando la Trianera echa los
brazos al cielo, se vienen abajo del cielo los sera-
fines», decían los hiperbólicos cronistas de Cádiz,
Jerez, Málaga y la misma villa del Oso y del Ma-
droño. Los parroquianos de «El Tronío» recorda-
\ ban, sí, a la ckavaliya sin formas de mujer aún,
(^que, al pisar el tablax), ya se traía muchas cosas
bailando; cosas propias, cosas que le salían de
adentro y le imprimían a su baile, ektremadamente
apasionado, más gracia y más intención a la vez.
Había mucho interés por verla. La aparición de
una bailaora o un cantaor con puntas y ribetes de
original, sólo tenían parangón con el surgimiento
de algún fenómeno del arte tattrino,^j:,fi^ ano las
novedades del tablax) no le iban en zaga a las no-
vedades del ruedo, donde iban a torear en compe-
tencia el ídolo cordobés y el ídolo sevillano, y a
tomar la alternativa y alternar con matadores de
cartel Paco Quiñones, el fa*aoso novillero. Éste
era un señorito deTla' aristocracia que, al verse
arruinado a la muerte de su tío y tutor, se había
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
echado a la Plaza, como' Wft un trabuco pudiera
haberse echado a los cammos, contestándoles a los
parientes y amigos que intentaron disuadirlo de
su descabellado propósito, haciéndole observar el
desdoro y riesgo de aquella prof^ión, que <(la mi-
seria daba más cornadas que los toros», y que cda
mayor de todas las yergüenaas era no tener una
peseta». El señOfito traía revolucionada a media
España, .porque metía al pie, y sin escupifse, sin
echarse fuera, dejaba unas estocadas hasta las
péndolas, coosumando la arriesgadísima y difícil
suerte de matar recibiendo, olvidada después del
gran Domínguez.
^¿¡^jQJk^Íúa^j:ii§¿Q^jih^^ ds-JíOLipros. Su
tío posciia wíía. dehesa de reses bravas a orillas del
Guadalquivir. De chiquillo toreaba y acosaba en
las tientas de la casa^ y de mozo iba. con sus ami-
gos de «La Garrocha» a derribar reses o capotear^
las a los cortijos de Miura, MocUbe, Orozco, mar-
qués del Saltillo y oíros ganaderos con los cuales
tenía muy bueixas relaciones o estaba emparentado.
En todas partes lo qui^rían bien, porque era campea
chano, alegre, decidor, rumboso y extremadamente .
sociable: un verdadera andafeiz, sin Jos flamenquis-
mos ni las gitanerías que adulteran la gracia primi-
genia de la especie jU^ singularísimo don de gen^
tes^ fllLie l^.ív^nía, §in duda, de haber f r^flu^tado las
bajas y las ajtas^esf^r^s so^i^les, hivcíai que se enocm-
trase ^ sij^ ^nchaSv lo mismo entre lateiegcxs que en-
tre seftcjritos, siqque en$í:eré?.tos a a(jUíé^lo6 dejASQ ^
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CARLOS R E Y L E S
ser lo que era siempre : un mozo crudo y un cum-
plido caballero, sin más defectiílos que el acendrado
amor por las cosas de la tierra, buenas o malas : el
vino, el jueg ;^J[as. mujer^ Sy 1^ ralyíllo R y los toro s.
Chapurreaba el inglés y el francés ; había leído un
poco y viajado algo por el extranjero ; pero ni ma-
terial ni intelectualmente le gustaba salir del am-
biente sevillano. Le parecía que el hombre sólo es-
taba bien montado en una jaca andaluz^, o para*
do, con estoque y muleta, frente a un toro. Sus
caballos de campo o de paseo tenían fama por lo
hermosos y bien adiestrados; su silla vaquera, su
manta jerezana, sus sajones eran de lo más pri-
moroso y gitano que se conocía. Y cuando en las
dehesas derribaba un becerro y echaba pie a tie-
rra para darle unos mantazos, o toreaba de capa
y de muleta a las vaquillas en los muchos tenta-
deros a que concurría, nadie, ni aun los toreros de
profesión, los hacían más frescos y ceñidos que él,
Sin embargo, no había toreado nunca en las bece-
rradas que, con presidentas de mantilla y pollera
corta, celebraban periódicamente los señoritos de
Sevilla. No le gustaban las mogigangas. Pero por
calaverada y con nombre supuesto, lo hizo ya a
pie, ya a caballo en muchas plazas de los pueblos,
donde los empresarios de malas entrañas, solían
echarles a los pobres maletas, que exponían el pe-
llejo por cuatro duros, unos toros como catedrales
i y que, al decir de las gentes, sabían griego y la-
|tín. Allí el peligro era real y a Paco le gustaba
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E L EM B RU J o DE SEVILLA
afrontarlo. Bromeando y desternillándose de risa
hacía cosas que les ponía a sus camaradas los pe-
los de punta. Una vez dio un quiebro con un pró-
jimo a babuchas; otra, en que los matadores se
negaron de irse al bicho por ser muy grande y ase-
sino, Paco se tiró del caballo en que hacía de pi-
cador, cogió los trastos y con monas y todo lo mu-
leteó hasta dejarlo con la lengua colgando, echán-
dolo luego al otro mundo de una estocada mayús-
cula. Volvió a la fonda entre una pareja de la
guardia civil y la escolta del pueblo, que lo acla-
maba. El caso se supo en Sevilla y aumentó los
prestigios del mozo, ya muy popular por otras
hombradas semejantes, líos amorosos y reputación
de excelente caballista. Sus amigos de «La Garro-
cha» y del «Círculo de Labradores», al conocer la
aventura, le dijeron palmeándolo cariñosamente :
— LEres mucho Paco j
Y los granujillas al verlo pasar en su jaca tor-
da, haciendo piernas y desempedrando las calles,
le gritaban :
— ¡Ole, los señoritos!...
Él los saludaba a cada uno por su nombre, les
tiraba un puro y seguía su camino sin sonrojarse
ni envanecerse, recibiendo aquellos homenajes
como la cosa más natural del mundo. Aunque arre-
batado por temperamento poseía ese ostentoso do-
minio de sí o burlona entereza que admiran tan-
to los andaluces, sin que la suya degenerase en
desahogo o arrestos de matón, como suele aconte-
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CRmYLfM: El embrujo íU Sevilla. -'
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?"
CARLOS R E Y L E S
cer generalmente. Tomaba las cosas como venían,
con musulmana aceptación del destino, sin inquie-
tarse, sin preocuparse, dejándose correr; pero si
hacía falta resolverse lo hacía metiendo el pecho
y cortando por lo sano. «Los derrotes de la for-
tuna y los derrotes de los toros no se esquivan
juyendo, sino parando))^ decía. Por eso cuando los
ejecutores testamentarios de su tío le dijeron y de-
mostraron con documentos a la vista, que aquél
había disipado sus bienes propios y también los
que su hermana, la madre de Paco, le confiara,
añadiendo que era necesario vender las propieda-
des para pagar a los acreedores y sanear un pe-
queño capitalito, él se quedó tan fresco, y por toda
respuesta los invitó a tomar una copa de vino.
Después de apurar la suya encendió un pitillo,
echó una gran bocanada de azulado humo y dijo
reposadamente :
— Sabía que estábamos muy entrampados, pero
no creí que llegase a tanto. Bueno está. No tengo
nada que objetar a lo que ustedes dicen. Vendan
los cortijos, los ganados y todo lo que haya que
vender, salvo esta casa. Ésta me la quedo. Aquí
naciqíos Rosarito y yo, jr de aquí sólo saldremos
con los pies por delante.
— Pero hijo — observó uno de aquellos graves se-
ñores — ¿cómo vas a componértelas para sostener-
la, si apenas te alcanzará lo que queda para cu-
brir su importe?
— Eso es cuenta mía — resjíondió sonriendo — .
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Aseguraba el gran Cuchares que los toros tienen
un criadero de duros en los morrillos. Allí iré a
buscarlos yo.
— ¡Torero, tú!...
— Torero ... Apretado por la necesidad como yo,
¿no se ha hecho cómico un Grande de España?
¿Nó alancearon toros el Cid Campeador, Carlos V
y Don Juan de Austria? ¿No rejonearon Pizarro
el Conquistador, el du q ue de Medina Sidonia y el
conde de Puñoenrostro? ¿No fué torero de profe-
sión un noble descendiente de Guzmán el Bueno?
¿ Yo mismo, no cuento entre mis antepasados a
aquel famoso vizconde de Miranda, mrrqués de
Torre Cuéllar, que mataba toros compitiendo con
los estoqueadores de profesión? El que un espa-
ñol de buena casta sea bapdidt^j ronauistador o
torero^^está en el orden. Además, aquí, para no
morirse de hambre, hay dos caminos que seguir:
o políticQ o torero. Lo segundo es másdecente y
también para lo único que sirvo yo. El trabajo
obscuro, el ahorro placiente, los renunciamientos
de la miseria no se han hecho para este fraile ; d
peligro y el rumbo, sí. Qué quieren ustedes, así
me parió mi madre. Tengo veintiún años. Soy
fuerte y ágil. No me falta corazón. Sé andar al-
rededor de los toros, porque entre ellos me crié, y
sé también a ciencia cierta que, con el estoque en
la mano, las muías arrastrarán lo que me echen
por la puerta del chiquero, y eso, créanme uste-
des, es lo bastante para ganarse miles de duros y
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CARLOS R E Y L E S
vivir como yo lo entiendo. Por otra parte — agre-
gó dejando traslucir cierta emoción — no quiero que
Rosarito, mi pobre hermanilla, descienda ni en
un ápice de lo que fué.
Y no hubo más. Se dejó crecer el pelo, vistió de
corto y desapareció de los centros sociales, que an-
tes frecuentaba asiduamente. Sólo se le veía de
tarde en tarde a caballo, de vuelta de algún corti-
jo, el ancho sobre los ojos negros, el barboquejo
sobre los labios rojos. Su rostro, de facciones re-
gulares, aunque un tanto duras, se hizo más hue-
soso y afilado ; su mirada, más firme, y casi provo-
cadores d gesto y la actitud. Tenía el arrogante
continente del mozo andaluz, mucho de señoril y
no poco de bandolero, sobre todo cuando iba en
su jaca luciendo la indumentaria campera : los sa-
jones, las polainas serranas y el marsellés. Un
pliegue profundo le rugaba el ceño y partía la
frente, antes tersa y pequeñita como la de una mu-
jer ; otro desdeñoso le bajaba los ángulos de la
boca, grande y sensual. Apenas transcurridos tres
meses de haber tomado la extrema resolución .de
echarse al redondel, rompía su compromiso de ma-
trimonio, vestía el traje de luces y toreaba, con
grande escándalo de la sociedad sevillana, en Huel-
va, luego en Alcalá, después en Murcia. Y empe-
zaron a lloverle contratas. Las Empresas se lo dis-
putaban. Entusiasmaba a los públicos ver a un
señorito de la nobleza matando toros. Los perió-
dicos venían llenos de su nombre. El culto del
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
pueblo por el valor y la bizarría tuvo un ídolo más
a quien levantarle altares ; el amor de lo pintoresco^
y lo romántico sedujo a la aristocracia y la burgue-0
sía. Se supo que había amores contrariados y una^
niña muy bella que suspiraba... Se villa nq neces itó'
más. Paco se hizo célebre. Los cafttadorfisj£jconi-|
pusieron coplas y tangos, los ciegos letrillas, las^
cigarreras canciones. Aunque novillero, llegó a ga-|
nar tanto casi como los matadores de más cartel.
Y cuando toreó por primera vez en Madrid sus
amigos de «La Peña»*, sintiendo que obraban cas-
tizamente y que hacían lo que España pedía, se
mostraron con él por todas partes, en los teatros,
en los paseos, en la calle. Y Paco se dejaba que-
rer. Lejos de ocultar su nueva condición, hacía
alarde de ella ; vestía de corto siempre, aunque
la moda iba cayendo en desuso ; exageraba la nota
pintoresca de su indumentaria como una reacción
contra el señoritismo grotesco de la torería, y lle-
vaba la coleta baja para que todo d mundo se en-
terare... Por lo demás, seguía siendo el simpático
PA Quiribilis^ jdesiempre. aunque algo menos ma-
nirroto, perosiempre'^tfispuesto a correrla en toda
ocasión y a jugársela también. Nunca estaba solo,
y donde quiera que estaba, las miradas se dirigían
a él. Esa misma noche, a pesar de encontrarse
en la sala algunas celebridades del toreo, la mesa
de Paco era la más concurrida. Además de sus acó-
litos de Sevilla, a| pó^*^ r^^^^n^^ ^>^j¡^j^gj^r^
y el picador^^Tabardillo, lo acompañaban varios
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C .1 R L O S R E Y L E S
señores y pollos de Madrid, que habían venida
expresamente para verle tomar la alternativa. En
f aquella mesa se solía hablar tanto del firpblema
español^ que andaba de boca en boca perpetua-
fñeñde,^ sin que se resolviera nunca, como de pin-
tura, mujeres, toros, caballos y cante hondo. Cuen-
ca elevaba el tono de la conversación a lo gene-
ral y transcendente. Su imaginación de artista y
espíritu razonador lo llevaban a establecer fan-
tásticas relaciones ehtre realidades sin afinidad
alguna en apariencia, sin parentesco, a veces an-
tagónicas, y a verlo todo bajo el aspecto metafí-
sica. Kant, Hegel y sus discípulos lo mantenían
en perpetua ebullición cerebral. Además había leí-
do muchos librotes viejos y raros ; muchas cróni-
cas peregrinas ; muchos volúmenes de miniadas
mayúsculas, y tenía sobre la pintura, el arte po-
pular y las tradiciones españolas de toda laya una
especie de erudición preciosa, que condimentaba
para mayor incentivo de sus disertaciones, con las
sales de los filósofos. Así, en aquel ambiente re-
fractario a las cosas espirituales y sutiles, sonsfcan
los nombres de Platón, Séneca, Santa Teresa v
otros más insólitos aún, barajados con los de artis-
tas flamencos y lidiadores. El andalucismo d«^
Paco, las tendencias conservadoras de Míguez y
el amor de las antigüedades de Tabardillo, que por
detrás de la iglesia lo casaban con la historia y la
tradición, hacían que los tres avesen a Cuenca corv
embeleso, festejaran sus fantasías y adoptasen en
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
las charlas catfeteras el espíritu crítico-filosófico del
pintor. Éste no parecía sevillano. Tenia las barbas
y el cabello casi rojos, por lo cual algunos le lia-
mf^tifín H Jara ; los ojos azules, la mandíbula in-
ferior saliente, coriio los príncipes de la casa de
Austria, y el cuerpo cenceño, anguloso y desgar-
bado; pero en Su alma florecían todas las gracias
de la tierra andaluza.
— Pero vaya un capricho el tuyo, no haber
querido torear aquí, donde naciste y tanto te quie-
ren, y ¿por <iué? — le pTeguntó a Paco D. Gaspar
del Busto, personaje muy conocido por ser el abo-
gado de la Empresa dé Madrid.
— Yo mismo no íó sé, D. Gaspar ; acaso por
soberbia, ataso por humildad. El hecho es que
desde un principio me dijís : <(No Rearas erí Se-
villa hasta que estés cuajado y puedas quedar como
Dios manda.»
— Vamos, que querías estrenarte con un escán-
dalo.
— Yo creo que sí — respondió el torero riendo.
-¿V?...
—Y en eso estamos.
— Te saldrás cort la tuya, Paco. Yo lo deseo con
toda el alma.
— Vaya, que si saldrá. Yo soy un mal picador,
un mal ceramista y un mal anticuario — ase veró Ta -
bardillo, qué, en efecto, era las tres cosas a la vez — ;
pero en el tendido chanelo, veo lo que pocos ven.
Y yo le digo a usted, D. Gaspar, que en España
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CARLOS R E Y L E S
ninguno de los que gastan coleta echa más carne
abajo que éste.
— Pero, ¿es cierto que recibes, Paco? — interro-
gó D. Gaspar, entre asombrado e incrédulo—. Ya
sabes que cuando toreastes en Madrid estaba malo
y no pude verte.
— Eso dicen las malas lenguas, D. Gaspar.
— Tendría que ver, un señorito de familia no-
ble haciendo lo que la gente de pelo en pecho no
ha podido hacer nunca; porque eso que aseguran
los libros de Romero, Curro Guillen, Montes, el
Chiclanero y el tuerto Domínguez deben de ser
cuentos, como las invenciones de José Cándido y
Martincho vaciando los toros con la mano o el
castoreño. Pamplinas ; yo he visto intentar la suerte
muchas veces a Frascuelo, a Cara-Ancha ; pero eje-
cutarla sin echarse fuera, nunca.
— Ahora lo verá usted — afirmó con absoluta con-
vicción T^tbardillo.
Luego hablaron de los toros que iban a correrse
al otro día y que esa tarde habían examinado en
Tablada, después de haber asistido muy de ma-
ñanita a la prueba de caballos. £stas atraían bas-
tante gente, no tanto por el espectáculo en sf, sino
por las animadas reuniones que se formaban y
las cosas que se oían mientras los picadores con
gravedad suma y haciendo alarde de maneras y pu«
janza, ensayabarl los pencos, asestando formida-
bles puyazos con ^1 regatón de la garrocha en
cierto muro de la Plaza, a fin de hacerles la boca,
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
enseñarlos a revolverse sobre las patas y salir
de la suerte. Después de algunos tanteos metían el
palo en la pared, haciendo sentar de garrones a los
jacos con el encontronazo ; gritaban, recalcando fu-
riosamente la última sílaba: ¡torooo!, cual si, en
efecto, estuvieran conteniendo un berrendo de gran-
de poder, y salian volviendo el palo y corriendo las
espuelas, como después de una vara en los me-
dios del ruedo. Y entre las pruebas de caballos, el
examen de los toros en Tablada, el encierro el
día de la corrida y los comentarios en el café, se
les iban a los aficionados los días y las noches de
la temporada sevillana, sin ocuparse en otra cosa
ni hablar de otra cosa que de toros, lo cual los
preparaba y ponía en punto de caramelo para ex-
perimentar intensamente las emociones y los esca-
lofríos del espectáculo, cuando sonaba el clarín, se
efectuaba el paseo de la cuadrilla entre oles y pal-
mas y saltaba a la arena el primer toro con la
muerte en los cuernos y la fortuna y la gloria en
los morrillos.
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V
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/
II
EN ^ las mesas de « El T ronío» se hablaba apa-
sionadamente del encuentro sensacional de
dos matadores rivales, los más célebres de la épo-
ca ; de la alternativa de Paco Quiñones y de la
revolución que estaba armando en el baile la «Tria-
nera))/Los que eran presa de la magia del ruedo,
sólo por excepción escapaban a la magia del ta^
blao. Los dos embrujos crecían a compás de las
exigencias emotivas del pueblo y se estimulaban
mutuamente. Aquel público que cpnocía al dedi-
llo las variadísimas suertes del toreo; las divi3as,
los hierros, la historia de todas las ganaderías y
el arte de cada uno de los diestros en particular,
distinguía también los géneros y estilos del arte
flamenco ; penetraba sus arcanos, aquilataba sus
matices, sus primores y buscaba acaso en el ía-
blao, aparte de la lírica penilla, el trasunto de las
valentías de la Plaza, y en la Plaza la encarnacióa
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CARLOS R E Y L E S
real de los desplantes soberbiosos y la majeza del
, 'tablao. La correlación de las dos aficiones y las
j íntimas correspondencias de éstas con la juerga y
i el amor, hacíanse más visibles en los profesiona-
les del toreo^^Los toros traen el vino, el vino el
cante y el cante las fatigas del querer», decía el
pintor Cuenca. Y, en efecto, la necesidad de ador-
mecer las ansias del miedo y del amor entraba
por mucho en el gusto de las gentes de coleta por
el jolgorio y el arte de los Canarios, los Brevas y
los Chacones, que a su vez, acendraba el culto de
la valentía y la blandura sentimental, no ya de
los placeadores, sino de todo el pueblo andaluz.
— ¿Y a ti, Paco, qué te echan? — preguntó
D. Gaspar.
— Un orozco y un míguez.
— Y a propósito del míguez, ¿es cierto qué di-
jiste a D. Antonio que sólo criaba bueyes de mala
intención? — preguntó D. Gaspar aprovechando
la oportunidad de haberse levantado Pepe, el hijo
de aquel ganadero, para saludar a un amigo — .
¡ Mira que tachar de bueyes a los toros de más
cuidado que en España se crían ! Y decírselo al
1 mismo D. Antonio, que tiene más orgullQ que
Don Rodrig o en la horca. Menudo enemigo te
echaste encima. Don Antonio es el amo de las
Plazas de Andalucía y puede hacerte mucho daño.
No anduviste listo en eso, Paco.
— Lo sé, D. Gaspar — respondió P&co cruzando
la pierna y sobándose el botín al modo de los va-
2S
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
queros — ; pero qué quiere usted, el hombre estuvo
muy descomedido. Hablábamos aquí mismo del
conflicto entre los picadores y los ganaderos, sobre
si las puyas debían tener dos líneas más o dos líneas
menos, y él, olvidando la amistad que le unía a
mi tío y que yo gasto ahora coleta, se desbocó y
dijo que ya no había quien tuviera vergüenza to-
rera, que los matadores sólo querían torear babo-
sas y los trató de jindamas y ladrones. Ya sabe us-
ted cómo las gasta D. Antonio. Yo, al principio,
con muy buenas palabras, le hice las obserracio-
nes del caso, pero como siguiera tirándome chi-
nitas y propasándose, me cargué y le dije lo que
usted ha oído, y algunas cosillas más, entre otras
que mis picadores picarían a sus toros con el re-
gatón para que llegasen enteros al último tercio,
y que yo después les daría de patadas en íos hoci-
cos. Ahora siento haber hablado así ; pero lo dicho
está dicho.
— Hiciste bien, Paco — afirmó el pollo Salcedo — .
Sernos o no sernos. Recuerda aquello de :
«Procure siempre acertarla
el honrado y principal ;
pero si le acierta mal,
defenderla, y no enmendarla.»
— Eso...
En aquel instante los artistas subían al tablao
y ocupaban los clásicos banquillos, disponiéndose
en círculo y en el orden acostumbrado : los toca-
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CARLOS R E y L E S
dores en el centro, los del cante a derecha de ellos
y los del baile en los extremos. Interrumpiéronse
las conversaciones. Reinó el silencio. Los ojos se
clavaron en el círculo mágico donde el corazón del
pueblo andaluz sufría el embrujo de las malague-
ñas y los tangos, las soleares y las seguiriyas. Los
artistas, más circunspectos y emperejilados que de
costumbre, cambiaron algunos saludos con los ami-
gos de la sala ; las guitarras, después de un flori-
do preludio, entraron en materia, y empezaron los
rasgueos como redobles, las palmas y los acompa-
sados taconeos.
— ¡Venga de ahí, venga, venga!... — gritó un
bailador, y dando un salto cayó en el medio del
tablao; pegó media docena de vigorosas y rítmi-
cas patadas, que parecían decir, «aquí estoy yo»,
y se quedó como electrizado en una postura gra-
ciosa y petulante.
En seguida, moviendo los brazos a compás de
las piernas y castañeteando los dedos, ejecutó unos
pasos de baile muy pulcros, cuasi académicos,
llenos de presuntuosa finura, que fueron compli-
cándose cada vez más y haciéndose cada vez más
movidos e intencionados hasta entrar en el disloque
del tango, cuando uno de los niños del cante en-
tonó la primera copla de la Billetera y redoblaron
las palmas y los jaleos.
— ¡Ay, qué bien, ay, qué bien!... — le gritó una
bailaora, dislocada ya con lo que se traía éT'gi-
taño. ^^
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Pero el Ñáñe no oía. Poseído por el demonio del
amor propio bailaba con piernas, brazos, vientre,
ojos y boca, con todo el cuerpo. Se-retoreía-4eJps
pies a la cabeza, ondulando siempre las caderas ;
se estiraba, se encogía, caía al suelo y tornaba a
levantarse sin que sus pies dejasen de herir el so-
noro tablado con matemática precisión, siguiendo
punto por punto las notas de la guitarra v li voz
del cantador. La chaquetilla corta y el pantalón
entallado le modelaban el cuerpo magro, flexible y
derecho como un estoque. LaTxiitnera le había
dicho: ^ ^^
— Te llevo a Sevilla para que les quites los
moños a todos los bailaofes. Con que... muchas
patas y poco aguardiente.
Y el hombre se aplicaba. Su rostro, de color acei-
tuna, habíase vuelto carmesí; el renegrido jopo
le caía en mechas sobre la angosta y nudosa fren-
te : los enjabonados tufos se le habían despren-
dido de las sienes y le tapaban las orejas, largas
y amojamadas. Realmente, poseído por una es-
pecie de furia dionisíaca, hubiera muerto de un so-
focón allí, si uno de los tocadores no le dijera :
— Vamonos ya... — para que terminase la danza
con el efecto final, un endiablado repique de pies,
en el que el^^afie ponía todo su orgullo de baila-
dor, con doble vuelta sobre sí y una parada en seco.
Lo aplaudieron. Un parroquiano le tiró la gorra ;
otro, una breva ; un tercero se subió al tahlao y
quiso besarlo.
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CARLOS R E Y L E S
— Se apetece, se apetece — repetía el Ñañe le-
tantando los brazos y dejándolos luego caer a la
manera de los matadores después de una estoca-
da piramidal.
El amo del café, a quien llamaron en sus buenos
tiempos de cantador el rey de las seguiciyas, atra-
vesaba radiante de gozo la sala, palmeando a los
buenos clientes y afanándose en responder a las
preguntas que de todos lados le llovían sobre el
bailador. Sin perder ripio iba acercándose a la
mesa del novillero, a quien tenía que darle un re-
cado.
— Siéntese usted, Silverio — le dijo D. Gaspar
dándole la mano y ofreciéndole una silla con la
afectuosidad y llaneza típicas del señor madrile-
ño — . Sabe usted que ese niño se las trae bailando.
— ¡ Vaya, que si se las trae ! ¿ Han visto uste-
des, señores, qué modo de meterse en harina?
Cuando contraté a la Trianera, me dijo : «Mi bai-
laor tiene veinte años en todo el cuerpo y un siglo
de baile en cada pata, y se llama diez duros por
noche, ni una peseta menos.»
— I Qu^f Puriya ; siempre tan graciosa y contun-
dente !
— Sí que es graciosa, y como tundetUe, también.
Rieron ; el viejo cantador, sin sospechar la cau-
sa, les hizo coro. Después de algunos instantes.
Tabardillo, que tenía cierta semejanza con un ga-
llo de riña, a causa del rostro afilado, la nariz
picuda y el cuello rojo, rugoso y largo, lo estiró
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)
EL EMBRUJO DE SEVILLA
cuanto pudo, a fin de acercarse a sus cantes, y
dijo, como quien hace una revelación de suma im*
portancia: -
— Esa niña va a revolucionar «! baile. La vi. en
Córdoba, ¡ un escándalo ! Lo que hacen la WT^jora-
na, la Macarrona y tantas otras son juegue -Úé
niños junto a lo suyo. A^onda,^ agit^tíá el barUi,
como el Pitoche el cante. '^ t
— ^Es muy verdad «so que dicesj Tabarcja— ^a^h-
tió el pintor — . ¿No lo han obsei*V*do usteétes? lia
malagueña en ¿oca. del Pitoche ádqtfiéire te ipro-
fundidad, las tonalidades <^a€áy^d^lás'sól6ái^ ^
las seguiriyas. No es ya dulce qiíeja^ áín6'y:feniií
do, amargura, entrañas rotas... / ■' ' j
— ^Claro — exclamóSilyerio ^ri la au tártdftd que
le daba su viejo tltufo de rey del tíáfiíité gitano, pofe
excelencia — , se puede decif d^ PítSóché'*<lo.^üé
no sé quién ha dicho del Qt^cón : u^e ¿te lá^AW
tura de la seguiriya sobre la mala^tfefta Ü0n*(9'€*
águila sobre su presa». -
— A mí se me figura más bien que íótíúñdo, Í&
gitano, viene de adentro, de ábáj<y-^t^tic^^Giiéá^
ca — . La seguiriya es como el tiburón, que feíflbe
a pique del fondo del mar a la superficie, >cogfe Étí
presa y se vuelve a las profundidades;'- ^ '
— Bien dicho. ' '
—Y todavía hay <5^ienes le niegaíi al canté tódé,*
hadta que sea mifeica, porque no^ está ¿ujetí^a ¿íéW
tes cán<»i^, porcjúe es pura libertad y eitprésión
directa. 1^ Oibs me perdone si digo una herejíáA
, . • 33
i
t >RzTLEs: Bl tmbrujo de Sevilla, 3
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CARLOS R E Y L E S
pero a mí^ ninguna música, fuera de la música de
Beethoven,^ me remueve las entrañas como .ese
lloro de gitanos, porque ninguna es tan pueblo,
tan miserable, tan humana...
Ss^j^^T-Pues de adentro, de abajo, del fondo del mar
vifene el baile de la Pura — interrumpió Tabardi-
llo—. A lo^ tangos y las alegrías, a lo que se
llaman juguetes, les ponQ ella una salsa de pasión,
un^ furia gitana que los trueca, como si dijéra-
mos, en baile hondo.
Aprovechando la ^tención que le prestaban sus
amigos [^ los eruditos discursos de Cuenca y Ta-
b^dillo, ÍQt^rrogó Paco bajando la voz :
— ¿ Le preguntó a usted por mí ?
-T-En cuanto me vio. Me dijo que sabía la ruina
de s\k casa y que se había usted dejado crecer el
pelo, pero que ignoratba si Rosarito estaba con-
tenta; si seguía ustied hablándole a la Pastora y
Otras cosas así.
— Fuimos muy buenos amigos, ¿usted recorda-
rá ?. iDespués de los cuadros se venía siempre a
mi vera y me constaba las desazones que le daba
ese arrastrao del Pitoche. ¡ Pobre chiquiya, cuán-
tas fatigas le cuesta el querer I ¿ Y ^stá bonita ?
— Ahí anda con la Virgen delVatlJe. Ya la verá,
dentro de un rato ; pero antes es preciso que lo pre-
§§|^t^^;iLi3íed «al Califa. Traigo uri recodo 4fe él:
aJQüen ^5. Quiñones, me dijo, qu« tendría mucho
gtisto en-conocerlo, y que lo invito a tpmar café en
njU coíBpañíarf» Conque, ¿si a ustf^ le j^reqe?... :
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^^
EL EMBRUJO DE SEVILLA
— ¡ No me ha de parecer I, vamos andando — res*
pondió Paco.
Y junto con Silverio, repartiendo saludos a
diestra y siniestra, se dirigieron a la mesa
del Calií ¿ k. % i c u aU al verlos venir, se levantó y les
safio al encuentro con el calafíés en la mano. Eso
causó asombro gfeneral, porque tenia fama de
tosco y engreído. Vestía de moños : chaquetilla y\
chaleco de terciopelo verde, faja de seda roja, pan- \
talón lila; en el dedo meñique lucía un solitario, *
en la historiada pechera, dos; en el chaleco, col-/
gando sobre la faja, una gruesa cadena de oro-
mate con dos sellos antiguos. Esta presuntuosa
vestimenta^ que jamás ostentaban los toreros la
víspera de torear, y menos en Sevilla que en nin-
guna otra parte, sino después de la corrida y sólo
en el caso de quedar muy bien, se les antojaba a
todos algo así como un orgulloso cartel de desafío
lanzado a los toreros sevillanos y al público. Y se
proponían hacerle pagar caro tan inaudita arro-
gancia.
— Aquí tiene usted al señorito que mete el pie —
exdimó Silverio a modo de presentación.
El amo del toreo le tendió la mano a Quiño-
nes V le dijo, metiéndole los ojos en los ojos :
— ^Lo he oído a usted sonar mucho.
Miradas brillantes de admiración y codicia se
fijaron en ambos diestros. Eran finos, esbeltos,
hietiiiphá'ntsuiQs y vestían con igual presunción^
aunque menos lujosamente el novillero que el ma-
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€ A R L o S R E Y L E S
tadof • Por encicaa 'de la sevillana del uno y la cha-
quetilla del otroy irreprochablemente oortadady las
pecheras prcmoitosas y los paMalonas altos, adivi-
nábanse los recjos miisculos, los tórax anchos, las
ciiituras flexibles de los apuestos mozsos. El públi-
co se los comía con los ojos, admirando a regar
ftadientes ea el heredero del gran Rafael^ al fa*
mcKso matador que le daba a Córdoba, 4onde im^
bía nacido, la supremacía del toi^eo sobre Sevilla,
y en guiñones al noviSiiero de agaUas, que podría
arrancarle d óttTO del arte a la ciudad de J09 Ca»
ufas para entregárselo a la ciudad de los Rayes*.
La vieja y enconada rivalidad cfntfe SeviUa, la sa*^
piente, y Córdoba, la noble, floírecía en -el redon-
del y apasionaba, no sólo a dos pueblos, - sino a
toda Acbdaluoía. .
-^iQué t«riplao íes este chtc6 — ccHisideró don
Gaspar — . Observen ustedes cómo se deja admi-
rar por el público, sm la menor sombra de enco-
gimiento* { Y cuántas cosas en las miradas de esos
novicios y maletillas, que lo examinan embebeci-
dos t iQné ejemplo para «lfós!el de ese n^90€), ayer
desconocido y pofaore, hc^ oéléj^e y tíco ! i Aán-
ta tristeza en los ojoS(óe4os que no han podídVlle-
gar y saben que no llegarán I ] Cuántas ansíM en
ios ojos de los que, aun IIeiK)s de dudas y i^ro-
res, nó se declaran vencidos I iQué poema ^n el
pecho de unos y -otros n Sin dUda, el torero célebre
es, aunque píaresca -paradtíja o enomto diálate^ el
profesor de energía é ideaUsmo d)e nuestras muí-
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EL EMBRU la DE SEV ILLA
titudes. Él les habla el let^^aje; qu^ ellas entien-i
den y tes llena el í^ma- de; apetenciashiíie iw> y
. aiasbieión de gk>fia. Es un estimulante, el único
que poseen. Exisí?en, a no dudarlo, otras influe^
cias más nobles, pero ninguna llega al pueblo^ y
éste, sin el lidiador, que condenan a ciega^ ios
moralistas, se quedaría ayuno de todo alimento es- .
piritwail. ^ . :. . , .. -— '
. U^iQ d^ los ppUo^ de Madrid, qge era abogado,
(jí — I4attina cine ese eatímulante engendre, tam-
Wén el flan>eiiqvis«ip, el matonisWiQ^.y otra» i^m^
diete*^tes. Sin e^o w jittftují} ^^(^ i^íin^t^le^
mente.'Satio y provechosok^Yo soy muy amante de
los toros, pero...
— Es el reverso deja. medalla, ¿pero qué cosa
no lo «tiene? Ademá$ el cargo me parece gratuito.
EniEspafta siempre hubo vcúi^ntes, y flamencos,
con otro nombre, también^ Nuestro teatro clásico
y nuestra novela picaresca tebosan ád unos y de
otros. ¡Cuántos sambenitos se le cuelgan al art^
del valor y la gracia I, porque el toreo no es sin^
eso. Muchos sociólogos de chicha y nabo, le in-i
cu^n el atKa^o de España, sin echar de ver quq
hay regiones atrasadísimas de ésta, donde la afi-*
ción no tiene ínQuencia aigima. j8i la tuviera se*
rían alU las gentes menos inertes y brutas. La
emulación del lidiador es desperezo y limpieza.
Cuando supe que Paco se babia hecho torero^ lo
sentía pero Ineg^^ pensando en qMe podía enajte*
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CARLOS R B Y L B S
cer el arte y s^r para el pueblo tin ídolo más no-
ble que sus colegas, me alegré. No está demás que
un señorito áiuestre que la sangré brava corre aún
por las venas de la nobleza. ¿Pero es cierto, Ta-
bardillo, que Paco mata tanto como dicen?
^Una barbarídál...
•^¿Y toreando?
— Mete miedo, D. Gaspar. Parece que los to-
ros lo van a coger a cada paso, y na. Es un toreo
muy seco, sin adornos, todo verdad. En una pa-
labra: jam ón^s olgao. Con la muleta aguanta lo
que nadie, y cuando se abre de brazos con el ca-
pote, no lo mueve ni un ciclón. Luego se echa la
escopeta a la cara, y por las abujas, hasta los
dedos.
— ¿Y usted qué dice, Cuenca?
— Lo mismo que Tabarda. Paco pisa siempre el
terreno de los toros y se apodera de ellos como ño
lo ha hecho nadie. Torea entre los cuernos, y los
derrotes nb llegan nunca. Y con eso las reses su-
fren tal destronque, que a los dos o tres muleta-
zos, no parece sino que se entregan y le piden
gracia.
' — Me .asombra lo que ustedes aseguran; ¿pero
de dóhde sacó ese chico tales cosas ?
— Déi pfecho de la áiadre, D. Gaspar — repuso
Cuenca sonriendo-^. Lo que él' hace ño se apren-
de de nadie ni está escrito.
'\_*LCon eso y cdh todo, miicho'me temo qué pá-
slatío mañana, entre ios dos fenómenos actuales' del
3«
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
toseo, no^ueda quedar tan bien como yo quisieml
Tabardillo replicó :
— Quedará como las propias rosas* Pre|>árese
usted para recibir emociones' fuertes. Los otros
harán más monerías, pero el hipo lo quitará éK
El cordobés salió del café en compallta de 'ddá
amigDSy que lo seguían adondequiera que torease
y no lo dejaban ni a sol ni a sombra. Cinco minu-
tos de^^més hacían lo propiot los banderilleros y
los picadores de su cuadrilla.
— Vamos a ver cómo quedamos mañana — le3
dijo alguien, al pasair. í>. r i
^— Será lo^que Diod ifoierá — respondió uho de
ellos. '
Paco vohió a su* mesa. El temple de ün'omta*
dof hizo que los ojos..se volvieran al iablao. Cómo
por ensalmo cesó el ruido. Los rostros se ensom-
brecieron las emoción del cante hondo <filató los
pechos. El novillero apoyó los codos sobre la
mesa, cogióse la cara entre áokbas nianos y esctí^
chó. Como la generalidad de los andaluces sentía
el (Cante y discernía, por el temph, el estikii, el
cuño, la ñsónónrfá propia que los 'grandes canta-
dores le habían impreko a ^la quefumbrasa malá^
güeña, a la altanera soleá, a la tefríblé ségtfirija?
El cantador que^ se tem^fiába en aquet itistáitie, éí
Pkoohc, reunía en su ebtilo muy^persónal, sin eifíí
bargoi el brillo' triunfante) dfeí Canario, el tífísiwo
dei Breva y la hondum y potencfecíter Cfiaicdffl
Báco no podía oírlo^ y lo oía'aimfertúdo,Tfl^rt''iW«
S9
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CARLOS REY LES
üt üaa^eapecie de desg^arramiento inteior, una cot
silla que subía y que bajaba dentro del p^cha, un
S9fi(>i?fi^ turbión c^m xf^oviA ea los hcmdoiies de
8U ^ma las Instetas^.d^ia alegría andaluza. Bn
Wxtkráisñf devPacd s6 hablaba jpor extenso y ana-r
lóiabaii .|tfo!)jameQÉe las extragas emocáonds del
camáé hon^o, SI ariio del.cáfé^ cuando np Ij^ibia
nrachacgente.en hn sala,. /s^enía á hacerles cOHipa*^
ñía>(y dadfis paliquiSy ii^alándoae en la me$a como
entre iguales y tomaiwio lo. suyo como cualquier
qiiisq^t6¿. Paco te: tiraba de la lengua, y^rentonces
el viejo cantador les hablaba .det.estik) de otras épo^
cfaSf de tos iablaos y los cantadores de antaño, re-
firiéndoles la vida y milagros de todos los arti»»
tai^iq^ebaitfa^itt^tado en.su laiig^ carrera. Así co-
OQfX)^>QA el t^lcv los dk>9^ las pasiones vóltáni-^
cas, los 'drenas terribles y las miserias de aquellos
qiÉese ttabfan pasado la ! existencia lanzando co»-
plas^ y alegrando las juergas^ y a quienes la in-
fluencia ^aorbosa del cante, afinándoles el senti-
miento y «quebrándoles la voluntad^ hacía víctimas
de l9{ pastim ^imofOssi.; Miochos habían muerto a
manos cte airados rivales u ofendidos esposos ;
ottiQ»^ ooiifltlmidos por los celos y él aguardiente ; las
coates de tódOA, antiguos 'o mocienlosf traslucían
los doloresf acerbos del amot . El profundo conod-
Qiienik) que Silverio tenia de su arte y la emoción
con que hablaba dé ét le comunicaban a su lenguaje,
muy figurado y sabroso, aunque rudo, un* encantó
particular que por veces frisaba en la elocuencia,
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
sobre toclp^ cuan^Q q;^ería fe^cerles comprender a
sus oyentes lo que ¿Lsentía cantando* -^. ^
— T^mf lañóme y ponerme a sufrir era todo uno —
decfakrr-, y eso le paaii atóeos los guanos cantaores.
^J:.£ant40r. $i5pk sufrimiento es una guitarra sin dot^
¿aje : baQ^ji iiíkvj^o na sueñaTXaá géfttesTTCen;
por lo fc^lar^ que los^^yes y garganteos son pre-
sumid^ jad9i;f^>(5i^.^iUdades^ floreos : mentiía^ sori
gemidos, y por eso, asegún lo que sufre cada cajH
taor, estruja y moldea las coplas para darle la forma
de su queja y el sabor de sus lágrimas^ El Ghato de
Jerez, cuando cantaba solo, lloraba; Conchiya la
Pe^ianda m^has vecesy al descender del tdblao^
sníx^ unas arrancas de llanto que partían d alma.
Los o^ntaores derseguiríyas, particularmente, por
\s^ difipultíades bocales que ese cante ofrece y el
desborde de dolor qide en él se hace^ concluyen con
la laringe destroza o Iosp tímpanos rotos o el corasón
9. los pulmono^ deshechos. Yo mismo llevo ecá
— aseguraba, poniéndose el índice sobre el cora.
zán — ^una estocaíya honda y atravesá, de esas qué
no perdonan. Y es que nosotros no somos máqui-
nas de em;itir sonidos^ como lo$ tenores, sino cria*
turas que sufrimos y que, por no llorar, cantamos ;
cantamos nuestra pena. Cuando Anilla la e Ron-
da pasaba fatigas por el hombre que la había aban-
donao - y cantaba aquello de :
«Yo no siento que te vayas,
k> qtjtt sientoí es que te lleves
lü sailgre de mi» entrañas.»
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CARLOS R E Y L E S
él público, que estaba en antecedentes, venía al
café, no a oírla cantar, sino a verln sufrir.
Y desfilaban los dramas y las tragedias, cuyo
desenlace era, por lo común, la puñalada trapera o
el hospital. Paco y sus amigos se pasaban las horas
oyendo salir de la negra boca del cantaor, como de
un antro misterioso, las historias y las coplas, que
hablaban siempre de amor, tortura, sangre y
nnierte.
((¡ Ay !, no me habías de conocer.»
rompió a cantar el Pitoche, y soltó una copla nue-
va, inspirada, sin duda, por la presencia de su an-
tigua querida. La voz pastosa, que tenía por veces
tonalidades obscuras, se abría en la mitad de cada
verso como si la dilatase la onda de la pasión ; se
desgarraba al final de ellos en prolongados sollo-
zos y suspiros y convertía en llanto lo que en
la antigua malagueña eran sólo pasos de garganta.
Y mientras Paco escuchaba, experimentando sensa-
ciones que le hacían mucho bien y mucho mal, allá,
debajo del tablao, la bailadora, que iba a hacer su
salida y ensayaba «us desplantes frente al espejó,
se detuvo, como sobrecogida, y escuchó también...
A quella voz le recordaba la h iél y la miel jde si j p
primeros amores ! las juergas en Eritaña, el'pasap-
je de la Magdalena y los gabinetes-de Juanito Cas-
tañedo ; las meriendas a orillas del Guadalquivir ;
el pescado frito por las noches, a la salida del café ;
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
las horas de frenesi erótico en la alcoba pequeñita
y blanca; y luego las riñas, los celos, los insultos,
el engaño, la soledad, la miseria...
Después del Pitoche cantaron y bailaron otros
artistas, sin que el público, ansioso por ver a la
Trianera, les prestara mayor atención. Una can»
ta(k>ra, color tabaco, con los ojos cerrados e inmó»
vil, lo cual le daba cierta semejanza con un dormi»
do lechuzón, dejó oír su voz ronca y áspera en las
sombrías o^rceleras ; otra, que no era gitana, pero
que queria parecerlo a fuerza de peineciUos, aros
y pulseras de coral, se arrancó por soleares; un
bailador se dio d^s pataitas con bastante gracia,
imitando en el torito las atribulaciones y espantas
del torero medroso. Hubo una pau^. Los tocado-' 1^
res verificaron él temple, las guitarras sonaron con
más brío, y por el fondo del tablao apareció la Tria- ^
ñera', envuelta, como en un capote de paseo, en su
pañolón de Manila, el ancho sobre la oreja, el piti-
llo humeante en la boca. Oles, vivas y aplausos
atronadores U saludaron. Por su provocativa be-
lleza, picante gracia, ojos gachones y presumidos
andares, a los parroquianos se les antojaba aquella
primorosa muñeca la encarnación viviente, no ya
de la maja graciosa y brava, sino de la mismísima
Andalucía. Taconeando levemente y mirando de
soslayo, cótno si mimase el cadencioso paso de la
andaluza, dio dos vueltas al tablao, ejecutando así
su especial salida por alegrías, que las gentes ha-
bían dado en llamar e^ paseo d¿ la Pura. Luego,
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C A R L O^S R E Y L íí &
désete' el fondo, se viso sobre el póblico» acentúan?
<k> el toconea, hírienda las tabkui cada yes coqí
más precisión y nervio, y cuaildo U^ó al borde
del tahla9 dkS ima rapidteima vuelta sobre ^ des-
pojándose al propio tiempo del pañolón» el <ix>rdQ*
bes y el pitUo, y quedó clavmte fr^ite al. público,
en jarras^ la cabeza echada soberbiamente bacta
atrás, los ojos entornados, provocantes los lirip»^»
7 menudos piechos, la boca sonriente^ hútoeda;, rojat,»
brindando amores y pecados, ooi»^ una r^ncg^ásk
abierta su pMlpai sang^uínea. Estallaron los oles ; d^
gunos sombreros rodaron a los pies db la bailado»
ra. Esta cambió bruscamente <^e opresión) 'y de
postura, púsose gravea echó las manos a la alto, en
vivo revoloteo, y empezó a ondular las caderas de
\ un modo apenas perceptible, mientras los brazos,
serpientes tentadoras, dibujaban en -el aire graclo
%os arabescos, perezosas caricias, espasmos eróticos*
Parecía ritmar los ruegos y las ansias del amor na-
^ ci^ite, sentido por una hembra de Triana. Poco a
i poca la maja de Goya se desvanecía y surgía la gi-
I tana de arrullos de paloma y prontos de fiera. En el
Í' blanco crudo de la pared, sobre el que, agranda^
da, so diseñaba v^orosamente la retorcida silueta
de la Pura, las curvas de su cuerpo se hacían más
^voluptuosas, las ondulaciones más lúbricas.
'^ Un cantador, con mucho aparato de gestos y sa^
cudimientos de hombros, cantó :
c(Es mi ñifla
La flor y canela de Addftiiida.»
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EL ^ M B R U] O DE SEVILLA
y principiaron los oles, los jaleos y las palmas en^
contras. La Triánera, sintiendo ya arder su san-
gre de bailadora con las ansias violentas que leía
en los rostros coogestionaálos de los hombres, aoen^
tuafaa los arrestos yjk>s de^flanies, e imprimiéttdole
con las piernas. y las caderas sacudidas y estueme^
cimientí>s j«almente camales a las faldas de:£dmlaes
gitanos y aqipüa ooia> encogía y estiraba M. smerpo
dásticc» y echaba .^ci^ame A empeine con impiídácp
brk) ai avahuai* tacaneando; retrepaba el opulento
busto, ipaifüíaserieiii fímse y. volvía a comeiucar el
Pa ta pém, ,pá tá fpan, obsesante, )om láriguidamen-
te, ora aprisa, jen "tanto que mimaba oon pasmosa
virtuosidad, no ya las ansias y los rtiegos del diviso
deseo, sina los knpetos y los dessoayos de la- batalla
- amorosa, subrayajido óon gpuiíios, >a0nrisa8 y gefetos
la intencióti de las paradas y i los contrasta.
Fuera de sí la g^te de brohct, píxwrumpía en
gritos de un tntnsiaAmo, láitad Hbtditiosov'iiintad
matón. Atjuel' baile,, trasunte j Fiel 4e4a rvote ptucBi*»
dad mor^ y del orgullo espaíiol> 1«5 revolVíaTeírTod
^SDOi» iüés !i'»tl)fldileM»- del aírala k>s iéstíntob<ibs^
curo$, la^ le^roduras extrañas de abandonolje tmpCN
rio, de d^r y jdacer, de vida y áiuwrte qüé/ferf-l
mentan en el foHtío-dfe todo ^rotismti. : > f
£ntre tanto, di cantador, con yoií cada vei máá
cálida y pujante, seguía desgranando su óofife :Y
t/Mi compaftera, cuando va andando,
Rosas y lirios, n*
Rosas y Unos,
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CARLOS R E Y L E S
Rosas y lirios,
Rosas y lirios va derramando.i»
Al concluirla terminaron también los rasgueaos
y dieron principio las falsetas y los fililies de las
guitarras, que la bailadora seguía con su pie puli*
do. El mantón entallado, rojo como el clavel que
se mecía en el moño de la Pura, y la boca de nieve
y sangre, fascinaban tanto como los primores del
pie o el fuego de los ojos de aquella flor de Triana.
«Ahora mismo la Pura est4 diciendo con esas
primorosas escobillas lo que no han sabido decir de
España ni los historiadores ni los psioSlogos», pensó
Cuenca, que la miraba con los ojos entornados,
como hacía ddante de los lienzos para tamizar la
luz y apreciar mejor tos colores y las líneas. «Esos
vudos del pie expresan la presunción y la gracia
de la sevillana, su casuística amorosa, su femenis-
mo, su perversidad, su arte de atormentar a los
hombres y burlarse de los males», y siguió mirando
«ktasiado, mientras imaginaba un fondo para el
baile de la Pura, caótico, patético, espeluznante,
como los cidos del Greco, sobre el cual desfilarían,
encarnados en figuras ya tétricas, ya rientes, ora
límpidas, ora borrosas, los Santiago matamoros,
los Quijotes, los Torquemadas, los Don Juanes,
los Fígaros y los Sanchos de la quimera española.
Y sonó otra vez, más violento, el toque ras^
gueao ; las palmas hiciéronse más aturdidoras, el ta-
coneo más vivo y más estridente ^l-cmiie. El baile
llegaba al paroxismo de la locura. Era una agonía
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
rabiosa, un frenesí dioniaiaco que se comunicaba a
todos los asistentes. Los quiebros de cintura, los
golpes de cadera, los desplantes provocadores, los
trenzados arabescos de los pies, el aleteo de las ma- '
nos, arrancaban gritos delirantes en la sala y en el
tablao. Los acompasados golpes de bastón hacían
oscilar las copas ; las luces parecían borrachas. Los
tocadores golpeaban las cuerdas con las guitarras
puestas de punta sobre las rodillas y el cuerpo hecho
un epiléptico garabato. Y la Pura seguía el ritmo
de la frenética música, pálida, desencajado el ros-
tro, crispados los labios, revueltos los ojos. De
repente, adelantándose hacia el público y levan*
tándose las faldas hasta más arriba de las rodillas
con un brusco manoteo, se puso en jarras, la cabe^
za caída hacia atrás como en un desmayo, el cue*
lio estirado, arqueado el pecho, y así permaneció
algunos instantes, casi inmóvil de medio cuerpo
arriba, mientras los pies ejecutaban un rítmico re-
pique que sólo dejaba descender la blanca pollera
poco a poco, como un telón...
El tabioo quedó literalmente cubierto de sombre-
ros ; muchos parroquianos se habían subicto sobre
las sillas y hasta sobre las mesas, y aplaudían ra-
biosamentejUno de ellos gritaba, golpeándose el
pecho cCíTlos puños cerrados : \
— ¡ Esto es el acabóse^ el disloque, el mediterrá-
neo!,..
Paco Quiñones, muy pálido, pero sonriendo, se
adelantó hacia la bailadora con una caña de man-
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CARLOS R E Y L E S
zaniUa ; la refrescó, arrojando el liquido al aire y re-
cogiéndolo sin verter una gota, y ofreciósela, en*
tre los oles de la concurrencia. La Trianera tor-
nó a refrescarla con igual limpieza y más garbo
aún, apuró el contenido de un golpe, y al devolverle
el vaso, fe dijo :
-^Gracias, Paco ; me daba el corazón que estabas
en la sala.
— ^Vine sólo para verte... y hablar contigo, Pu-
riya.
— ¿Cuándo podrá ser?
— Est3t misma noche. En la puerta chica te espe-
ro, ¿ quieres ?
-^hoea — contestó ella, tendiéndole la mano.
El éltlmo cuadro había concluido. Los artistas
descendieron del tablao y se diseminaron por las
mesas de los amigos, ansiando refrescar el seco gaz-
nate. Estaban extenuados. Hasta las bailadoras par-
ticipíüüan del entusiasmo general y alababan sin re-
servas a la Pura.
La superioridad de ésta como artista era tan
grande y estaba, como mujer, tan por encima de
eHas, qiie no sentían los escozores de la envidia.
-*--No cabe más — as^uraban — ; es una bailadora
de una vez, la sal en rama del baile.
La Pura había desaparecido. No tenía" obliga-
ción de alternar en la sala. Los ojos extraviados
del Pitoche en vano la buscaron. Silverio sonreía
con toda la caFa detrás del mostrador.
En la mesa de Paco el asombro había paraíi-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
zado las lenguas ; nadie acertaba a expresar lo que
sentía de otra manera que por medio de breves y
cortadas exclamaciones. Pero los rostros resplande-
cían. Por fin, Cuenca, como resumiendo lo que
venía pensando desde media hora atrás, sentenció
solemnemente :
— La Pura será la Doctora de Avila de itablao.
El novillero apuró una caña y se ensimismó en
extrañas imaginaciones. Le parecía que había visto,
no a una soberbia bailadora, sino a la mismísima
alma de^villa con toda su gracia y toda su pasión.
Y por las mientes dt sus amigos pasaban, confusas
y en tropel, ideas semejantes. De pronto, pretex-
tando que iba a meterse entre mantas, despidióse y
salió.
El Pitoche vagaba por entre las mesas como un
sonámbulo.
C. Kktles: BI embrujo de StvUla. r^ * i
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III
PACO dio la vuelta a la manzana, y en la puerte-
cilla trasera de «El Tronío» se detuvo y esperó.
Por la angosta callejuela, tan angosta que abriendo
los brazos podían tocarse los muros fronteros, no
transitaba ni un alma. Pero entre las flores de algu-
nas rejas brillaban los ojos de las mocitas que, a
hurto de los padres, pelaban la pava con los gala-
nes de gorra y blusilla, recostados a los barrotes
en presumidas posturas. De algunas ventanas altas
salían tenues claridades que alumbraban, de tre-
cho en trecho, los maceteros de las ventanas opues-
tas ; ventanas pequeñas,* ventanucos angostos, cuya
exigüidad y sordidez disfrazaban los claveles, los
geranios, las rosas. Los avances de los balcones,
aleros y tejadillos, y los ángulos y traveses de los
techados ponían aquí y allá unas pinceladas rem-
branescas en las piedras redondas de la calle, cor-
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r
CARLOS R E Y L E S
tada por el viejo edificio de la taberna, que hacia
esquina, en donde la macilenta luz de un farolillo
alumbraba el siguiente anuncio : «Aquí gustan de
lo güeno, como güenos, los güenos.» Aquel rincón,
con sus barridas albas sobre las negras tintas de los
muros, parecía un aguafuerte de Goya. Mirando
hacia lo alto percibíase un retazo estrecho de
cielo como una bambalina iluminada por detrás.
De pronto un hombre salió de la taberna dando
traspiés ; se apoyó en el muro, quitóse el sombrero,
y exclamando «¡Josú, la gran borrachera I», echó
a andar haciendo eses.
A poco llegó la Pura. Paco le tendió las manos.
— ¡Puriyal...
— ¡Paco!...
En el angosto portal se contemplaron algunos
instantes sin proferir palabra.
— ¡ Pero, chiquiya, qué fina y qué guapa estás I
— ¿Te parece?...
—¡Vaya!...
— Pues, mira, todo es mío— contestó ella abrien-
do el mantón y dando una vuelta sobre sí — . i Y tú,
qué mocetón te has hecho y qué canil Te estoy
viendo y no lo creo. ¿Pero eres tü mi Paco, el
Paco que, de tiempo en tiempo, me prestaba cinco
pesetas, sin pedirme na? ¡Ay, qué ganitas tenía
de verte!
— Lo mismo yo ; continuamente pensaba en iti,
Puriya.
— Corriendo por esas tierras de Dios, la única
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
persona que recordaba con gusto eras tú. Fuistes
muy bueno para mi cuando pasaba las moras, y
yo soy muy agradecida, sabes, pero mucho. En
todas partes procuré saber de tu vida. En París me
enteré que te habías hecho torero. | Torero tú, Pa-
co, y célebre, porque dicen que matas una barbari-
dad! ¡El sobrino del marqués I ¡Quién lo había
de decir 1
— Así es el mundo : yo, torero, y tú la mejor bai-
laora de España y la gachí más allá nm eso que han
visto estos ojos.
— ¡Embustero I...
— Por estas, que son cruces.
— ¿De veras, te gusto tanto? La verdad e^ que
he mejorado bastante. Antes no sabía de moños^y
de perendengues; ahora sí.
— Déjame que te admire, Puriya — ^agregó el no-
villero, echándose hacia atrás para exminarla me-
jor — . Nada, Silverio dijo verdad : ahí andas con
la Virgen del Valle.
— No seas guasón, y cuéntame cómo fué eso de
dejarte crecer el pelo.
— Primero hablemos de ti ; ¿ quieres que suba^
mos? Arriba podremos estar tranquilos — propuso
él, ofreciéndole el brazo.
— No puede ser, me esperan.
— ¡Ahí... — exclamó Paco con visible contra-
riedad.
—¿ A que no sabes dónde ? Pues en lá freiduría de
la tía Curra. Tengo unas ganas locas dé comer chu-
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CARLOS R E Y L E S
rros, buñuelos y chorizos envueltos en papel ; cho-
rizos de esos que ladran, ¿ sabes ?
— En ese caso, te dejo.
— ¿ Cómo que me dejas ?
— ¿No dices que te esperan?...
— Sí... los churros, los buñuelos, los chorizos y el
gachó del arpa.
— ¿ Quién ese ese feliz mortal ?
— ^¡ Pues tú, mala sombra f ¿ No recuerdas lo
que te dije en lai misma freiduría la noche antes
de irme? «Cuando vuelva, dentro de dos o tres
años, a la salida del café donde baile la primera
noche, nos vendremos aquí y la correremos soli-
tos los dos, y tú me contarás tus penas y yo Jas
mías.»
— Puriya, eres la más salada de las morenas.
— Conque... andando. Esta noche convido yo;
prométeme que has de darme gusto en todo.
— Prometido.
Cogidos del brazo, hablando y riendo abandona-
ron la obscura callejuela. A la vuelta de la esquina
esperaba la mañuela o manóla de Paco, como se
dice en Sevilla. El cochero, de ancho y sevillana,
dormía en el fondo del coche.
— ¿ Es Covacha ? — preguntó la bailadora— i Ve-
rás qué sorpresa le voy a dar I — y poniéndose jun-
to al farol, de modo que la luz le diera en la cara,
gritó — : ¡ Arza, Covacha I
— ¡Josú, la Virgen del Carmen! — exclamó el
chulo asombrado, mirándola, y saltó del coche.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— ¡Anda, tumbón, baja la capota, y llévanos a
la casa de la tía Curra I — ordenó, riendo, Paco.
Subieron, y el coche arrancó al trote pinturero
de las dos jacas jerezanas.
— Paco...
-Qué.
— ¡Qué bien, pero qué bien estoy ahora mis-
mol...
Él la cogió la mano y se la oprimió dulcemente.
Covacha, sin que hubiera necesidad de ello, y
sólo para que las jacas híci edi ylpiernas y lucir él su
maestría de automedonte, hacía restallar el látigo a
un lado y a otro, arriba y abigo, como si tuviera
en las manos los rayos de Júpiter.
— I Ay, qué bien huele la Seviya de mi alma I-*-
exclamó la bailadora, respirando con fuerza el aire
embalsamado por los penetrantes aromas de azahar
y los efluvios olorosos de los patios, las rejas y los
balcones — . Este olor trastorna, emborracha — ^agre-
gó, experimentando un mareo delicioso.
Hacía calor. Los transeúntes llevaban los anchos
en la nuca o en la mano, y avanzaban hablando a
gritos e interpelándose de acera a acera. Algunos
canturreaban las sevillanas del Reverte. Muchos
iban entre dos luces. Al pasar el coche frente a los
grupos estacionados en las esquinas llovían los oles
y las flores sobre la jacarandosa pareja. Paco son-
reía, y la Pura daba las gracias con los ojos. Re-
corrieron calles amplias, obscuras callejuelas y has-
ta sombríos callejones. Desde algunas partes al-
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CARLOS R E Y L E S
canzaban a ver la torre mauritana, el alminar de
Yakub ben Yasuf , o s^Ja-CifaWar graciosa y
prfó^tilliiiUi como una maja.
— ¡ Mírala qué salada, qué garbosa, qué flamen-
ca es ! — repetía la Pura.
Iba contenta como colegiala que vuelve del con-
vento a la ciudad natal. Frente a las grandes mo-
les de las iglesias y los edificios públicos hacía
detener el coche y miraba extasiada, refiriéndote a
Paco mil anécdotas de cuando era una bala per-
día, o de su niñez miserable, pero libre. ((En aquel
pórtico dormí muchas veces. Allí, una viejecita te-
nía un puesto de castañas y me daba una por cada
recado que le hacía. Por aquella calle iba todas las
mañanitas a la fábrica.» E>espués callaba. De tiem-
po en tiempo Paco la oía murmurar en medio de
un hondo suspiro :
— ¡Seviya de mi alma!...
En la trastienda de la freiduría la tía Curra ha-
bía cubierto la mesa de los clientes privilegiados
con un mantel lleno de zurcidos, pero muy limpio,
y dispuesto sobre él la cañera, dos platillos de acei-
tunas aliñas, dos botellas de N. P. U., el jerez
preferido de la Pura, cuchillos y tenedores, amén de
un búcaro de las ollerías de Triana, cargado de
claveles borrachos, rosas de pitiminí y azules cam-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
panillas. La pieza, amueblada pobremente, era muy
pequeñita. Tenía dos puertecillas laterales que la
ponían en comunicación con la cocina y los dormi-
torios, y Qtra, grande, de acceso a la sala. Frente
a esa puerta, en la pared del fondo, veíase un ven-
tanillo que caía al patizuelo, cubierto enteramente
por la copa lustrosa de un naranjo. Las sillas eran
de pino pintado, con asiento de enea. Debajo del
ventanillo había un sofá, cuyos elásticos crujían
dolorosamente a la menor presión. Adornaban las
paredes algunos cartelones de las corridas de Pas-
cua y próxima Feria, dos jaulas de canarios, que en
las horas de sol colgaban de las ramas del naran-
jo, y el retrato de la tía Curra y su consorte, entre
dos palmas de Ramos, recién bendecidas. Parada
sobre una silla, en un ángulo de la pieza, veíase la
guitarra.
Cuando la bailadora y el novillero entraron en la
trastienda, la tía Curra abandonó la cocina, las hi-
jas el mostrador y las tres vinieron a saludarlos.
Ambos eran antiguos parroquianos de la casa, muy
frecuentada por gente de coleta, artistas del tablao
y señoritos flamencos. La tía Curra estaba casada
con el señó Brageli, antiguo desbravador y chalán
de caballos ; tenía un hijo corredor de tabacos,
muy conocido entre los ganaderos y la torería, y
una hij^ cantadora, lo cual explicaba las vinculacio-
nes de aquella clientela con los amos de la tienda,
aparte del gancho de Amparo y Loliya, dos sevilla-
nas »feuch^ pero con mucho ángel, que ejercen
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CARLOS R E Y L E S
de peinadoras en las horas hábiles, y ayudabaa
por las noches a la buñolera en las tareas de la
freiduría.
— Pero, Puriya, ¿qué es esto? — exclamaba, Ue-
1 de alborozo, la zalamera tía Curra — . No parece
sino que le has robao la cara a la mismísima Soleá...
¡ Várgame Dios, y qué parmito y qué trapío 1 Don
Paco, ¿recuerda usted? Yo lo decía a too el que
quería oírme : «En cuanto esa niña se entere de lo
que aviyela y lo sepa lucir, va a quitar el sentío.»
¡ Y acerté, vaya ! J. Como que tengo aquí dos ojos
que son dos ojos, y no dos nueces. Déjame que te
rea, Puriya.
— Pero oiga usted, doña Curra, ¿era yo tan
fea? — exclamó la bailadora, riendo a carcajadas.
— No ; fea nunca lo fuistes ; sosilla, sí. Estabas
sin cuajar : no sabías componerte, eras poco presu-
mía y las penas te tenían paliducha y seca. Mien-
tras que ahora eres pura canela fina. Déjame que
te bese como cuando eras chiquiya y te parabas en
esa puerta, con una perra gorda en el ojo,- pa mos-
trarme que tenías con qué comprar guñuelos.
Las chicas la besaron también efusivamente, y
Loliya, cogiéndole las manos y examinándola de
pies a cabeza, le dijo :
— La verdad es que no tienes desperdicio, Pura.
No puedes imaginarte cuánto nos hemos alegrao de
tu buena suerte. Aquí toas te queríamos...
; — Eso sí que es chipén — afirmó Amparo, despo-
jándola del pesado mantón — . Y siempre creímos
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
que serías una bailaora de punta, la mejó del
mundo.
— ^Y lo es ; yo soy vieja, he visto mucho y pueo
decirlo : bailando no tienes comparación.
— ¿Pero me habéis visto?
~¡ EHgo... como que me iba a quedar yo sin ese
gusto 1 A la hora precisa cerramos la tienda y pu-
simos un letrero en la puetta que decía : <<NosJ]te-
jno§.ido--a^vej;^^'aJia,,Xrinnern i 'ya-gorvethos.» Y an-
dandito. Cuando llegamos empe2Kibas tu baile. No
había dónde meterse, y te vimos desde la cance-
la. A mí se me caían las lágrimas, y a éstas la baba.
— ^Tu madre sí que no tiene desperdicio, Ampa-
ro — exclamó la Pura, dándole a la buen mujer unos
cariñosos estrujones — . j Ea, bebamos a la salud de
todos nosotros ! — y ella misma vertió el vino en las
cañas, y cogiendo de la batea con una sola mano y
mucho estilo cinco de ellas a la vez, las repartió
donosamente.
La tía Curra se fué a poco a darle una vuertecita
al pescao; Amparo y Loliya acudieron a la sala,
donde nuevos parroquianos llamaban impacientes.
La Pura y Paco tomaron asiento frente a frente, y
al mirarse se echaron a reír sin saber por qué. El
torero picó una aceituna con el tenedor y se la al-
canzó a la bailadora; ésta la cogió con la boca,
rió y dijo :
— Paco, ¿te has enterao que la estamos co-
aAlLo veo y me parece sueño.
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•^Escucha, Paco, nosotros tenemos que ser muy
buenos amigos ; pero no asi como así, sino amigos
de veras. Tengo necesidad de que alguien me quie-
ra bien y a quien yo pueda querer del mismo mo-
do, sin recámara ni trastienda. De lios estoy hasta
la coronilla. Ahora sólo quiero trabajar, pensaar mi
baile, vivir tranquila. No; nada de lios. El que
me busque por ese ladQ no encontrará en mi sino
colmillos y uñas.
— ¿Tan mala eres?
— Soy como los hombres me han hecho, Paco.
Tú sabes las que pasé por *>g#*t(g m^fa ypigrr^
Él me perdió, se lo di todo^ le tuífiel, no le costé
ni una peseta, lo quise más que a las niñas de mis
ojos, viví a su lado sin quejarme de los malos tra-
tos que me daba y las marranadas que me hacia,
y, a lo mejor, en pago de todo eso, la pata, y
a otra cosa. ¡ Cuántas lágrimas de sangre, cuántas
fatigas de muerte, cuántas noches sin dormir,
cuántos días sin comer ! Para vivir tuve que hacer
lo que hacen las que no quieren morirse de ham-
bre, y pasando ducas y tragando saliva, compren-
dí que el cariño no lleva a ninguna parte, como
no sea al hospital ; que necesitaba, no corazón,
sino sentía; no verdad, sino coba; no sencillez,
sino rumbo y ruido, porque los hombres aprecian
sólo lo que relumbra, aunque sea oro falso, y en-
tonces me propuse cambiar de marcha y trcLérme-
las. Y salí de Seviya con cinco pesetas y J^J^B^-
tenciones de un miura. Bailé en Cádiz, en Jerez,
T* 6o
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EL E M BRU J O DE SEVILLA
en Málaga. Aprendí algunas cosiyas. Tomé de
ésta y de aquélla lo que se prestaba a fundirse con
lo mk). Pensé mi baile, lo ahondé, como dicen por
ahí. Ga6té lo que ganaba en postín y darme pisto,
y un buen día me las guiyé con un empresario de
casinos madrileño que se chaló por mí y me lanzó
en París, Londres, Moscou, donde me encontré con
la Macarrona, ] habías de ver tú a la Macarrona
en Moscou!, y, por último, en Nueva York. Allí
conocí al gachó que me regaló en una comida, es-
condidas en dos conchas rellenas de un pescao muy
fino, estas perlas que ves aquí. ¡ Lfl qU6 pás2> "por
mí cuando les metí el diente y diquelé lo que eran 1 . . .
Desde que lucí perlas, los hombres acudieron a
mí como las moscas al dulce. Y tuve coches, la-
cayos y joyas, y tendría ahora un dineral si no
me hubiera gustado tanto verlas venir, los naipes
malditos. Pero, ¿qué quieres?, eso me consolaba
del cariñito perdió, porque, te diré, después del
Pitoche, no pude querer a nadie. Quizá están en
lo cierto quienes aseguran que las gitanas de lo s
^gtanoc soTi. concluyó rugando el ceño.
Paco la oía observándola atentamente. Como
muchas trianeras, tenía el cabello de color caoba,
los ojos verdes, claros, y la tez ligeramente cobri-
za. La nariz, los pómulos, algo pronunciados, y
íú boca delataban la sangre gitana; la frente, un
tanto bombada, y el óvalo murillesco del rostro
eran típicamente sevillanos. Distaba mucho la
Piira de ser una belleza perfecta, pero el extraor-
6i
L
c.^
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CARLOS R E Y L E S
dinario fulgor de los ojos, engarzados en el som-
brío cerco de las pestañas, como dos absidianas en
un aro de negro esmalte ; el juego gracioso de la
I boca, que parecía un pimentón partido mostrando
!las pepitas blancas, y el no sé qué de la expre-
sión, entre voluptuosa y retadora, atraían con fuer-
{ zsi irresistible, prometiéndole a los sentidos, más
i que al alma, cosas muy dulces. Paco observó que
í tenía los dientes muy cuidados y las uñas pulidas,
y que toda su gracia gitana había sido como pa-
sada por un fino tamiz. Sus ademanes y sus ges-
tos eran más mesurados que antes, su lenguaje
' menos ordinario, aunque lleno de los giros peculia-
res y las sabrosas expresiones del pueblo andaluz,
y la pronunciación casi perfecta.
— ¿Y esos chorizos, seña Curra? — gritó de
pronto, interrumpiéndose.
— Ya están sartando en el plato — respondió la
buena mujer, asomando la cabeza por la puerta de
la cocina, de la que salió como un cálido aliento
de aceite frito, ajo y azafrán.
Cuando estuvieron los chorizos sobre la mesa,
la bailadora hundió la nariz en la fuente y aspiró
con delicia el olorcillo de la vianda recién salida
del fuego.
— Se me hace agua la boca; tres años sin pro^
barios. ¡Han visto ustedes una barbaridad seme-
jante I — y luego, llena la boca, y masticando con
ella muy abierta para no quemarse, agregó, vol-
viéndose hacia la tía Curra, que esperaba el dic-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
tamen con las manos puestas en las caderas y los
ojillos picarescos saliéndosele de la cara — : Están
de rechupete, vaya una cañita.
— Se me va a subir al moño... ¡Josú, qué vinol
— exclamó la buñolera, paladeándolo — . Parece
que le entra a uno la mismísima gloria en el cuer-
po — luego, secándose la boca con el revés de la
mano, volvió a sus anafes y a sus sartenes.
Paco abrió el ventanillo del patizuelo, y los aro-
mas del naranjo en flor inundaron la estancia. La
Pura, sin cesar de comer, reanudó su charla :
—Así pasé del tablao al teatro. Algunos pinto-
res españoles, a quienes serví de modelo en París,
Barcelona y Madrid, me enseñaron a vestirme y
peinarme para la escena como la3 majas de rum-
bo deGoyB. y Fortui^y , ¡ Lo que saben esos tíos 1
El figurín para el traje que me vestí anoche me
lo dibujó un pintor vasco muy joven, que, a mi
modo de ver, les va a quitar los moños a todos.
Yo nó chanelaba mucho entonces de pintura;
pero, cámara, los lienzos de aquel tío me tiraban
de espaldas. Es un chico muy salao y un artista
de una vez. Siente y expresa lo andaluz en su pin-
tura como, por instinto, lo siento yo y quisiera ex--
presarlo bailando. Con él hablamos mucho de V
cante y baile, de toros y procesiones. La Andalu-
cía de pandereta lo apesta lo mismo que a mí.
Y tiene en muy poca estima a los artistas que la
pintan con agua de rosas y jarabe. Es una cosa
muy rara, no te lo pddría decir. Él ve pintando
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CARLOS R E Y L E S
los colores que yo bailando veo. Lo andalu z es
para él rojo, negro y amariyo; para mí, sangre,
pasión y sol embotellado. Cuando bailo pienso que
soy no una mujer, sino la misma Seviya: un na-
zareno, un torero, una maceta de flores, una caña
de manzaniya y una gcúchí con navaja. Y venga
\de ahí. "^"^^
—Tienes mucha gracia, Puriya — exclamó Paco
riendo — » Nada más lejos de lo andaluz que la An-
dalucía de cromo. Tu baile habla de la otra, de
\la honda, de la Andalucía que lo es todo a la vez,
triste y alegre, fanática y descreída, orguUosa y
humilde, mística y sensual, pobre y rica. Ayer,
justamente. Tabardillo, que tú conoces, y Cuenca,
a quien le llaman el pintor de la España negra,
hablaban de eso en mi mesa del café. Cuenca,
después de verte, dijo que serías la doctora de Avi-
la del tahlao,
— ¿Y quién es esa señora?
— ¡Santa Teresa, chiquiyal...
— ¡Vaya con Diosl...
— Y, burla burlando, dijo verdad. Tú quieres
manifestar claramente lo que los otros sólo mumu-
ran ; tú intentas darle al baile su significación to-
tal ; expresar, por medio de él, la pasión y el sen-
timiento del pueblo andaluz ; mostrar su alma tor-
turada y gozadora, ulcerada y florida...
— Eso, eso...
— Y sin quererlo vas a dictar en el arte Reglas y
a fundar órdenes como la Santa en la religión.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— Pero qué bien hablas, Paco..., ni Castelar.
— Repito poco más o menos lo que ¿ecí^ el pin-
tor.^
— ^Ya ardo en deseos de conocerlo. ¿ Me lo pre-
sentarás, verdad? Con los pintores hago. muy bue-
nas migas. Me gusta verlos trabajar y discurrir
sobre su arte. La mayoría son chalaos. En el ta-^
11er (Jel vasco pasaba yo muy buenos ratos. Le
serví de modelo para una Carmen que vendió muy
bien. Y ¡que aprendí poco oyéndolo hablar 1 Yo
no tenía idea siquiera de las majas y las manólas
de antes, ni de los bailes antiguos,, como el bolero
de Antón Boliche, en el que tanto lucía la Caram-
ba; el zorongo, caballo de batalla de /la Mariana
Márquejfc ; el ole, la zarabanda^ el vito,' ni, .sospe-
chaba lo que era arte. Escuchándolo y mirando
sus cuadernos de apuntes y colecciones de retra-
tos, dibujos y estampas, se me ocurrió la ide^, de
trajear castizamente mis bailes y llevarlos a 1?^ es-
cena con el aparato que eso requiere. Así 1q hice,
y me salió al pelo. Pero yo soy muy amhi/6^silta,>
Paco,' y quiero más--confesó mirando ^1 trasluz
el sol jerezano — . Quiero hacer de cada baile un
cuadro, lo que llaman por allá un balé, y de cada
cante una interpretación coreográfica con su deco-
rado propio y música típica. ¿ Chanelas ? ...
Imagina lo que sería interpretar ^ bailando el alma
de la saeta, mientras desfilan por las calles obs-
curas de Seviya los Pasos, los nazarenos, las mu-,
chedumbres; mimar la malagueña en un patio
.65 •
C. RwYi.híi: El embrujo de Sevill:', 5
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CARLOS R E Y L E S
andaluz ; la soleá, en la cocina de un cortijo ; la
seguiriya en una barraca de gitanos. Calcula lo
que podrían ser las decoraciones, los trajes, los
bailes y la música. ] Una cosa tremenda, como di-
ce mi pintor, tremenda ! Yo lo veo, ¿ sabes?, lo veo
como ahora mismo te estoy viendo a ti. Un día
de éstos te mostraré algo de lo que he pensado
para la malagueña. ¡ Ay, Paco, si yo pudiera bai-
lar lo que tengo aquí!— concluyó,- poniéndose el
índice en la mitad de la frente.
— Estás hecha una artistaza, Puriya. ¡Qué fue-
go, qué pasión, qué fiebre I
-—Qué quieres, Paco, «La fuente vieja se ha al-
borotao.» Algún día había de ser ; el que tiene
un duro, lo cambia. No creas, los del tablao so-
mos grandes artistas, muy grandes, pero con muy
poco pesqui. No sabemos na de na. Así y todo
algo siempre se inventa. Mira el cariz que está
tomando el cante y el baile.
— Lo que no comprendo es cómo, acariciando
tales propósitos, has vuelto a España y al tablao.
— Pues para refrescar mi baile, empaparme bien
del asunto, y pasarlo vivito y coleando del café al
teatro. Ya he formado mi cuadrilla ; tengo tocaor,
bailaor, cantaor. Ahora me falta un músico y un
cagatint as que sepa escribir lo que yo piense. En
esta vida hay que hacer algo gordo, Paco; tener,
como quien dice, una ilusión, un deseo grande,
una chalaura cualquiera que te haga andar pa lan-
te. ¡Si vieras cómo son por allá! Todos tienen
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
SU chalaura; todos quieren ir lejos, cada cual en
lo suyo. Nosotros, no, y por eso nos vamos que-
dando atrás.
Trajeron los dorados buñuelos. Paco ordenó que
le sirviesen a Covacha lo que apeteciera. La Pura
siguió hablando de sus fantásticos proyectos y él
escuchándola realmente asombrado de ver todas
las cosas que, al contacto de las gentes extranje-
ras, habían nacido y bullían en la linda cabecita
de la bailadora. Paco, como la generalidad de los
andaluces de sujcondición, no tenía otros propó-
sftos ni otras ambiciones que satisfacer sus gus-
tos y caprichos, y vivir lo más regaiáSiTrnente* po-
sible. Los cálcüTos^ prolijos, la actividad reflexiva,
nO" e'sfában en sus libros. No le faltaba voluntad
firme ni los arrestos que piden ciertas empresas,
pero le faltaba la aspiración superior, el estímulo
del ejemplo, el acicate de la necesidad. Era capaz,
en toda cosa de la arranca, del pronto andaluz,
pero no del esfuerzo inteligente y continuado. No
se mofaba de los propósitos levantados, pero tam-
poco los tenía en particular estima. Los grandes
afanes entraban para él en el dominio dfe las gui-
lladuras. Comprendía y admiraba la vida inten-
sa de yanquis, ingleses y alemanes, pero prefe-
ría el dej arse correr sevil lano. Había visto las
exposiciones agrícolas de Inglaterra y Francia, y
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CARLOS R E Y L E S
conocía las excelencias de los ganados y culti-
vos de los dos países, pero, por amor a la tradi-
ción y natural desidia, jamás se le ocurrió, como
no se le había ocurrido nunca a su tío, que se po-
dría cambiar el arado de madera por el de hierro,
ni las ovejas churras por las lincoln de gran des-
arrollo y espléndido vellón. Más que el resultado
económico, lo que le agradaba en las faenas cam-
pesinas era el colorido, el detalle pintoresco, la
destreza, la arrogancia. En el fondo, el afán de
perfección material y el afiebrado ajetreo de las
modernas civilizaciones, le parecían grandes ab-
surdos; las inquietudes de los buscadores de oro
o de gloria, también. Y, sin embargo, lo^ ambicio-
sos planes de la bailadora lo avergonzaban un po-
quitín, porque, indirectamente, ^ le liáclan sentir
la superficialidad egoísta y la chatura **de sus
querencias de áhdáTiT^r- Después de comer los bu-
ñuelos encendió un soberbio puro, se echó al co-
leto una caña y, con ese desenfado peculiar de los
señoritos de la nobleza, dijo:
— No sólo los del tablao, sino todos los andalu-
ces somos así, Puriya; no sabemos na de na, ni
queremos saberlo. Y todo el que nazca en esta
tierra bendita así será. Y ¿cómo había de ser de
otra manera? ¿Qué ejemplo seguir? ¿A quién
imitar? ¿A los catalanes?, ¿qué sevillano se cam-
biaría por un catalán? Por lo demás, nuestra ma-
nera de entender la vida es un perpetuo deleite,
que en otras partes se busca apasionadamente y
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
cuesta muy caro producir. Luego, ¿ por qué había-
mos de cambiar? ¿Qué utilidad verdadera po-
dría reportarnos? Aquí, el que bebe una caña
de jerez, bebe y come; el que trabaja, juega; el
que sufre, goza ; el que llora, canta. Con unas re-
jas, unos azulejos y unas macetas de flores logra-
mos obtener el hechizo que buscan, y no siemp^re
logran, las grandes capitales, con la aparatosa os-
tentación de su trabajo, su ciencia y su riqueza.
Nuestra despreocupación es nuestra miseria y
nuestro tesoro. No tenemos voluntad, pero la tie-
ne por nosotros Nuestro Padre Jesús del Gran
Poder. Dios no nos da la c iencia, per o nos da la
gracia ; no sabemos trabajar, pero sabémos"3n)^-
ntíníds. ^Oífos labrican locomotoras, nosotros, cas-
tañuelas, y como todos nos encaminamos al se-
pulcro, sería cosa de averiguar si es mejor hacer-
lo pasando las de Caín y aprisa, o lenta y ale-
gremente. ¿ Crees tú que es más útil y noble crear
riquezas que engendrar goces? ¿Que así no se
puede vivir? Infundios, así vamos viviendo muy
guapamente. Cada uno lo suyo. Somos diferentes,
pe.ro. no inferieres a^ los demás hombres. Cuando
voy en mi jaca montao o le entro a un berrendo
corto y con fatigas, no me cambiaría por el rey
de la tierra. ¿Que se perderán las colonias?, ade-
lante pon los faroles. ¿Que el mundo se hunde?,
palmas y luces. Y yo te digo, Puriya, que un pue-
blo que desprecia el pellejo, el trabajo, la riqueza
y el saber, y ama el tronío, la*^ valentía, la gracia
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CARLOS R E Y L E S
y el goce, no está de más en este picaro mundo.
Venga vino y peliyos a la mar.
— ¡Ay, Paco de mis entrañas, qué andaluz
eres I-— exclamó ella, admirando a su vez.
— Lo que tú intentas está muy bien pensado, es
una obra magna que te dará gloria y dinero. Si
en algo puedo ayudarte cuenta conmigo. En cuan-
I to a mí, te diré que si me arrimo y le doy a los to-
• ros de patas en los hocicos, como dicen los revis-
/ teros, no es por la gloria, yinp por el Parné. j Me
gusta, s(, que me toquen las palmas ; me embriaga
el triunfo, me atrae el peligro, pero sin las locuras
de mi tfo, que Dios tenga en su santa gloria, y la
ruina de mi casa, no se me habría ocurrido echar-
me al redondel. La gloria, ¡phss!, me tiene sin
cuidado. La gloría es para mí los buenos vinos,
los buenos puros, mis caballos, el desahogo de
mi casa y mil pesetas siempre en el bolsillo para
alternar con quien quiera que sea donde quiera
que esté.
— I Ole I... Pero, dime, Paco, ¿no sientes allá,
muy adentro de ti, haber dejado de ser seño-
rito?
— No — contestó él caíegóricaniente — , antes no
era nadie y ahora soy algo. El torero^ aparte de
/ ser un artista como cualquier otro y más noble
que los otros, si tú quieres, porque, arriesgando
a cada instante la vida muestra lo que valen el
coraje y la inteligencia, lo cual tiene sus bemoles,
es una cosa que ej instinto de la raza produce,
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
porque alguna neoesklad muy grande lo recl^^,^^^^
ma. Somos un pueblo macho y necesitamos emo*- |
Clones fuertes para no caer, para no bastardear-
nos. Si las viejas virtudes españolas no han muer-
to ya por falta de empleo, es quizá porque la ma-
gia del redondel las galvaniza y conserva. La bi-
zarría y la majeza, que no podemos poner en la
industria y el comercio, la ponemos en el arte tau-
rino, el más viril y arrogante de todos, arte exclu-
sivamente español coino no podía menos de ser,
siendo el más arrogante y viril, hecho con nues-
tros nervios y con nuestras entrañas, y por eso
el único que les habla al alma a todos los espa-
ñoles castizos. Lo que el pueblo adora en el ruedo
no es lo que dicen los periodistas, sino la gloria
del pasado, la bravura, los desplantes donjuanes-
cos, el tronío, el cogote tieso, la sal y la pimienta
de la razaTjSe ha dicho y repetido hasta el can-
sancio qu^no pudiendo matar herejes, matamos
toros ; que la Plaza es un trasunto de los quema-
deros; las procesiones, la encarnación religiosa
de nuestros instintos» crueles ; el cante hondo, un
derivativo de nuestra ingénita necesidad de sufrir
y de hacer sufrir. ¡Papas para canarios 1 Nos*
otros hemos inventado las corridas de toroSí^Ja^.f^Or
f radías y el arte ^^^nr^rirn ir!'X'!* Jin tfn^flmof",;;;'"^-
yos mundos qye conquistar coma.«n..la.4po€a Sk
los Reyes Católicos. Ni más ni menos, ni meno6
ni más. Mientras los otros países progresan y
se roen el alma con el progreso, y se queman la
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CARLOS R E Y L E S
sangre para obtener una cantidad de bienes inúti-
les, nosotros amasamos alegrías y fuerzas que,
llegado el momento, nos permitirán volver a ser
lo que fuimos. Cuenca asegura que la solución del
/^problema español, el ser españoles o el ser euro-
I peos, no es asunto de los políticos ni de los filoso-
/ fos, sino del pueblo, y que éste va a encontrarla,
, no en el Palacio Real, ni en los libros, sino en el
' redondel. Si el poderío de Inglaterra ha salido de
los campos de foot-bal, ¿por qué no había de sa-
lir el poderío español de las Plazas de toros?
¿Crían aquéllos acaso más enjundias y más aga-
llas que éstas? Mira, Puriya, no debemos renegar
de lo nuestro; no debemos avergonzarnos de ser
tú bailadora, yo torero. Yo siento que los dos, sien-
do lo que somos y haciendo lo que hacemos, es-
tamos muy bien, pero muy que requetebién.
— Paco, tienes la gracia del mundo.
— ¿ No te parece cierto lo que digo ?
— Vaya, que si me parece. En el extranjero sien-
to orgullo de ser seviyana y bailaora. Y entre los
hombres que traté, puedo decirte, Paco, que nun-
ca vi ningufto tan salao ni tan eche usted pa elante
como tú.
Él le cogió las manos, púsose repentinamente
serio, y, mirándola con los ojos entornados y di-
latadas las ventanillas de la nariz, dijo :
— ¿Sabes, Puriya, que te me vas metiendo en
el alma?
Ella lo miró como si quisiera leerle los pensa-
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EL EMBRUJO DÉ SEVILLA
mientos y hacerle, al mismo tiempo, una dulce re-
convención ; luego, sus párpados se cerraron lán-
guidamente, y al volver a abrirlos murmuró con
voz quebrada y cariciosa :
— Paco, quiéreme bien, ¿sabes?, bien, Paco...
Él la atrajo hacia sí, y avanzando el cuerpo
por encima de la mesa recostó la cara contra la
cara de ella. Así permanecieron algunos instantes,
presa los dos de un mareo dulcísimo.
Bebieron ; al dejar el vaso en la cañera pregun-
tó la Pura:
— ¿ Y cómo has podido cuajarte tan pronto, Pa-
co? Tú fuiste siempre muy templao; dos veces te
vi en el cortijo capotear becerros y vacas; pero
de eso a ganarse la vida con los toros...
— Pues arrimándome, Puriya. Siempre creí que
metiéndose entre los cuernos, el peligro era menor
y el lucimiento más grande. Ensayé, y salió lo
que yo pensaba. Los toros, de cerca, pueden poco.
El busilis está en meterse en su terreno. Allí, dónde
parece que está la muerte, está la seguridad. En
cuanto a lo de matar, siempre lo traje hecho. Si
entró al volapié lo hago desde muy corto y sin
ningún cuarteo, pero cuidando de empapar bien
al toro en la muleta y vaciar mejor ; cuando tira el
derrote ya estoy yo fuera de cacho. Si recibo, cito
indicándole al toro con el cuerpo la salida, como
quien va a dar un quiebro, lo traigo con la cara
tapada hasta el estoque y trato de herir cuanto
antes. Hasta los bichos más bravos, al sentirse
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CARLOS R E Y L E S
heridos, se escupen un poco o derrotan tarde.
Yo he vaciao muchos toros con el estoque.
— Y, la verdad, Paco, ¿nunca has tenido mie-
do?
— Miedo de quedar mal, si ; miedo de resultar
cogido, no. Si lo pensara, no me arrimaría. Y yo
sólo sé torear arrimándome mucho. Si me diera
por huir, me cogerian todos los toros — ^y mostran-
do la doble hilera de sus dientes anchos, pero
regulares y blanquísimos, añadió: — ¿Qué quie-
res, Puriya? ; tengo confianza en mi estrella, ade-
más de saber que en el toreo acontece lo que en el
amor: elj[ue no teme, domina siempre.
— Y ahora que hablas de amor, ¿qué hay de
Pastora ?
Una nube de tristeza ensombreció el rostro fran-
cp y radiante del novillero.
.—Eso se acabó — dijo entre dientes, y quedóse
contemplando el humo de su veguero, graciosas
espirales de las que, a cierta altura, se despren-
dían ondulantes arabescos.
— ¡Pelíyos a la mar, Paco I— exclamó la Tria-
nera, yendo a sentarse en el sofá — . Ven aquí, a
mi lado, y cántame dos coplas.
La tienda ya estaba cerrada. Las chicas se ha*
bían recogido. En la cocina, la tía Curra barría,
fregaba y lo ponía todo como los chorros del oro,
mientras el señó Bragali y su hijo, en pie, engu-
llían los últimos buñuelos. Paco cogió la guitarra,
como quien toma en los brazos a una miyei;^ la
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
sienta sobre las rodillas* Después de un preludio
muy afiligranado entró en la selva negra del can-
te, en la seguiriya gitana. Las manos pintureras
parecían acariciar voluptuosamente el mágico ins-
trumento. Tocaba como con sordina, grave, el ceño
ligeramente fruncido, la respiración contenida. El
rictus doloroso que le crispaba los labios y baja-
ba y subía los ángulos de la boca, traducían hon-
áa y sincera emoción. La Pura, acurrucada junto
a él, escuchaba con los ojos entornadosl Tan pron-
to seguía las manos magas que le arrancaban
a las cuerdas ayes y sollozos, como admiraba
por entre los cedazos de' las pestañas el ma-
chismo y el garbo del tocador. Ambos sentían el
gozo de la tristeza, la voluptuosidad de sufrir. Ex-
perimentaban, sin pensar en nada fijo y sí en mu-
chas cosas fugaces a la vez, un dulce mareó se-
mejante al del vino, y la lírica pena que ensancha
el pecho y aprieta la garganta. Y cuando él en
voz baja, redonda y melosa^ entonó esta copla:
«Desde que te apartaron
de la vera mía,
me daban tacitas e caldo, ^
yo no las quería.»
metiendo en ella las ducas que le andaban por
dentro, la Pura cerró del todo los ojos y dulce-
mente recostó la cabeza en el hombro de Paco.
Después dejó oír su temple, ronco y acariciador
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CARLOS R E Y L E S
'como el arrullo de la paloma, y mondando el pe-
cho, cantó la famosa copla de la Sarneta :
«Recuerdo cuando puse
Contra tu cara la mía
Y suspirando te dije :
Serrano, ya estoy perdía.»
Y continuaron lanzando coplas, alternando las se-
guiriyas con las malagueñas, las soleares y los po-
los, segiin la emoción del momento. De vez en
cuando bebían una caña en silencio y luego ella
tornaba a su postura y él a su guitarra. Así los
sorprendió la aurora.
Cuando salieron de la freiduría, el sol radiaba
en la ardiente turquesa del cielo. Covacha se pa-
seaba por la vereda, levantado el cuello de la ame-
ricana, las manos hundidas en los bolsillos del
abotinado pantalón. Las jacas, habituadas a hacer
largas estaciones nocturnas a la puerta de las
tabernas, dormitaban con las riendas sueltas so-
bre los fornidos cogotes, y los ríñones cuidadosa-
mente cubiertos por las mantas, dobladas en cua-
tro.
— Ahora, a San Jacinto— exclamó la Pura — ;
quiero rezarle una avemaria a la Virgen de la Es-
peranza. Es una promesa. Luego me llevarás a la
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Giralda. Tengo unas ansias locas de ver a Sevi-
ya toda entera desde lo alto; ansias de respirarla,
de bebería, de metérmela en el alma.
— ¡Caprichitos del santo!...
— Tú no sabes lo que es, para una seviyana
como yo, estarse tres años fuera de Seviya.
La manóla avanzó hacia el barrio de Triana.
Circulaba muy poca gente. Las fregonas, reco-
gidas las sayas, arremangados los brazos, barrían
las veredas ; las comadres de patillas acaracoladas
y mofíete chismeaban en las esquinas ; vendedores
de muy diversos artículos, a pie o sentados en las
angulosas ancas de los borriquillos morunos, pasa-
ban haciéndoles guiños y diciéndoles tonterías a
las domésticas que trajinaban en los balcones.
Cierto vendedor de alfajores los pregonaba con
un canto garganteao de lo más fino. Enseñándo-
selo, dijo Paco:
— Ahí tienes a Merengue. ¿No lo conoces? Es
un artista del pregón. No grita, canta su merca-
dería. Pasa todos los días por mi casa, y aunque
no se le compran alfajores, los pregona cantando,
y todo porque Covacha y Gazpacho lo jalean. No
busca los cuartos, sino las palmas. Es un hombre.
Después de atravesar el famoso puente de Tria-
na el espectáculo de las calles se hizo más atrac-
tivo, más pintoresco. Como era Domingo de Resu-
rrección, los esparteros, los albardoneros, los re-
mendones, no trabajaban en los soportales de las
casas o a la puerta de ellas, ni lucían, colgadas de
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CARLOS R E Y L E S
clavos y cordones, sus pintorescas noercaderías ;
pero las calles, limpias y blancas, las casitas di-
minutas como juguetes, las rej^ floridas, las per-
sianas verdes, las jaulas de pájaros, los rostros
rientes de los chiquillos que, por docenas, jugaban
en medio del arroyo, encantaban los ojos y re-
frescaban el alma. El coche se detuvo en la puerta
lateral de San Jacinto. La Pura se arrodilló frente
a la Virggn^de la Esperanza, obra no de Ordoñes,
como muchos aseguran, ni de Montañés, como
afirman otros, sino de alg^ún escultor más moder-
no, pues sólo así se conciba „auaJaiyÍejr|i.4í«-4»^
lo para tallarla a la mujei: de.iUl antiguo lidiador.
En el tiempo de Ordoñes y de Montañés no había
toreros de profesión. Es la Imagen venerada de los
trianeros, menos torera, sin embargo, que la sa-
ladísima Virgen. dcL. fállenmenos salerosa tam-
bién que la Macarena, pero más mujer que aque-
llas dos. Sus ojos lloran de verdad, sus labios tiem-
f blan, su fisonomía se crispa de dolor, no por el
divino esposo, sino por el esposo de carne y hueso
\ que le han traído de la Plaza con el corazón roto
, de una tremenda cornada. La bailadora sabía mu-
\ cha gramática parda, pero muy poco catecismo;
no creía en los curas; nunca había asistido, ni
aun de niña, a una misa completa; los Divinos
Oficios y los Dogmas de la Iglesia le parecían pa-
memas...; pero tenía por la Virgen de la Her-
mandad dé los Marineros una especie de supersti-
ciosa adoración, en la que entraban como compo-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
nentes principales, si no únicos, su esperanza de
mujer ignorante y su amor propio de trianera. O^
los ojos llenos de misticas lumbres y el rostro
como iluminado por dentro, contemplaba extática
a la Divina Señora. Oraba a su modo, sin plega^
rias hechas, sin oraciones aprendidas, mostrándole
a la Virgen el alma desnuda, y pidiéndole, sin
sutiles artificios, como a una madre bondadosa,
perdón y amparo. Paco la miraba con amorosa
delectación, comparando, sin querer, los ojos cla-
ros de la bailadora con los negros de la Virgen.
A la salida de la iglesia, ella, colgándose del
brazo del torero, exclamó :
— ¡Ay, Paco, no puedes figurarte lo contenta
que estoy I Es una cosa rara : me parece que acabo
de nacer.
Y luego, camino de la Giralda, muy arrimadita
a él, agregó :
— fte he pedido a la Virgen por ti y por mí, y la
muy simpaticonaza me sonreía.
— ¡Ay, Puriya, Puriya I— -exclamó Paco — , sien-
to que te voy a querer una barbaridad.
— Y yo siento — repuso ella — que te voy a dar
lo que a nadie di.
— ¿Qué es ello, Puriya?
Mirándolo con los ojos agrandados y como hú-
medos de rocío, contestó ella gravemente :
— El alma, Paco...
Frente g^ 1a g^f,\Q^ llQh ^ I^ Catedral, levan-
tada con el soberbio ánimo de que las edades futu-
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-^ CARLOS RE Y LES
ras tuvieran por locos a los autores de tamaña em-
presa*.-se* imaginaron que estaban al píe^3e una
montaña toda entera tallada como una piedra pre-
ciosa ; mas presto sus miradas se prendieron a la
torre galana y ascendieron por ella, deleitándose
en la contemplación de los balconcillos de mármol,
graciosos ajimeces y ajaracados atauriques que la
adornan y le ponen como una salerosa mantilla de
maja. Luego, cogidos del Brazo y de üh tiróriT^-
iSierón hasta la plataforma del último cuerpo gre-
corromano, embebeciéndose allí en la contempla-
ción del apretado caserío de la capital andaluza
con sus callejuelas tortuosas, vetustos alminares,
conventos sombríos, jardines risueños y lejanías
y horizontes que le cantan al espíritu una evocado-
ra canción. Llena de infantil alborozo indicaba la
Pura, con el brazo tendido, los edificios, los luga-
res y los panoramas que iba reconociendo :
— ¡Mira, Paco, los Alcázares, Ja n _ pobre s y ce-
ñudos por fuera, tan ricos y risueños por dentro I
¡T^anConjaT^reserTaSET^
una viuda vestida a la inglesa ; la Fábrica de Ta-
bacos, donde estuve dos años tragando polvo, y
allí, San Telmo, con su soberbia portada, que le
va al edificio como a la cabeza de las mozas la
rumbosa peina ! ¡ Mira, mira el puente de Triana I
¡Ay, qué bonito!..., y los borriquiyos que van y
vienen cargados de todo. ] Ellos son los que hacen
y deshacen a Seviyal ¡Pobreciyos, tan duros, tan
pacientes! Desde ese puente, más de una vez.
So
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
cuando anduve pasando hambre y fatigas, pensé
tirarme al río. Y ¿a que no sabes por qué no lo
hice? Pues porque comprendía que te tiraba y
que algún día... Mira la torre de Santa Ana, el
rojo frontis de San Jacinto, rojo de vergüenza de
verse tan feo, y allá lejos los pueblecitos de Coria,
Gelves, San Juan de Aznalfarache, Castilleja de
la Cuesta, Camas, y, a la derecha, Santíponce...
— Es verdad que me tirabas — interrumpió Paco,
pasándole el brazo por la cintura — ; pero no lo
sabía. Cuando te fuiste de Seviya lo supe. Me
faltaba algo, andaba como sin sombra, y si co-
gía la guitarra y cantaba, era pensando en ti.
La bailadora respiró una gran bocanada de aire
y, cerrando los ojos, murmuró :
— 4 Ay, Paco, qué bien se viaja en primera!...
— ^Te quiero, Puriya— exclamó él oprimiéndola
dulcemente.
— Yo también a ti, Paco— suspiró la moza.
Luego, abriendo los ojos, y como poseída por
súbita inspiración, no ajena quizá al N. P. U. que
habían bebido, agregó parpadeando mucho :
— ¡ Tú torero célebre, yo bailadora de rumbo !
Seviya es nuestra, Paquiyo. Tendida ahí nos abre
los brazos. Vamos a conquistarla, a hacerla vibrar
como una cuerda de violín, a quitarle las mordazas
que no la dejan decir lo que quiere, a embriagarla
y a emborracharnos con los propios zumos de ella.
¡Ay, Paco de mis entrañas!, qué cosas te diría
ahora mismo si supiera hablar, y supiera lo que
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C. RiTLSS: Bi tfkkrujo d* Snilla, 6
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CARLOS R E Y L E S
sabes tú de los sucesos de otras épocas! Lo que
dice ese Alcázar, ese Archivo de Indias, esa Torre
del Oro, esos alminares de las antiguas mezqui-
tas, esta catedral famosa, que encierra tesoros, ese
caserío de gente pobre .y de jjelo en pecho, aque-
yas dehesas amariyas donde pasen los toros bra-
vos y aqueyas huertas siempre verdes, donde se
dan los naranjos y los limoneros.
f' — ¡ Tierra rica y tierra pobre ; tierra alegre y tie-
rra triste; tierra de hechizos incomparables y de
j_ realidades sórdidas! — añadió Paco vibrando a su
vez — . Mirándola contigo desde estas alturas la
veo como nunca la vi, Puriya. ¡Cuántas cosag,
'""cuántas cosas!...; los Sultanes, los Reyes, los
Conquistadores, los majos, los claveles, los tore-
ros, la manzaniya, las soleares, Don Pedro, Don
Juan... Aquí oró Colón, allí murió Hernán Cortés,
más allá está enterrado Guzmán el Bueno, en
aquel sitio escribió Cervantes «El Quijote», en
'aquel otro hajjitó Santa Teresa. ¡Vaya canela y
/ venga gloria TEn Sevilla todo es así, todo habla al
alma y a los' sentidos, todo es hechizo, sortilegio,
, encantamiento jMuere un bandido, y el escultor
Gijón hace delS un maravilloso Cristo, que el pue-
blo reconoce y llama por su nombre : el «Cadho-
rro» ; las niñas ponen unas macetas y unas jaulas
en los balcones, y, como por arte de magia, true-
can en alegría la miseria de la ciudad ; los vinos de
oro convierten la pena en fiesta, el lloro en canto,
el canto en lloro. Sí, aquí todos son círculos má-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
gicos : el sol, la& calles embrujadas, los patios
soñadores, las coplas quejumbrosas, las procesión
nes trágicas, los tablaos dislocadores, tierra gorda
en la que florecen todo el año los claveles rojos
de la pasión y del salero. Y el más grande de to-
dos los círculos mágicos ése que ves ahí : la Plaza
de Toros, el redondel divino. Míralo : la arena
amarilla parece un topacio luminoso, y ese topacio
es un crisol donde se funden y aparecen, limpias
de escorias, las broncas virtudes de la raza ; un mis-
terioso espejo, un espejo brujo en el cual los es-
pañoles nos vemos como quisiéramos ser, como fue-
ron los Grandes Capitanes, los Conquistadores, los
Misioneros... Dentro de algunos días me verás ahí
jugando con la muerte, mostrándoles a catorce mil
espectadores la hermosura del valor. Tienes razón,
Puriya : Sevilla nos tiende los brazos ; vamos a
conquistarla* A tu lado me acometen ímpetus de
hacer cosas grandes, barbaridades gordas. Tú tam-
bién eres un embrujo, Puriya.
— Hagámoslas, Paco.
— Hagámoslas, Puriya, y la primera será querer-
nos una barbaridad.
Esparciendo la mirada en derredor, exclamó la
bailadora con el pecho agitado y los ojos llenos de
lágrimas :
— ¡Paco de mi vida! ¡Seviya de mi alma!...
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IV
EL recinto formado por el hueco del tablao y el
muro del corredor que pasaba por detrás del
tinf m(K) y conducía a las dependencias del café, lo
llamaban ora la saleta de los artistas, porque alli
se reunían éstos antes de dar comienzo el primer
cuadro, ora el dormidero de las brujas, porque en
él se refugiaban las mamas que acompañaban a
sus hijas, bailadoras o cantadoras, al café y les
servían de dueñas y criadas. El Pitoche , con la ca-
beza caída sobre el pecho, se paseaba por el corre-
dor. No había podido hablarle a la Pura la noche
del estreno. Mientras bailaba, no lo miró ni una
sola vez ; parecía no haberse dado cuenta siquiera
que él, su antiguo ^acK ó, estaba allí haciéndole pal-
mas y jaleándola, y eso le mortificaba grandemen-
te. Su amor propio de hombre favorecido por las
hembras y habituado a que, como artista, sus co-
legas le rindieran parias, sufría de aquella falta de
consideración y acatamiento, sobre todo por venir
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CARLOS R E Y L E S
de la que fué, más que manceba, una cosa suya,
algo así como un utensilio de su uso privado. La
aparición de la Trianera, toda enjoyada y resplan-
deciente de hermosura, le produjo la impresión de
un r^^«^j[;j|lpp »" mmUnr^ An\ pnr^p Quedóse sus-
penso, alelado, contemplándola sin creer casi lo
que sus ojos veían. Luego el arte y el éxito de la
bailadora concluyeron de deslumbrarlo y removerle
en los pliegues más recónditos del alma los rescol-
dos del viejo amor, los légamos del antiguo cari-
ño, fangal que de nuevo daba flores, metiéndole en
él corazón además, con el desvío, desazones y re-
concomios que el Pitoche no conocía.
Esa noche bailaría la Pura en el primer cuadro
y en el último ; debía, pues, llegar temprano. El Pi-
toche la esperaba fumando ávidamente cigarrillo
tras cigarrillo, arqueadas las cejas, sombrías, como
envueltas en crespones las miradas, desencajado el
rostro negroso y cenceño. Un sofá de crin, una vie-
ja mesa redonda de caoba enchapada y varias sillas
pintadas de verde con florecillas rojas amueblaban
la saleta. Clavados sobre uno de los tabiques del
tinglado, que era de madera sin cepillar, veíanse
numerosas fotografías de artistas flamencos anti-
guos, algunos de ellos desaparecidos ya, como los
bailadores Perrendengue y Miracielo, los célebres
cantadores Curro Pablas y el Canario, muertos a
manos airadas, y el no menos célebre tocador Pa-
quirriqui, fallecido en el Saladero; otros de aque-
llos personajes vivían enterrados en los hospitales,
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
los manicomios o los presidios, epílogo frecuente
de la vida picara, y los más arrastraban una e^cis-
tencia miserable, después de haber conocido la
abundancia y el triunfo. El amor de la juerga, la
imprevisión y la carencia absoluta de las cualida-
des que reclama la lucha económica traían irremi-
siblemente para todos el mismo y triste fin. Orna-
ban el tabique opuesto los retratos de los artistas
modernos que habían pasado por <(E1 Tronío»,
entre los que figuraban, rodeando a Silverio, rey
de las seguiriyas y dueño del café, el Breva, Cha^
con, loco Mateo, Chato de Jerez, Fosforito, y tam-
bién algunas cantadoras de fuste, como la dulce
Conchilla la Peñaranda, la bravia Andocda^ la
arrebatada Sarneta.
El Pitoche se detenía frente a ciertos retratos, los
miraba un instante, como interrogándolos, y tor-
naba a sus paseos. Cuando oyó la voz de la Pura,
que entraba conversando con la doméstica, le dio
un vuelco el corazón. <(¡ Mardita sea mi arma ! ¡ A
que se me va a trabar la lengua I», se dijo, salién-
dole al encuentro, mientras trataba de recordar las
chuscadas que tenía pensadas de decii-le para ha-
cerla reír y desarmarla.
—I Hola, Pureta ! Benditos sean los ojos que te
ven tan guapa, tan salerosa, tan... — y se interrum-
pió, porque la mirada glacial de ella lo hizo como
caer de las nubes. Cambiando de tono pudo aña-
dir tartamudeando — : Quería saludarte, darte la
bienvenida.
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CARLOS R E Y L E S
— Gracias, me alegro de verte bueno — contestó
la bailadora sin detenerse, y siguió adelante, en-
trando luego en el camarín que le habían desti-
nado.
Ninguno de los otros artistas gozaba de ese inu-
sitado privilegio. Frente al espejo que había en la
saleta, un espejo de luna empañada y marco de con-
cha, se arreglaban el peinado y ponían polvos las
mujeres, y esa era toda la compostura de que ha-
bían menester, porque no usaban adobes, cebillos
ni coloretes, y venían de la calle ya vestidas, disi-
mulando con el mantón la pollera de amplia cola
y jacarandosos volantes. Los hombres, aunque pre-
sumidos^ no se miraban al espejo siquiera.
«Me ha dfcspreciao», se dijo el Pitoche, y ru-
miando su despecho fué a sentarse en el sofá, fren-
te al camarín de la bailadora. La puerta había que-
dado a medio cerrar, y los ojos del cantador reco-
rrieron atónitos los muros de la alcoba, recién en-
calados y ornados con grandes cartdes en colores
de la Pura, panderetas pintadas y rumbosos man-
tones de Manila. En medio del lienzo de pared que
divisaba veíase una psique de tres lunas, entre un
diván muy bajo, cubierto de muelles almohadones,
y un tocador muy cuco con neceser de plata.' Sobre
el pequeño mueble, dos búcaros de cristal tallado
contenían claveles y rosas. La Pura sentóse frente
a la mesilla y empezó a pulirse las uñas, mientras
la criada disponía sobre el diván el traje de raso
amarillo y negros madroños, y la mantilla blanca
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
que iba a lucir la bailadora en las sevillanas del
primer cuadro.
El Ñañe, vestido de moños, entró y la saludó
respetuosamente. Ella lo examinó de pies a ca^
beza^ hizo que se pusiera el calañés, que el baila-
dor traía envuelto en un periódico, y le dijo :
— Bien está, Ñañe; anoche parece que ha que-
dado usted como las propias rosas ; hoy, bailan-
do conmigo, hay que echar el resto. Sonría usted
una'miajita, haga hablar los ojos y la boca; de
otra manera, aunque las manos y los pies vuelen,
el baile resulta desaborío, patoso,.. No olvide us-
ted decirles a los de la guitarra que me toquen las
sevillanas del Reverte, y que haya arreglo y ani-
mación.
Después de salir el Ñañe cerróse la puerta. El
Pitoche oyó que echaban el cerrojo y corrían las
cortinas. El lujo, los hábitos señoriles y el re-
finamiento de la Pura lo despampanaban y po-
nían receloso. Parecíale que todo aquello la colo-
caba fuera de su alcance, que ahondaba el foso ca-
vado entre ella y él por los caprichos de la for-
tuna. El considerarse inferior a la bailadora le ha-
cía mucho daño, lo descorazonaba y encorajinaba
a la vez. I Costábale creer que aquella gachi de
tronío, que aquella hembra soberbiosa y sacudi-
da fuese la misma Pureta, dócil y humilde, que
é^ desl^onró nrímem v arroíó a^ jirrovo rjftsnii¿s
como una bota usada. Pesábale su inicuo proce-
der, no porque se arrepintiera y le doliese el mal
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CARLOS R E Y L E S
que le había hecho a ella, sino por el daño que,
sólo con desdeñarlo, podía hacerle ella a él. Sin
darse cuenta cabal del caso, le concedía el supre-
mo poder de hacerlo sufrir, y sin darse cuenta
también adoptaba la actitud sumisa del creyente
ante el ídolo que obra milagros. «Pero vamos a
ver — preguntóse fastidiado — ; ¿estoy yo chalao
por esa niña infundiosa? ¿Qué ha pasao. Pitoche,
qué ha pasao ? Ayer no la camelaba ni me acordaba
siquiera del santo de su nombre. La tenía misma-
mente borra de la memoria, y hoy... me trae de ca-
beza. Tiene gracia, hombre.» Y recordó la torpísi-
ma historia de su lío con la Pura, los malos tra-
tos que le daba y las granujadas que le hacía. Cort
todas, por temperamento y por escuela, fué el Pi-
, toche inconstante y duro. Creía, y así estaba escri-
to en el evangelio del majo, que se era tanto más
hombre cuanto más se hacía sufrir a las mujeres,
y que éstas querían más al que más tormento les
daba. Su especialísima idiosincrasia de gitano le
permitía ser, sin esfuerzo -alguno, insensible y des-
castado en materia de amores, y derrochar senti-
miento y pasión en su cante, compuesto, como él
decía, de peniyas hondas. Cuando amaba era cruel ;
cuando cantaba, ternísimo. Llamábase José UUoa,
como el famoso gitano de quien descendía, cono-
cido más generalmente por el sobrenombre de Tra-
gabuches, matador de toros primero y después ban-
dolero de la famosa cuadrilla de los Niños de Éci-
ja, un mozo crudo, que al sorprender a su esposa,
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
bellísima cantadora, en brazos del sacristán del pue-
blo, llamado Pepe el Listillo, degolló a éste y arro-
jó por el balcón a la infiel, enterrándose luego para
siempre en las broncas soledades de la sierra. Aque-
lla sañuda venganza prestábale cierto timbre y fus-
te de sombría grandeza al nombre del cantador,
y era como un abolengo de pasión y sangre del
cu^ se enorgullecía él no poco. Entre su reperto-
rio de coplas figuraba ésta, atribuida al terrible
Tragabuches :
«Una mujer fué la caus^
De mi perdición primera.
No hay perdición en el mundo
Que por mujeres no venga.»
Y tanto la cantó, y tanto le chupó el tuétano,
que hubo de parecerle, más que copla populachera,
versículo del Evangelio.
El pico de gas que tenía enfrente le ponía al
cantador una máscara de cobre y acentuaba la ex-
presión, exótica, el gitanismo de su rostro, adobado
y buido por la sensualidad y el alcohol. De perfil,
con la boca entreabierta y los párpados caídos,
aquella expresión tornábase crapulosa y estúpida.
A pesar de ello, los ojos negrísimos y aterciopeía- j^
dos, y la sonrisa de niño perdió, atraían cyno ima-^Z^r
nes las miradas de las gachisí. Tan ^teor^Bo esta-
ba él Pitoche, que no echó de ver la llegada de
Curro Arguello. Éste lo contempló algunos instan-
tes, siguió la mirada dormida del cantador, y en
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CARLOS R E Y LES
puntillas fué a sentarse a su lado. Existía entre am-
bos una de esas sombrías rivalidades que sólo se
ven en los tablaos y que, dog^eran comúnmente
en odio feroz. Frisaba XrgüeyQ/en los cuarenta^ y
sentía decrecer sus facultades. El público lo aplau-
día menos : pasaban noches y más noches sin que
la gente alegre y adinerada se lo llevase de juerga.
En cambio, no podía ir a Eritaña, ni a casa de
Juanito Castañedo, ni al Pasaje de la Magdalena,
sin oír en alguno de los gabinetes la voz de su ri-
val. A éste, como a él antaño, todos lo traían en
palmitas : los señoritos, la torería, los mozos jun-
cales. Lo que más le envenenaba la sangre era el
constatar que los admiradores incondicionales que
tenía, los que hasta allí habían preferido su cante
al de cualquier otro cantador, abandonaran sus filas
y fueran a engrosar las del Pitoche. Y se pasaba la
vida vendiéndole amistad e* invitándolo a beber
para quebrarle la garganta y vencerlo, si no con la
voz, con el aguardiente. Era jerezano, alto, fornido
y bien plantado. Se las daba de valiente; en sus
mocedades había enfriado a un prójimo en buena
ley; presumía de rumboso, calavera y afortunado
en amores, y caminaba con mucho braceo y ciertas
pausas en el andar, que eran como adornos o esta-
ciones para lucir el cuerpo. El amor propio exage-
rado y el carácter violento lo tenían siempre dis-
puesto a reñir por quítame allá esas pajas. Cuando
montaba en cólera se le escondían los ojillos, re-
dondos y negros, y le salían de la boca, desmesu-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
radamente abierta y crispada} al modo de los mas-
carones trágicos, una retahila de blasfemias y soe-
ces juramentos, en los que salían a relucir Dios, la
yirgen, los ángeles, el copón y la hostia consagra,
con el consiguiente rosario de ajos, cebollas y coles.
— ¿Con que... — exclamó de repente Argüeyo pe-
gándole una palmada en el muslo a su colega — ^a
ti también te ha dao el opio la niña de los peren-
dengues?
— ¿De qué niña hablas?; — respondió el Pitoche
fingiendo sorpresa.
— ^¿De quién ha de ser, asaúra, sino de esa que
está ahí embreta?
— Pues, mira, pensaba en eya como en el gayo
de la Pasión. Me estaba durmiendo.
— Con los ojos abiertos y puestos en aquella guer-
tecita, ¿verdad?
— Bueno, ¿y qué?
— Que te apures, vas a llegar tarde : otro gavilán
la ronda, y ése no se anda con chicas, que. les en-
tra a las mujeres como a los toros, corto y por de- ]
recho — . Y acercándose más a Pitoche, agregó — :
Esta mañana, al volver a casa, la vi pasar en co-
che con el señorito Paco, ¿estás?
El corazón del Pitoche empezó a Iqtir precipita-
damente. El otro contifiuó :
— Iban muy. amelonaditos y con cara de haber-
la corrió. Si te lo cuento es porque los hombres
nos debemos esas consecuencias. Hoy por ti, ma-
ñana por mí.
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CARLOS R E Y L E S
— Se agradece — contestó el Pitoche haciendo alar-
de de desparpajo para disimular su turbación — ;
pero no hay caso. ¿ Crees que soy como los perros,
que güerven a comer lo que han gomitao? Antes
que me parta un rayo. Tú no me has mirao la cara,
Argüeyo. La Pura me gusta muchísimo como bai-
laora ; como mujer, ni esto : no me dice na. No es
a este fraile a quien va a deslumhrar la muy pam-
plinosa con los briyos, los hunios y el postín. Lue-
go, está tan subía, que para hablarle hay que po-
nerse la banda de general.
-^Ya se ve; ¡aviyela tanta guita!... Vaya unas
arracás de diamantes, y unos brazaletes, y unas sor-
tijas que lucía anoche. Lo menos llevaba encima
cincuenta mil duros en hfiyos. Y que no eran joja-
na, ^ue relampagueaban como soles. Si se dejase
camelar, cómo te ibas a poner el buche. Pitoche.
¿ Pudiste hablarle ?
— Le di hace un instante la bienvenida, como era
mi obligación. Cambiamos sólo dos palabras, y
finiqtUtrúculis. Fuera del tablao, no volveré a de-
cirle por ahí te pudras.
—Allá tú, Pitoche. Yo sólo quería ponerte al
tanto, cumplir contigo. ¿Y será verdad que le pa-
gan veinte duros?
— Más verdad que el Evangelio.
— Y a nosotros veinte roñosas pesetas. Mira tú
lo que es tener la cara bonita y buenos trapos. ¡ Ma-
las púnalas me peguen ! ¿ Por qué no. Itítbré yo
nació mu jé?
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— Etesde hoy gano yo cinco duros — interrumpió
el Pitoche respirando orgullo y suficiencia — . Pedí
aumento y me lo dieron... por la cuenta que les
tiene.
Argüeyo pensando que él también lo había pe-
didOy aunque infructuosamente^ enrojeció de ira y
despecho.
Unos tras otros fueron llegando los demás ar-
tistas. Las mamas de las mozas traían al brazo
una canasta con la ensalada de pimientos y los con-
dumios que acostumbraban a comer de madrugada
sus hijas cuando no había invite en el café. Las
humildes viejecillas, mientras aquéllas bailaban,
cantaban o se juergaban, dormían apiñadas en el
sofáv las bocas abiertas, los brazos caídos, las ca-
bezas volcadas sobre los hombros o el pecho como
unos pobres peleles desarticulados y rotos. Alguna
de ellas habían pertenecido al tablao y conocido las
embriagueces del triunfo y del amor ; otras habían
pasado por la Fábrica de Tabacos y por muchos
oficios antes de caer en la miseria total ; las ínás
sufrían, sin quejarse, las consecuencias del egoísmo
y la intemperancia de los hombres, «que se bebían
los cuartos ganados por ellas sudando tinta, y da-
ban, en cambio, gofetás de cueyo vuelto».
Las mozas cambiaron los rebozos por los manto-
nes de rumbo y se fueron a la sala. Los hombres
las siguieron. Iba a empezar el primer cuadro.
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CARLOS R E Y L E S
Como la noche anterior, el café rebosaba de gente.
Cuenca y Pepe Míguez ocupaban la mesa de Paco.
£ste y Tabardillo, después de la corrida de esa
tarde, habían tomado el tren para Barcelona, don-
de tenían que torear. Cuenca había bebido algunas
cañas y estaba muy verboso y más parabcdano que
de costumbre. Hablaba de las grandezas y las mi-
serias de España, del renuevo espiritual de los paí-
ses que habían exahumado a Platón, del Renaci-
miento italiano, de la tradición castiga y del arte
popular, relack>nado todo, naturalmente, con los
/vastos planes que acariciaba. Se proponía, volvien-
./ do a los procedimientos clásicos, revolucionar la
pintura, y por medio de la pintura, la política, la
mentalidad, las costumbres y, en fin, la vida es-
fpañola. Para él no había pintor más grande que el
? ^jjgco, y luego, entre los modernos, Go^su» De los
I dos procedía directamente su pintura realista y mís-
\ tica a la vez, plástica y literaria al mismo tiempo ;
(pintura extraña, inquietante, tenebrosamente cari-
í catural y acerbamente crítica, que los Jurados de
las Exposiciones rechazaban y el público no com-
prendía. Vendía poco y mal. Los grandes lienzos
de la serie <( España» se iban amontonando en la
aband<>nada cochera que Paco le había cedido en
un momento de apreturas pecuniarias, y donde ef
pintor se instaló d^nitiVamente. Allí vivía con sus
lienzos como el hidalgo mandiego con sus libros.
Paco, Míguez y Tabardillo pasaban con él muchas
tardes viéndolo pintar u oyénddo discurrir, y a
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
veces le servían de modelo. La luz entraba por dos
ventanas que caían a la calle y dos anchas puertas
de tableros que daban al patio de la cuadra. Cuan-
do el sol declinaba y el ruinoso recinto se entene-
brecía, los personajes de los lienzos, hidalgos en-
golados y pordioseros astrosos, pintiparadas mar-
quesas y procaces majas, gentiles caballeros y gen-
tes maleantes de toda laya: toreros, manólas, chu-
los, guapos, gitanos, chalanes, hampones, se alar-
gaban, se movían y cobraban la fantástica existen-
cia de los engendros de la noche. En aquellas telas,
semejantes por lo caótico y dramático de la compo- '
sición a las aguafuertes (j e^Goya, predominaban los
blancos cadavéricos de Zurbarán, los negros sordos
de Velázquez, los rojos vinosos, d e Riber a, los
amarillos lívidos y las tintas violáceas del Greco.
Tanto en su técnica pictórica como en el procedi-
miento psicológico, Cuenca huía de las modas, de
lo accesorio, de lo contingente, y buscaba lo sin- .
tético del Arte y de la tradición. Del individuo le
intersaba lo típico, lo que él llamaba el ¿í5?5íLX^
t ^%tí?^-^-?9d§-^l!!?¿J^ las formas, el espíritu ;
del detalle costumbrista, lo que era revelador de
la raza. Mofábase del impresionismo, del pleinair,
del ambiente; del colorido, y pintaba como un clá-
sico, siendo, de cierta manera, moderno hasta la
medula de los huesos.
«Yo sería un hombre de otra edad^ — aseguraba — ,
un místico, un teólogo, un inquisidor, un fósil,
como casi toáoslos españoles, si el concepto épico
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C:. ^WYi.v.s: ElembujodeScvillr, 7
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CARLOS R E Y L E S
que tengo de la realidad económica y el gusto de
la acción no me reconciliasen Qon el industrialismo,
«1 mercantilismo y demás hierbas de nuestra edad
materializada..., que tiene más enjundia anímica de
lo que generalmente se cree. Eso me salva de hun-
dirme hasta la coronilla en el quijotismo y también
en el sancbopancismo de mi raza, negadora de la
cultura europea y emperrada en conservarse cerril
y mostrenca, y me convierte de horno apagado qt^
como español soy, en hoguera cuyo combustible es
la leña seca del espíritu reaccionario, y el fuego,
el amor de la vida, que siempre e^ instinto de do-
minio, progreso, creación, y, por lo tanto, fuerza
y gozo».
Estas teorías y otras más complejas y avanzadas
que el pintor se había fabricado y fabricaba diaria-
mente para su uso particular, no le impedían ser
muy tradicionalista, muy andaluz y muy amante de
/ las cosas de su tierra, sin excluir la Inquisición,
i que, no siendo católico, defendía, por haber pro-
/ ducido, según él, almas grandes y mantenido in-
; contaminada del pensamiento europeo en descom-
I posición a la mística española, «fuente adonde irían
a beber las generaciones venideras el agua pura del
renacimiento espiritual». Por un orden de ideas sin-
gularísimo, extravagante, pero no dei^ir Qvisto de
miga, este renacimiento no le parecía incompatible,
en lo esencial , con el mercantilismo y las doctrinas
filosóficas que salían de los laboratorios, de las cua-
les era él grande admirador.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Síiiij;>9t9 de la t^ir^m^ y 1^ filosofía de Cuenca era
el «Don Quijote y Sancho», tela de grandes dimen- ^'
siones, que ocupaba por entero una pared del taller. !
En ella aparecían, dibujados con singular firmeza^
y pintados tétricamente, el más quijotesco de los;
Quijotes^ el más sanchopancesco de los Sanchos, elj
más rodil de los Rodaaüíes y el más pollino de los!
asnos. Hidalgo asceta y sensualista escudero, rocín
patético y humilde borriquillo aléjanse mustios y
melancólicos de la grandiosa urbe, que se levanta
resplandeciente en el horizonte, y se internan en
las yermas soledades de la Mancha... Don Quijote
se adelanta con los ojos fijos en las desoladas le-
janías de la tierra sórdida y áspera, dojgi^e „ya no
hay gigantes que embestir, ejércitos que vencer
1m"'gaIéotes''''que"libe^^^ Sancho vuelve la cabeza
y mira tristemente la encantada ciudad, manadero
y emporio de los bienes y goces que tanto apetece.
Y aquello parece decir, en medio de un ventarrón
que golpea la faz : «la nobleza y reciura de ^a raza
es la misma ; lo que falta es la materia de la gran-
de empresa, <jue sólo creemos digna de nosotros.
El sonambulismo español, después de haber engen-
drado ilusiones fecundas y durables, no acierta a
ietenerse y hacer posada en la moderna aventura
del trabajo, cosa fútil y huidera, y, desdeñoso, vuel-
ca hacia atrás, se hunde en sí, se aferra tozudamen-
e a lo que fué. En torno suyo todo es tristeza v
desolación. El sol, que no se ocultaba nunca en
os dominios de Castilla, se ha extinguido ; ningu-
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CARLOS R E Y L E S
na estrella polar alumbra en el cielo manchado de
trágicos nubarrones ; los pueblos dormidos igno-
ran que la consigna de la civilización es producir
o perecer..., y van pereciendo. Pero el andante
caballero no se arredra y busca. ¿ Qué busca ? Una
( nueva locura, una nueva ilusión, otra Dulcinea que
) lo incite a convertir los males en esperanzas y lo
\ empuje a bregar otra vez, como él lo entiende, por
I la libertad, la justicia y el amor».
I La tela había sido rechazada en la Exposición
anual de Madrid y "exftiBlflil lUtf^U, eii suH^^ejpro-
testa, en un escaparate de la calle de Alcalá, contra
eTcual el pueblo, indignado, disparó algunas doce-
nas de tomates. Los periodistas tacharon a Cuenca
de antipatriota; los críticos dijeron que cubría sus
lienzos de betún y bermellón, a fin de que parecie-
ran algo ; mas aquel escándalo mayúsculo sacó al
j pintor de la obscuridad e hizo que los espíritus in-
1 dependientes empezaran a descubrir en las obras
del artista sevillano algo gordo, una fuerza caótica
que entraba en el arte y la cultura de España como
I un ciclón.
En algunas mesas se discutía a gritos. Las inter-
jecciones tonitruarites y los juramentos estallaban
como cohetes. La exaltación y la efervescencia de la
Plaza recorrían las calles de Sevilla entera e inva-
dían los cafés. En la discusión los rostros se con-
gestionaban, los ojos tenían fulgores de navajas,
las manos les retorcían el cuello a las palabras. A
veces, no se sabía bien si las gentes bromeaban o
s
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
reñían. Diriase comúnmente esto último si, de tiem-
po en tiempo, una ocurrencia, una salida graciosa,
una puya, que iba rodando de mesa en mesa, no los
hiciera reír a todos a. mandíbula batiente. Cuenca,
forsíando la voz para hacerse oír de su -amigo, dijo :
. — La verdadera psicología del alma española la
han hecho los maestros del pincel, y a simismo los
maestros de la pluma, que con la novela picaresca
más hondo penetraron en la entraña del pueblo^ Si
Cervantes píc¿ m¿s alto que los otros fué porque,
a fuerza de sorberle el tuétano a lo propio e ínti-
mo nuestro, reveló, no y^ la lopura españo la, sino
^^Inriira iilinjyrTIffff ^^ I^on Quijote es la visión
más profunda y completa que un artista haya te-
nido de la condición humana, de esa condición mi-
serable y divina al mismo tiempo que nos hace vi*-
vir engendrando espejismos, fantasmas y fuego^
fatuos, tras los cuales, desatentados, corremos.
Pero de ahí, y eso no lo dijo Cervantes, nos viene
nuestro mal y nuestro bien : las ilusiones nos Uei
nan de desencantos. . . y de esperanzas ; nos extras-
vían... y nos llevan a encontrar mil ocultos cami-
nos ; nos enloquecen... y nos hacen darle a la exi^
'tencia una finalidad razonada que, sin la locui
del hombre, la existencia no tendría. Sí, Pepe ;
que le da sentido a la vida y legitima las aspira
ciones superiores de la Humanid ad es la locura in
curable del ^ombre. Algo de esta concepción, que
es mía, que me pertenece y que es muy profunda,
aunque me esté mal el decirlo, la he puesto yo en
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CARLOS R E Y L E S
mis cuadros. ¿Cómo los críticos se han arreglado
para no verlo? ¿Cómo las gentes han podido no
sentirlo? Es el colmo de la ceguera y la estupidez.
Y aquella concepción trae aparejada una manera
nueva de encarar el problema del Arte y de la cul-
tura. ¿Cuál es nuestra locura y en qué concurre
y en qué no concurre a los bienes que persigue
la locura universal ? He ahí el verdadero problema
español y el tema que debemos sensibilizar los poe-
tas y los artistas españoles, y para ello hay que
empezar por hundir el bisturí en lo genuinamente
nuestro : los tipos, las costumbres y los sentimien-
tos populares. Los que quieran palpar el alma de
Sevilla sin la Plaza, el tablao y las procesiones, no
saben lo que se pescan.
Pepe Míguez torció la conversación hacia los ma-
les de España, cosa que insensiblemente los llevó a
discurrir luego sobre política. Cuenca cogió de la
azucarera tres terrones de azúcar, y dijo, sin asomos
de burlas, mientras los iba colocando sobre la mesa :
— Este es Cánovas, est e Sagasta y este Caste-
]^j^ expiic¿ las'''evolucionén5gffl «^ T ^
uno de aquellos señores, al mismo tiempo que mo-
vía los blancos cuadradillos de un lado para otro,
como si fuesen las piezas de un ajedrez.
Los artistas subieron al tablao. Cuenca interrum-
pió su interesante demostración. Los ojos claros,
que a veces parecían vacíos, se le llenaron de vi-
siones.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Después que la Pura bailó las sevillanas, con el
mismo éxito que la noche anterior las alegrías,
Cuenca, por intermedio del amo del café, la invitó
a tomar trnas Gáikusi.
— Dígale usted — aftadió — que somos los amigos
de Paco, y que yó, particularmente, tengo un re-
cado de él que darle. Es el palquillo para la corri-
da extraordinaria de mañana ; me encargó entre-
gárselo en propia mano.
Silverio volvió a p>oco acompañado de la baila^
dora, que atravesó la sala suscitando pintorescas
exclamaciones de admiración. Sin ceremonias ni
cumplidos ocupó la cabecera de la mesa, y los tres
se pusieron a charlar amigablemente. De cerca al
pintor y a Míguez les pareció la Pura mucho más
bonita f salerosa. Poseía en grado máximo esa
gracia suave y trayente que los andaluces llaman
dngelf y también mucho gancho, mucho aquel y
cierta di^inción de maneras y noble prestancia
que no dejaba transparentar en su figura lo que el
garbo tiene dé ordinario y vulgar. Su sonrisa, en-
tre angelical y barbiana, era una promesa de ine-
fables venturas. Cuenca la contemplaba con ojos
de artista, y Míguez, como conocedor que aprecia
el género. Para cada cual, por razona diferentes
y en diferente sentido, la bailadora se les antoja-
ba una cosa única, utláí norma, más aún, una en-
telequia. Ella se dejaba admirar sin coquetería ni
turixición, como mujer acostumbrada al homenaje
y rendimiento de los hombres.
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CARLOS R E Y L E S
Cuenca, después de darle el palco, le dijo :
— Cuánto he gozado hace un momento viéndola
a usted bailar 1 Sus sevillanas son tan originales
y sabrosas como las alegrías con, que nos regaló
los ojos ayer. ¿ De dónde ha s^ca4o usted ese sen-
tido profundo del baile andaluz?
— No lo sé. Probablemente, de, ver a las gen-
tes andar, y también de oirías discurrir. Lo sien-
to así : siento que somos. , como bailamos, y que
cuanto más se diga bailando lo que somos tanto
más hondo y mejor es el baile.
— Justo ; yo, después de observar, leer y meditar
mucho, he llegada a la misma conclusión. Es ad-
mirable cómo su instinto de artista ha ido recto
y rápido a lo que yo di tantos rodeos pa^a encon-
trar. Sí, el baile andaluz muestra lo que son los an-
daluces. Interpretado por usted, muestra mucho
más : es un tratado de psicología ; muestra no sólo
lo que son, sino lo que quisieran ser los andaluces.
A su escuela, Pura, iremos todos los artistas. Ayer
se lo dije a Paco : usted será la doctora de Avila
del tablaiQ.
-r-Me lo contó, tiene gracia — contestó la Pura
riendo—. ¿ Y no le dijo algo sobre mis guiyaduras
de bailaora?
Al reír se le formaban dos g^racipsos hoyitos en
las mejillas. «De buena gana n:ie ahogaría yo en
esos pocitos», pensó Míguez notándolo*
— Hoy h^Uümos en la Plaza entre toro y toto.
Interpretar bailando el alma de la saeta, de la so-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
lea, dé la seguiriya... Puede resultar estupendo.
¿Cuándo nos va a mostrar algo de eso?
— Cuando usted quiera ; el día que visite su ta- *"
Uer. Paco pronodtió llevarme ; pero antes de hacer-
lo quería yo recibir su invitación. ¿Me invita
usted ?
— ¡Vaya si la invito; y si me atreviera!...
— ^Me pediría usted que le sirviese de modelo, \
¿eh? Es la de todos los pintores. Bueno, •con- i
cedido.
El rostro de Cuenca, que a veces parecía el de
un San Francisco, a veces el de un silvano, se
iluminó.
— ¿ Verdad ? ¿ Cómo pagarle a usted tan grande
favor? Para el cuadro flamenco que estoy pintan-
do me hacía, falta la bailaora arquetipo. Usted me
cae como llovida del cielo.
El Pitoche pasó y volvió a pasar, procurando
atraer las miradas de la Pura. Se había puesto un
temo flamante y estaba muy currutaco. Pero ella
hizo que no lo veía, y él concluyó por sentarse allí
cerca en la. mesa de unos amigos que siempre lo
invitaban. Míguez habló de la corrida, haciendo
grandes elogios del diestro cordobés, que se habia
llevado en el pico al sevillano. Como Cuenca, era
muy entendido en materia de toros, pertenecía a
la Sociedad de «La Garrocha», y tenía fama de
buen caballista. Desde pequeñito acosaba en las
tientas de la casa ; peno sólo como div^rs«5n le
gustaban las faenas camperas. Lo que tocaba real-
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Á
CARLOS R E Y L E S
mente a la administración y negocio de la dehesa
no lo divertía. Y el divertirse constituía para él la
cosa más importante y el objetivo más serio de la
vida. Había recibido, a la muerte de su madre, al-
gunos dilatados olivares y tierras de labranza, que
D. Antonio administraba, y cuyas rentas se gasta-
ba él alegremente con toreros, cantadores y gachís
de tronío. El haberse educado en Alemania no le
impedía ser uno de los más flamencos señoritos se-
villanos. En el .ex,t ;;anjero, por reasd í^n contra el
ambiente sin luz y sin alegría, se acentuó su anda-
lucismo. Su habitación de estudiante estaba llena
de revistas taurinas, cromos de escenas andaluzas,
panderetas y castañuelas, y aunque en Sevilla no
había usado jamás capa ni navaja, las usaba en
Berlín para dislocar a las grechens, según decía. A
veces salía a caballo de ancho; marsellés de code-
ras y sajones. Vivía en broma : se burlaba de todo,
y sólo atendía las observaciones y los consejos de
Pastora, su hermana, y Rosarito, su novia, por
las cuales sentía entrañable cariño y una especie
de religioso respeto. Los profesores y los estudian-
tes lo tenían por medio loco, pero lo estimaban,
porque en el fondo, era un muchacho de exce-
lente corazón y muy mano abierta.
La bailadora lo oía con grande atención.
— ¿Y cree uáted — le preguntó inquieta — que
junto a ese coloso quede bien Paco? Ardo en de-
seos de verlo torear y a la vez quisiera que ese
día no llegase nunca. Paco tiene mucho amor
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
propio, y Seviya tiene los ojos puestos en él. To-
dos son^ a encelarlo, y temo que, por no dejarse
quitar las palmas, haga alguna barbaridad.
— De eso esté usted segura — aseveró Míguez — ,
barbaridades las hará. Considere lo que represen-
ta para él la corrida del i8. Es la primera vez
que torea aquí ; toma la alternativa ; se juega el
porvenir; debe probar que las trae; que no son
infundios de los amigos lo que se dice de su va-
lor temerario. Por mucho menos se echa Paco a
lo hondo. El Califa es un torerazo, pero el toreo
de Paco no tiene comparación con ningún otro.
Haciendo lo que él hace, lo suyo, nadie puede
quitarle las palmas.
— Tengo un miedo atroz...
— Nosotros también. Siempre que torea nos
pasa lo mismo. En la Plaza estamos con el Je-
sús en la boca. Cuando entra a matar cerramos
los ojos. Nos parece verlo ya dando volteretas por
el aire ; pero los toros no lo cogen y le salen de la
mano rodando como pelotas.
Dio principio el segundo cuadro. La Pura se-
guía el espectáculo embebecida, Al ofr el temple
del Pitoche^partó los ojos del tablao y los puso
en el suelo. Cuenca notó que el pecho de la bai-
ladora subía y bajaba aceleradamente. No podía
remediarlo ; la voz del cantador, preñada de so-*
Ilozos, la conmovía. Quería no oír y escuchaba,
escuchaba sintiendo ya violento encono, ya pie-
dad ternísima. El Pitoche lanzó su copla nueva :
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CARLOS R E Y L E S
«Si me trataras de nuevo,
¡ Ay ! , no me habías de conocer.
Que tengo distinto genio
Y otro modo de querer
Más cariñoso y más guano.»
La Pura sintió que todas las miradas se clava-
ban en ella. Por decir algo, afirmó :
— Este muchacho ha ganado mucho cantando.
Y ocurriéndosele que quizá tuviera el desahogo
de pretenderla nuevamenté7 frunció el ceño y su
alma se llenó de secura.
Cuando descendieron los artistas del tablao, la
Pura se despidió de Cuenca y Míguez para ir a
vestirse, y pasó junto al Pitoche cual si estuvie-
se a mil leguas de él. Mirándola alejarse, dijo
Cuenca :
— Mira qué andares, Pepe. ¿Cómo no ha de
ser un prodigio bailando la mujer que anda así?
¡Y cuántas cosas de nuestra historia y de nues-
tro carácter dice ese andar, gracioso y retador!...
Pensando en que la voy a tener de modelo, las
manos me tiemblan. Siento, Pepete, que voy a
dar una nota aguda. Veremos si el público se en-
tera, por fin, de que es un tenor el que canta — . Y
después, pensando en el poco éxito de sus cua-
dros, agregó con resignada tristeza : — Mas no, no
se enterará.
Estaba todavía ba>o la deprimente impresión de^
su último fracaso. La ceguera, la mala f e y l¿e a
estupidez radical e incurable de los críticos, phomr*
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
ticularmente, lo ponían fuera de sí. No alcanza-
ba a comprender cómo podían ser tan ignaros,
tan obtusos, tan alcornoques. <(Que discutan la
calidad de mi pintura — decíase — , está en el or-
den ; qué les irrite la acerba crítica que entrañan
mis telas, lo comprendo ; pero que no sospechen
siquiera los valores estéticos y los elementos mo-
rales de que rebosan, es un summum que no me
cabe en la cabeza.»
El Pitoche dejó pasar alguno^ minutos y luego
se escurrió disimuladamente por la misma puer-
tecilla que había desaparecido la Pura. Las pala-
bras insidiosas de Argüeyo le escocían, irritaban
el deseo, que de súbito se tornó imperioso, de
hablarle a la bailadora y hacerse escuchar de ella.
¿Qué iba a decirle?, no lo sabía bien. Lo único
que sabía era que necesitaba hablarle, desahogar-
se, echar afuera los reconcomios y entripados
que le andaban por dentro y le hacían mucho
daño. La idea de llegar tarde acallaba las protes-
tas de su orgullo y lo ponía en el disparadero de
cometer toda suerte de disparates e ir a Roma por
todo. La Pura acababa de sentarse frente al toca-
dor cuando el Pitoche, muy pálido, apareció en
la puerta del camarín.
«Ya empieza el niño a meter la pata», se dijo
la Pura.
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CARLOS R E Y L E S
— Pureta — exclamó el cantador — , he corrió tras
de ti para felicitarte ; no quiero giierva a repetirse
lo de anoche, que no pude echarte la vista enci-
ma, después del último cuctdro. Tu baile, tan gi-
tano y tan fino, es el acabóse, Pureta. Les has
quitao los moños a todas las bailaoras de España.
Nadie ha dicho nunca bailando lo que tú. ]Vaya
arte y vaya calor 1 ¡Si supieras cuánto me ale-
gro!... Mismamente como si el triunfo fuera mío.
Porque yo, Pureta, te guardo constancia. He sío
mu perro, peiK) mu perro contigo, por bruto, por
ignorante, pero quererte, siempre te quise de chi-
pén, y entoavía, a pesar de los pesares... ¡Ay,
Pureta!, yo no sé lo que me pasa. Desde que te
diquelé, too aquello ha vuelto a vivir y me ahoga.
Estoy loco perdió.
Poco a poco se había ido introduciendo y
ya estaba sentado en el diván. La Pura lo oía
impasible. Sin dejar de mirarse al espejo, con-
testó :
— Te agradezco tus buenas palabras... y ahora
te pido que me dejes, porque me voy a vestir.
— Por lo que tú más quieras, Pureta, permíte-
me que te hable... Tengo necesidad de hablarte.
Tú no sabes, tú no puedes saber lo que pasa
por mí.
La Pura hizo un gesto de impaciencia, y mi-
rando al cantador fijamente, replicó :
— ^Te equivocas. Pitoche, lo sé quizá mejor que
tú. Te veo venir ; veo que empiezas a dar vuel-
IIO
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
tas en tomo mío, y como eso me desagrada pro-
fundamente, me apresuro a poner las cosas en su
sitio y atajarte el pasmo con tiempo. Aquello se
acabó y requetíeacabó, ¿sabes?. Soy otra mujer
muy distinta de la que tú conociste ; una mujer
que no e^ a tu alcance, Pitoche. Si tienes dos
dedos de frente, debes compíenderlo así y dejar-
me en paz. No quiero, óyelo bien, no quiero te-
ner ninguna clase de relaciones contigo. Buenos
días, buenas noches, y aquí paz y después gloria.
Que no se te olvide el encarguito.
— Pero si yo no pretendo ná, Pureta; sólo
quería decirte que sufro de haber sío tan charrán ;
que me remuerde la conciencia, y que no me con-
denes sin oírme. Déjame que te pida perdón.
— Ya lo has hecho ; quedas perdonado. No te-
nemos más que hablar. Con que... ahueca.
El Pitoche, palideciendo más aún, insistió :
— No tengas malas entrañas... Merezco que me
escupas en la cara, lo sé ; escúpeme cuantas veces
quieras ; dame dos gofetás ; pégame una pu-
ñalaíta en mitad del corazón, pero no me despre-
cies, porque eso no lo pueo resistir.
— ^Tendrás que resistirlo, Pitoche, porque eso
es lo único que yo puedo darte, desprecio, y eres
más que tonto si te imaginabas otra cosa.
Quedó el cantador silencioso y ensimismado al-
gunos instantes; luego, haciendo un esfuerzo, re-
puso con voz temblorosa:
— Has dicho que me perdonas y la verdad es
III
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CARLOS R E Y L E i
que me aborreces. De otro modo no me trataría!
tan malamente. Y eso no está bien, Pureta. Que
yo haya sío malo no es razón pa que tú lo seas.
Yo ignoraba lo que hacía, ¡ mardita sea mi alma !,
y tú lo sabes. Ten piedá, mu jé; ¿no ves las fa«
tigas que estoy pasando? ¿Quieres que me pon-
ga de rodiyas? ¿Quieres que bese la tierra que
pisas y trague el polvo que levantas? Lo haré
para darte satifasión.
— No se trata de eso. Pitoche ; tú estás mal de
la cabeza. Yo no quiero que te humilles, ni que
beses la tierra que yo piso, rii cosa parecida. Lo
que quiero es que no me importunes, porque se«
ría en balde, aparte de que yo no me dejaría im-
portunar. Sigue tu camino, déjame a mí el mío.
Te perdono el daño que me hicistes ; no te guar-
do rencor ; no te deseo ningún mal, y me parece
que es bastante, Tampoco te prohibo que me ha-
bles, si lo deseas, en la sala o en el tablao, pero
aquí no vuelvas a poner los pies.
— No me dejas entonces que te explique...
— No — respondió ella rotundamente.
El Pitoche bajó la cabeza; luego quiso decir
algo, no pudo, e incorporándose, salió del cama-
rín arrastrando los pies y encorvado, como si lle-
vase sobre los lomos una carga muy pesada.
La Pura cerró la puerta y empezó a desnudar-
se frente al espejo, mientras se decía : «¡ Pobre
Pitoche, qué conmovido estaba ! Me pesa haber
sido tan dura, pefo, qué remedio ; si me ablando
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
no me lo saco de encima en una eternidad. Ahora
le toca a él pasar las moras..,, que las pase». Y
cambiando de pensamientos, al contemplarse des-
nuda y apreciar la belleza soberana de su cuerpo,
añadió : «Todo esto será para ti, Paco.» I
C. Rbtlbs: El embrujo de Sevilla. ^ 8 y
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RosARiTO dejó el chocolate sobre la mesilla de
luz y corrió las cortinas de la ventana, poco
a poco, al principio, y luego de un golpe, cuan-
do se enteró que su hermano estaba despierto.
— ¡ El gran día, Paco ! ¡ Mira qué cielo, qué sol
y ni una miaja de viento I ¿ Has dormi<to bien ?
— Como los ángeles, ¿y tá?
— Yo, así, así — ^y después de besarlo se sentó
a los pies de la cama, como de costumbre, mien-
tras él se desayunaba, y añadió — : Estaba nervio-
silla. Una balumba de cosas me andaba por la ca-
beza. Pensaba en ti, en Pastora, en mí, en la co-
rrida de hoy, ¡qué sé yol... Me levanté, volví a
pedirle a la Virgen por nosotros, escuché a tu
puerta, y «desde que te sentí dormir como un bendi-
to, me tranquilicé y pude conciliar el sueño.
— He dormido doce horas de un tirón.
— i Q^^ cuajo ! Por supuesto, haces bien en te-
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CARLOS R E Y L E S
ner confianza. Yo también la tengo. Saldrás de
esta prueba decisiva como dp las otras. Tú tienes
Dios aparte, Paco. Esa idea no me deja pensar
nunca que los toros puedan darte un disgusto.
Cuando te veía en los pueblos salir de la fonda para
la Plaza, con el puro entre los dientes, y meterte
en el coche como si fueras a darte un paseíto por
las Delicias, me decía : <(La suerte y las mujeres
siempre serán de ese perdió.»
Él la atrajo hacia sí, la acostó sobre su pecho,
y acariciándola mientras hablaba, le dijo :
— ¡ Ay, qué hermaniya más zalamera tengo !
Pues mir^, cuan^ veo estos cachetes, que dan
ganas de coo^rios, y e^tft. nariz, que no se diría
sino que está a todas horas oliendo claveles, y esta
boquita, que sabe decir cosas tan dulces, y estos
ojos travijBsos, m^ digp : cpn i^na heirmantya tan
salada y qv^ tapto reza por m/, no hay desdicha
ni toro que me eche^^ mano.
Rosarito mentía. Lejos de estar tranquila, vivía
llena de zozobras y pesadumbres, que le ocultaba
cuidadosamente a su hermano. Desde que éste le
comunicó, tres años antes, su extrema resolución,
y comprendiendo cuan inútil y pernicioso habría
sido afligirse o contrariarlo, se propuso prestarle
el arrimo de amor que su instinto de mujer le de-
cía iba a necesitar el novel torero para sobreponer-
se a los sinsabor^3 que le esperaban, vencer en la
lucha y llevar a buen término su propósito. De la
noche a. la mañana cambió ; la cigarra convirtió-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
se en hormiguita ; el pájaro cantor, en mujer hacen-
dosa, sin dejar de ser por eso la alegría de la casa.
Cantaba todo el día, pero siempre mientras hacía
algo. Aminoró la servidumbre y redujo los gas-
tos, dejó de surtirse de ropas, sombreros y per-
fumes en las casas de Madrid ; renunció, no sin
pena, a su viajecito a la Corte, en invierno, y a
San Sebastián, en el verano, y por no exponerse
a sufrir un desaire o sentirse humillada, no quiso
seguir concurriendo a los bailes ni a las grandes
reuniones de Sevilla. Como Paco, dejó de hacer
visitas, pero recibía a las personas que, a pesar de
la ruina, primero, y del escándalo, después, se
mostraron deseosas de conservar las relaciones ton
ellos. Por último, le devolvió a Pepe Míguez, su
novio, la palabra de casamiento que él le había
dado. Pepe, que era muy noblote y la quería de
la entraña, puso el grito en el cielo, y le hizo mil.
protestas de csariño, pero ella permaneció erre que
erre, terminando la entrevista con esta declara-
ción :
— Seguiremos hablándonos, Pepe; pero quiero
que seas libre, que no te creas obligado por tu
palabra. Tü rto eres solo. Tü padre, aunque esti-
ma mucho a Paco, se opone formalmente a t[ue
su hija sea la novia dé un torero, y yo me figuro
que tampoco querrá para novia de su hijo la her-
mana de aquél, y aunque lo quisiera, yo, én tales
bondiciones, no lo querría.
Nada sabía Paco de todo esto, ni de otros sa-
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CARLOS R E Y L E S
criñcios de Rosarito, ni de las atribulaciones que
pasaba desde que ^1 exponía la existencia en las
'^ Plazas, para poder vivir con el desahogo de an-
tes ; pero, seguramente, lo sospechaba, porque
muchas veces, sin venir a pelo, le cogía la cara
entre las manos, la miraba enternecido, y le de-
cía con voz ronca :
— j Hermaniya, hermaniya,* tienes un corazón
que no te cabe en el pecho I La que mata toros,
eres tú, no yo.
Los paliquea a la hora del desayuno eran para
Paco y Rosarito un verdadero regalo. A veces so-
naban las once en la iglesia de San Marcos, y to-
davía estaban de charla. Paco se reía nnicho con
ella, porque tenía salidas muy ocurrentes y una
manera categórica y desenfadada de juzgar, que
movía a risa, por lo ingenua y sorprendentemente
suspicaz a la vez. Cuando hablaban de cosas gra-
ves, Paco la oía con mucha atención, admirando,
no pocas veces, la justeza con que discurría ella
sobre asuntos extraños por completo a su experien-
cia de la vida y que le hacían preguntarse a él de
dónde sacaba tanto y tan cabal discernimiento. Se
lo preguntaba, y ella le respondía siempre lo mis-
mo, señalando el corazón.
— De aquí, Paco — ^y luego explicaba^ — : Tene-
mos dos maneras de juzgar, como tenemos dos
maneras de cantar : una, de cabeza, y otra, de pe-
cho; los hombres juzgan con la cabeza y con el
pecho las mujeres. No sabemos nada y lo sabe-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
mos todo. Si no lo comprendes eres un tonto de
capirote, un lila borrao.
Después ctel chocolate, con churros, Paco apu*
ró un vaso de teche ; al dejarlo vacío en el vda-
dor, pr^^ntó:
— Siempre vas a los toros con Pastora y su fa-
milia, ¿ellos vienen por ti, no es eso?
— Ellos, no; eUa sola... — corrigió Rosarito, y
riendo del asombro de él, repuso — : Quiere darte
un apretón de manos antes de la corrida. Sábelo
todo de una vez : P^tora está loquita por hablar
de nuevo contigo. Siempre te quiso ; si ha con-
servad la amistad conmigo y me busca y me za-
randea, es por ti.
— ¿Y los chicoleos con?...
— Tonterías, ha tenido mil pretendientes, y en
serio no le ha hecho caso a nadie. Coquetea para
mostrar que tus devaneos no le dan frío ni calor,
pero a mí no me la pega. Y túj Paco, haces mal
en darle achares. Ella no tiene la culpa de lo que
piense el pa|>á, además que el papá piensa bien.
Ponte en el caso de él. ¿Qué habrías hecho tú si
mi novio hubiera salido un día con la tripa rota
de hacerse torero?
— Le habría dicho : ¡ Ole los niños barbianes 1
— {Mentira! Lo habrías enviado a tomar el
fresco.
— Eso sf que es verdad.
— ¿hó ves?... Ella no pudo hacer otra cosa que
ío que hace : tragar saliva, ¿}üercrte en silencio y
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CARLOS d^ E Y L E ^
esperar. Y aunque no me lo dice, porque es muy
orgullosa, yo sé que pasa muy malos ratos. Cuan*
do toreas^ no vive ; a cada minuta manda pregun-
tar si no se ha recibido el telegrama que tú me
pones siempre, después de las corridas^ con el fa-
moso «sin novedad)}. ¡Si vieras lo bonita que
está! Con razón la llaman, como a la Virgen, la
¡Divina Pastora. Y tú la quieres mucho, ¿verdad,
Paco ?
— No lo sabes tú bien, Rosarito-^murmuró él
cerrando los ojos*
Entró el mozo de espadas. Traía los estoques
para que el matador los examínase, como tenía
por costumbre hacerlo antes de vestir el traje de
luces.
— ¿Están bien afiladiyos?^ — preguntó Paco.
— Cortan un pelo en el aire — respondió el mozo,
y como si cumpliese una ceremonia litúrgica, so-
lemnemente, los fué sacando de la vaina uno a
uno y enseñándoselos a su amo.
Dos de aquellas hojas llevaban los gloriosos
í nombres dé las dos espadas del Cid, tantas veces
I teñidas en sangre de moros, y célebres en la His-
\toria, no sólo por lo hazañosas, sino también por
i haber formado parte de los ricos presentes que les
hizo el de la barba bellida a los Infantes de Ca-
rrión, cuando casaron con sus hijas. La más pe-
sada se llamaba Tizona y la otra Colada. A la
tercera llamábanle la Joyosa, en recuerdo de la
tajadora que esgrimió Carlomagno. El cuarto es*
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
toque era más pequeño y liviano, un verduguillo,
y así se le designaba. Paco lo usaba sólo para
descabellar. Éste tanteó el filo y luego la punta
de las pesadas y relucientes hojas ; miró si tenían
bien acentuada^ como él quería, la curva, que los
toreros llaman la muerte del estaque, y dio su
aprobación.
•^¿Qué traje estrenamos, Rosarito? El que tú
elijas me traerá buena suerte.
— El borra de vino y wo viejo ; de los tres nuevos
es el que te va mejor*
— Ya lo sabes, Gazpacho. Anda y prepáralo todo.
Roaarito salió seguida del mo2x>. El novillero
cruzó las manos detrás de la nuca, clavó los ojos
en la labrada viguería del techo y se quedó pen^
sando. La estancia amplia, sonorosa y solemne era
la antigua alcoba del marqués de Torre Cuéllar.
Los muebles que la adornaban, incluso la cama por*
tuguesa, de columnas y cumplido dosel, le habían
pertenecido. Paco no quería desprenderse de aque-
llos venerables objetos. Vendió por intermedio de
Tabardillo, a fin de completar lo necesario para
quedarse con la casa y disponer de algún dinero,
las curiosas colecciones de cacharros antiguos y
azulejos de fábrica sevillana, y los cueros de Cór-
doba que desde tiempos remotos venían transmi-
tiéndose de padros a hijos en la faiAilia ; se deshi^^-
zo también de todos los cuadros de escuela flamenca
y gran parte del suntuoso, pero muy destruido
mueblaje que adornaba la sala y el comedor, y sólo
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CARLOS R E Y L E S
se reservó lo necesario para que no quedasen las
habitaciones completamente destartaladas, amén de
lo contenido en el dormitorio del marqués. Los
pesados cortinajes y los paños de danuisco, des-
coloridos y rotos en partes, que tapizaban las pare-
des, casaban muy bien sus tonos desmayados y en-
fermos con la vieja alfombra de Alcaraz, la roja
baqueta de Moscovia de las sillas y las maderas pu-
lidas por el uso del historiado bargueño, la cómoda
italiana con profuso adorno de concha y nácar y el
escritorio salamanquino que ocupaban los espacios
comprendidos entre las puertas. En los muros
veíanse sólo dos cuadros, un Cristo del Mulato y
un monje, amarilloso y tétrico, atribuido a Zur-
barán.
Después del desayuno, en la recogida n^iá luz
de la alcoba gustaba Paco ajustar cuentas consigo
mismo -cuando Rosarito no estaba allí. En aquel
instante, como el alpinista que llega a una cumbre,
avizoraba las lejanías y los horizontes que a sus
ojos descubría el porvenir. De un vuelo había lle-
gado a la cúspide de su arte, sin recoger en el tra-
yecto recorrido, aparte de algunos trompicones y
varetazos de los toros, otra cosa que provecho,
aplausos e impresiones placenteras. La suerte le
sonreía ; la fama se le entregaba sin defensa, como
una mujer seducida; el dinero le llovía como un
maná del cielo. El recuerdo de los contrariados
amores con Pastora era la única sombra de su di-
cha y el único tormento de su amor propio. No le
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
podía perdonar a la moza que se hubiese mostrado
tan sumisa a la autoridad del padre, ni a éste que le
hubiera dicho en cierta ocasión : «Paco, yo te esti-
mo mucho; pero si te haces torero renuncia a la
mano de mi hija.» A lo cual él, que era tan
susceptible como voluntarioso, contestó secamente :
«Délo usted por hecho desde ahora mismo», y
quedaron cortadas las relaciones, que se volvieron
muy tirantes con el ganadero después del alterca-
do de marras. Dejaron de saludarse. Lo dicho por
Paco en «El Tronío» tenía irritadísimo al soberbio
señor de media Andalucía, que ponía todo su or-
gullo y hasta su honor en la bravura de los toros
que criaba. Por otra parte, ejstaba habituado a que
nadie le llevase la contra y a que todo el mundo le
bailase el agua, particularmente los toreros, por
la necesidad que de él tenían y el miedo al mal que,
si se le antojaba, podía hacerles dentro y fuera de
la Plaza. La arrogancia del novillero lo ponía fuera
de sí, y se propuso humillarlo, haciéndole públicos
desaires. Paco a éstos contestaba con otros mayo-
res, y así se estableció entce aquellos dos caracte-
> res altivos, recios y rijosos, una guerra sorda de
\orgullo a orgullo en la que el poderoso señor tuvo
la nobleza de no mezclar a Pastora ni a Pepe ni
jampoco a Rosarito, ahijada y protegida suya. Él,
4an autoritario "y duro con los extraños, era bon-
dadoso y hasta débil con sus hijos. Los quería en-
trañablemente, satisfacía sus menores caprichos y
juzgaba que por ser hijos de él tenían derecho a
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CARLOS R E Y L E S
todo. Las calaveradas y disipaciones de Pepe, lejos
de enojarlo, lo llenaban de secreto orgullo. La be*
; Ueza y la gracia de Pastora halagaban sobrema-
nera su vanidad de papá andaluz. El que todos
reconociesen que en los bailes y las fiestas fuera
siempre Pastora la primera le placía tanto como el
que sus toros quedasen por encima de los otros
en las corridas. Salvo en muy contadas circunstan-
cias, dejaba obrar a Pepe y a Pastora con entera
independencia y hacer lo que les diese la real gana.
Por eso después del altercado con Paco, no se le
ocurrió siquiera inmiscuirlos en sus cuentas con
aquél, ni la trató a Rosarito con menos cariño. Las
relaciones de familia siguieron hiendo las mismas ;
pero desde que se rompió el compromiso oficial
entre él y la hija del ganadero, Paco dejó de ir a
la casa. A hurtadillas siguió viendo a Pastora. Ésta
no se atrevía a desacatar abiertamente la autoridad
y paterna ni a romper definitivamente con el novio,
y esperaba que Paco a última hora renunciase a
sus proyectos tauromáquij^os. Cuando toreó por
la primera vez con el escándalo consiguiente, ri-
ñeron. El padre se llevó la moza a Madrid, donde
fué muy festejada y requerida por los principales
chicos de la nobleza. Pastora tuvo muchos noviaz-
gos, y Paco muchos ruidosos líos. Pasaron dos
años. Algunas veces se encontraban y no sabían
qué decirse. Pero los ojos hablaban. Paco recorda-
ba aquellas entrevistas fugaces, que sin poder dis-
cernir la causa secreta, le dejaban lleno de reconco-
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EL EMBRUJO DÉ SEVILLA
míos. Ella se hacía la ¡i>diferente y él también. El
mozo sentía que allí, debajo del corpino de raso y
encaje, latía un corazón tan altanero como el suyo.
Y por igual lo acometían ímpetus de decirle ya co-
sas dulces, ya cpsas acerbas. Frecuentemente en
los últimos tiempos, la veía en el «Paseo de las De-
licias» o en los jardines del Alcázar, donde casi to-
das las mañanas iba a pasearse Pastora en compa-
ñía de Rosarito. Paco no las detenía para darles
palique ; las saludaba afectuosamente y seguía su
camino sin volver la cabeza. Pastora palidecía y
apretaba los labios.
«Peliyos a la mar», se dijo de pronto tirándose
de la cama, y después de vestirse a la ligera, se
echó al bolsillo algunos terrones de azúcar y bajó
a la cuadra. Covacha había concluido de lavar el
coche y canturreando unas tarantas muy gargan^
teas limpiaba los coUarones de cascabeles, los me-
tales y los bordados cueros de las guarniciones je-
rezanas. El mozo de cuadra, idívahién .templándose
por lo bajo, adornaba la crin y la cola de los ca-
ballos con vistosos cordones y borlas de color ama-
rillo y rojo. Cuenca andada dando vueltas por allí
como de costumbre lo hacía todas las mañanas an-
tes de coger los pinceles. En la cqadra a esa hora
encontrábanse habitualmente los dos amigos. El
amor al caballo era otro lazo de unión entre ellos.
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CARLOS R E Y L E S
Cuenca no tenía ninguno, pero montaba los de
Paco, y los regalaba y quería como si fuesen pro-
pios.
— ¡ Hola, Cuenca 1 — ^le gritó Paco al verio. '
El pintor se acercó a su amigo, le puso las ma-
nos sobre los hombros y luego, contemplándolo un
instante, lo abrazó sin proferir palabra.
— Gracias, Jarete — murmuró Paco, comprendien-
do lo que aquella muda demostración de cariño sig-
nificaba.
Observaron un momento el trajín de Covacha ;
examinaron detenidamente el correaje amarillo y la
gala del arreo jerezano y se fueron a los pesebres,
solazándose en palmear los morrudos cogotes de
las jacas y darles algunos terrones de azúcar. Eran
cinco hermosas bestias, apenas con tres o cuatro
dedos sobre la marca, robustas de lomó, anchas de
pecho y muy finas de remos y cabeza. Todas ellas
se ataban y montaban. Dos, las que usaba el no-
villero como jacas de campo, tenían fama en los
cortijos de* Sevilla por lo valientes y bien educadas.
Con la Perica acosaba Paco sin freno ni mando
alguno, y había que ver cómo el inteligente animal
adivinaba las intenciones del jinete; cómo arre-
metía en cuanto la garrocha se clavaba en el anca
del toro, y cómo cuarteaba cuando éste se revol-
vía o se salía de entre los pitones con un salto de
costado, pero sin huir, dando siempre la cara, aun
en los casos de más grave peligro. Además poseía
Paco un potro que Brageli le estaba adiestrando.
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El. EMBRUJO DE SEVILLA
Preguntaba por el hermoso bruto cuando entró el
desbravador de vuelta del paseo que le daba todos
los días. El potro traía la boca llena de espuma y
los ijares rayados por las espuelas.
— ¿ Cómo va esO) Bragelí ? Veo que ese tunante
ya se deja pegar.
Brageli contestó acentuando cada afirmación con
un ademán.
—El caballo tiene la boca como una sea; se re-
vuelve bien ; echa atrás, da el paso de costao, pero
entoavía no conseguí ponerle la cabeza en su sitio ;
por eso no le he quitao la cerreta. Y aluego no se
eleva andando lo que él puede y yo quisiera. Véalo
usted.
Y empezó a caminarlo por el reducido patio y
a revolverlo a derecha e izquierda, explicando al
mismo tiempo los defectillos que tenía y cómo
iba a corregírselos. Brageli era un desbravador de
primera; caía en la montura con garbo; gustaba
lucir su destreza, su brío y sus hechuras, y no
hacía ningún movimiento que no acusara empa-
que, maneras, la presunción estilizada del caba-
llista andaluz, hábil, gracioso y bravo. A los dos
amigos les placía verlo correr las espuelas con los
arrestos clásicos del bandolero de Sierra Morena
y adornarse, luego de revolver el caballo, como
un matador a la salida de un quite.
. — Ahí tienes a otro artista de la bizarría y la
majeza— decíale el pintor a Paco entre burlas y
veras, mientras Brageli mostraba sus habilida-
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CARLOS R E Y L E S
des — . En este nKmiento nuestro hombre se cree
un José María, acaso e} Cid Campeador. Por sus
venas bulle ahora mismo la sangre generosa de
los caballeros, capitanes, caballistas, bandidos y
diestros que bregaron en ios cosos, los campos de
batalla, las sierras y los redondeles. No hay que
darle vueltas, Paco, todos somos unos. Nosotros
^ hemos heredado, más integralmente que otro cual-
quier pueblo de España, el culto de la valentía.
V No hay sevillano que no quiera ser valiente y majo,
sea con el estoque, las espuelas, la guitarra o la
Y^ sartén. Ese buen Brageii que ves ahí es un émulo
del conde de Pufíonrostro, del duque de Veragua
y de tu pariente el vizconde de Miranda, marqués
de Torre Cuéllar, aquél que tenía celoso con sus
hazañas en la arena al mismísimo Pedro Romero.
Mira, Paco, cómo retrepa el busto; fíjate con el
ímpetu de matón que achucha la jaca y las mira-
das de navaja fría que les lanza a invisibles es-
pectadores a fin de meterles 'bien en el alma qué él
es mucha eantiá de . hombre. Porque nosotros lo
reconozcamos, si no le dices que se apee, se va a
estrellar.
— Quieres callarte jra... — exdlamó Paco riendo — .
Si se entena Brageii te arma una bronca. ¡Bueno,
Brageii, bueno! — le gntó luego al desbravador,
que, en su entusiasmo, estuvo a punto de hacer
costalar al caballo varias veces.
Brageii se apeó; pegóse un par de tirones de
la chaquetilla con mucha sacudida de hombros, y
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EL EMBRUJO ÚS^ JS E V I L L A
¿fíÁpués tie darl^ wta' sQnom palmada ea «1 anca
át potroi (ftte iHd' ttn bote y: tomóndl ¡camíiio del
peseb>F0, fué a saluctefía^os dop amigo^.
Paico, luego de alabarle su habilidad y ofrecerie
mía topa de^Rilte f(íta mdkn el guscmoy le pre»
gfvtitó por la familia.
— Gurrá y las chicas, bien— contestó íBrageti — ;
en cuanto a la Pulida, cada vez- peor. El granuja de
Ai^üeDo, no comehto ^xm mangarle cuanto gana,
4a avergüenza en publico como mujer y como can-
taora^ la muele a golpes, y por quítame allá esas
pajas, la echa del cuarto en camisa. Ayer misma-
mente ttos^lle^ó en pafíos menores y con un ojo
negí^.
Y úoA bt maycñr naturatidad, como si se tratase
de tá odsa más corrietíte del m^undo, les reñrió mil
pofnt^inídt^ de la apertei^^ exii^encia de su hija
y del caiitador.^ Hacia diez años que vivían juntos
en una reducida y mal aireada habitación del corral
de las /a&am/te, casi exclu^vamente habitado por
artistas del tabiaé. Lo que anibos ganaban can-
tando se lo gastalia él en vino y postín, cosa que
ella encontraba muy justa porque lo quería y la
enorgullecía sobne toda ponderación que sü hom-
bre aUernase y luciese. A veces no había para el
garbanzo. La Pulida, como bt fuese dé elU fe cul-
pa, pagaba los vidrios rotos. Las tfeyertte eran
frecuentes. Oíanse juramenítos, áyes y gritos. Los
inquilinos, habituados a taíes escenas y sabiendo
por experiencia propia cómo terminaban, salían al
C. Rbtlks: El embrujo de SeviHa, 9
"^ DigitizedbyVjQOQlC
1 <:arlosreyles
:patiOi0 a^ l<!ii>,oQ^redores y had^n palmas y ruido
para qmt. la bronca no se c^^sc^ c|e$de la caltet pero
no se les pilaba por laés ,mi^ntes inmiscuirse en
los asuntos déi lAYSjimo, por aquello de cada cual
^u su c^sa y Dis^ ea ia de^<to4Q3;iEr^ la ley d^l
corral ; violarla exponía a serios 4idgu5tos ; al que
:se metía a, redentor-salí^ infeliblement^ crucifica-
do, «Ya escampa^, se jdftcíaji.al concluir la bata-
.holdj y tornaban a. sufif wevas tr^nquiliimente;vEn-
toncesrun síleiiLcio eq^traño-^- una quietud misteriosa
^reinaba en la habitacidn de^i Argüía y la Pulida,
•^spüchando atentamente percibíase s<Ho algún ca-
ricioso murmuUor Mgún desmayado suspiro, I^a
luzy contra lo ordinario, no alumbraba la estancia
hasta, la hora 4^ ir al? café r Juntos y qogidos del
brazo, como dc^ >aiBanelado$ novios, Argüeyo>*y
la Pulida^ ganaban la calle. ;Pero no siempre con-
cluían las peleas. así> Poje Ms nocb^, cuando el
cantador volvía tíoit nti^ copa de mái^i lais cosas to-
maban otro cari«. Eíiárflcundom^jo^ arrojaba a ^m
.chula- de la alcoba y cprrab^ la puerta con llave.
Ella se quedaba alíí tiritando de frío y gimiendo.
Al cabo de un buen ratOt él, Heno de magnanimi-
dad, abría, le arrojaba una manta y se acostaba
de nuevo, dejando la puerta cerrada, esta vez sólo
con el pestillo. Cuando lo sentía dbrmir, la Pulida
entraba y sigilosamente se metía en el lecho, tibio
y como ;aromado por el cuerpo del cantador. Aque-
lla tibieza, aquel aqre tufillo le producían un de-
leite punzante, áeido, que en secreto gozaba con
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EL EUrB^RU ] ai^E SÉV ILLA
fruición y -rcrgüetiza a' la vez. Pera, desde algún
tiempo á aquella parte, desde > que el Pi^pche le
quitaba las 'p^^ibas en d Uibla»^ ei fca i Aclfif de
Ai'güeyó habíase tornado tan dísoUo y agresivo,
que a 4a Ptflída le iba ya síendp imp^sibic vivir
con él. Se oótoptecía ©n ofenderla y mortificarla
en su d^Uo de mujer y ád arista, llamándola gua-
sona y patosa a cada paso, y echándole en cara lo
que precisamente el público deci^ de él: que no
tenía estilo prcqiio; que imitaba, a ést^ y al otro;
que en su canletoáa era mentira. Una vez que la
oyó canturrear distraída una malagueña del Pito-
che, estuvo a punto d^, matarla.
. — Yo estoy decidió a intervenir, y 31 yo inter-
vengo* . .— rconcluyó Brageli ,
La llegiada 4e los banderilleros de Paco I9 inte-
rrumpió.. Venian a, saludar al motoi^r ^ntes de la
.corrida. Eran dos maletiUas que antes toreaban
por los pueblos y a quienes Paco había sacado de la
obscuridad y hecho toreros. Les llamaban la pareja
relámpago porque le adornaban los morrillos a los
toros con cuatro pares, de rehiletes en un abrir y
cerrar de ojos. Bregando siempre estaban en su
sitio. Metían un capote cuando hacía falta me-
terlo,^ y no, se cansaban nunca. Iban siempre muy
currutacos; tenían sus dije;s, sortijas, botones de
brillantes, y aunque pequeños y feuchps, .presu-
mían de guapos y afortunados con las mujeres.
Cuando pasaban frente a un escaparate, ambos se
empinaban, a fia de parecer el uno más alto que
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CARLOS R E Y L E S
el, Otro. La primer vez que Paw los ^có a torear
Íes pagó veinte duiKN», una fortuna para ^Uos, que
se gastaron inmediaiameiUje en fnfe^s y calcetines
de seda. Desde, entonces vivian en el quinto cielo,
sin más preocupactón que la de ludr dentro y
fuera de la Plaza y gastar alegremíMte el dinero
que ganaban arriesgando la vida. Pero esjto último
no les quitaba el sueño.
Licuaron luego Tabardillo y su compattero el pi-
cador Alegre, a quien llamaban todos respetuosa-
áiente D. Juait, por^que frisaba ya en los cincuenta
y había sido, en sus buenos tiempos, un jinete
consumado y el pi<^dor más hábil y duro de toda
España. Era muy presuntuoso y disipado, y aun-
que estaba ya en plena decadencia y se acercaba
el día de quitarse de los toros, no pensaba en aho-
rrar para la vejez. Cuando alguien le hacía alguna
amistosa observación sobre el asunto, de un iingui^
kaífo se echaba el sombrero a la nuca, se ponía
en jarras, encorvaba salerosamente el cuerpo ha-
cia adelante y decía :
— Me gustan tres cósase el vino, el juego y las
mujeres. En eso me gasto siempre hasta la última
peseta. Y cuando se acaba el dinero, a la cara de
los toros a por él. Mientras pueda picar too irá
al pelo. Él día que no pueda, al hoyo, y que me
quiten lo baila o.
Formóse en t\ patio de la cuadra, empedrado al
modo moruno, animada reunión. Covacha escan-
ció fel viejo jerez, rojo de puro viejo, que Paco gus-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
taba tomar como aperitivo. Las diestros sólo apu-
raron una copa de aguardiente; los días que to-
reaban no: bebían.
Mata&r, nos echa» jun iwarrajo (fe Miguen; que
es como la catedral de Burgos — dijo Alegre—,
¡ Josú ! I Vayan arrobas y vayan pitones ! ¿ No lo ha
visto usted eo Tablada ?> pues en los chiqueros ps^-
reda más gfánde. Don Antonio se ha de^)^chaa a
su gusto.
— Pues verá usted» Alegre, cómo a la catedral
de Burgos t^imbién la arrastran las muías — crespón-
di6 Paco sonriendo*
— Eso lo tengo o}vidao de puro sabio.
— Lo que no debe usted olvidar, ni tú, Tabarjda,
tampoco, es que hay que volverle el palo, darle el
primer puyazo con el regatón, que será lo mismo
que arrearle una bofetada al ganadero. Así se lo
prometí y urge cumplir la palabra empeñada.
— ¡ Menudas caídas nos va a dar I — exclamó Ale-
gre — ; pero se hará lo que usted mande, mataor —
y poniéndole la mano a Tabardillo en el hombro
agregó — : i Compare, hoy se quedan las boticas sin
árnica !
Siguieron bromeando con ese buen humor un
tanto jactancioso de los placeadores que no cono-
cen aún el miedo. Aunque no ignoraban que la
corrida sería de prueba, los cinco diestros esta-
ban tranquilos y ardiendo en deseos de lucirse,
cada uno en lo suyo. El mismo Alegre, que ya
sólo picaba con muchas camándulas y echando
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CARLOS R K Y L E S
mucho palo for delante, se proponía dar esa tarde
algunos puyazos de los suyos clásicos, ccmio ha*
cía siempre, para conservar el cartel, eh las Pla-
zas (te M^rid y Sevilla, De pronto Paco se in-
corporó, cesó de reir y dijo:
— ¡Ea, caballeros r, Jja llegado la' hora de ves-
tirse. Hoy tomo la aüémativa, y quisiera no sólo
quedar bien yo, sino que quedase bien toda mv
cuadrilla. Con que... apretarse los cordones.
Unoís tras otros los banderilleros y los picado-
res, descubriéndose, estrecharon efusivamente la
mano del matador, le desearon buena suerte con
sentidas palabras y se fueron braceando y lucien-
do él cuerpo con esa soltura, presumida y gracio-
sa, que hace en Sevilla del caminar un arte sutil.
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VI
A eso de las dos empezaron a^ Uc^gar k>s amU
gos, los partidarios, los admiri^dores' que ven
nían a ver V estirse al torero. Para mUfiíos, para
casi todos ios a£qonadós^ '" eso eraí algo adí eomo.
una parte integrante^ o preáJmbiilQ de la corrida. Si
a éKno asistían, el ei^3Hectá¿alo les resultaba incom-
pleto. Pero esa ^ vez la afluencia' de curiosos era tah<^
ta, que la mayoría tuvo que contentarse eon estre*-
char la mano del señorito torero y partir. Las ha-<
Mtacíones, los cortüectores y el patio *<P€A>09abán de
gente. Diríaise que Sevilla entera, sin esLCluir a sus
autoridades, se había dadb cita allí para acompa-
ñar con sus votos al mó20 de rmnbó y de chapa
que esa tarde iba a inscribir un nombre más en
los gloriosos andes del tcMféo/de ese arte dd valor
que, según léC copla popufáfj venía del ciete^ Cuen-
ca y Mígué¿ tuvieron que hacer ilespejar la alco-
ba del antiguo marqués de Torre CuéHar' para que
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CARLOS R E Y L E S
SU descendiente pudiera vestirse. Quedaron sólo en
la pieza, por especial privilegio, los amigos ínti-
mos de la Corte y de Sevilla. Paco, que había sa-
lido para lavarse, volvió ya afeitado y peinado.
Con el impudor característico de los atletas, se
despojó de la bata y apareció desnudo. Parecía
tallado en madera dura. La epidermis morena, mate
y sin vello casi, cubría, como una malla de seda
cruda, el cuerpo fino y de músculos apenas dise-
ñados en el reposo, pero que adquirían extraordi-
nario resalte al menor movimiento. Sus amigos lo
contemplaban como se contempla a un pursang.
Gazpad^,^tímy ^lícito^ lo ayudó a ponerse la j^-
misetái di^^íjcdaí vfiilwiciána, hiégo los calionciMok
cortos de )l}ld finísimo, después las media» blancas,
sobre ellas bts de color carne y por último, las za-
patillas iiui^isasv que átó'con puotijo cuidado* í
— ¡ Vaya daneia, Patío ir-€acrti»iió D. Gaspaír e&a*
minando <»o'deleetación amorosa el' ifii;e dé htí^s
tendido^sDbre la cama-^. ¡Y eí chipote L.. ¿Quiéft
te ha bordado' esta mafaviUa, chico ?
— Una9*<monjita6, 'D. Gaspar, que me quíecen
mucho» ¿íLcígusta aiwsted?, h0y)to. estreno.
•— Es de p«riitt(»aK Si.í3Of0as domo te vistes, les
vas a quitar l«fe dmoñfeos ^í^ todos los. que gastan co-
leta. , • ' . ' i ' r .. . «.• ' ^' '
P^<>=íliQ»tfe^pí^díó*o^lft^íbiíi$^3!«híí^.í^^^ y
peliaguda .icárea de poi^erse la l^gídsima faja.
GazpachQ ;}2^ fc^a tirante por u^.^Ktremo, mien-
tras él, tgiraavdo) aobre sí, se iba envolviendo en
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
ella. A cada vitelta, a) principio, se d^twía y aco-
mcidab^ los pli^uea* Ctftando. faltaron s<Mo dos
metros di6 unas ciiantas v4ii»lta$ láRidas, sin de-
tenerse, yi la faja quedó puesta^. , j .
— ¡Ni pintada I-^-^aseveró Cuenca 4
Antes de ponerse la peaada y joyante <:ha<me-
tiUa, se cok^ó la montera, cogiéndola por Iqs bor^
Iones o machos con ambas manos, y apretando^
sela mucho. Al verlo ya vestido^ realis^d^a la esbel-
tez del cuerpo poír la seda, el oro y te pedrería,
tan arribante, ,tan, gallardo, tan majo» a D. Ga^
par se le^aptoj^ ^e jaquel |no20 era la encarná-l
ción viviente; y la cifra, de Ja gracia y del o^adii^ ,
mo andaluz; un símbolo. i^ lo más hondp y en^
jundioso del alnaa sevillana ; u;ia granazón xun>-
plida de la raz^ que.fbabia c^^P ^ niundo lo? Gon^
zalo de Córdoba, los Pizarrón los Cort^s^, y le-^_^
yantando en alto la c<5jpaí de, Jere^r que bebfca, ex-
clanaó, entre ri^u^Ap^ y cpniíxpvido : .
— P^CQ, tú vas a ^revolucionar eVafte; tú vas
a revolucionar a España; tú vas fi remover mu-
chos rescoldos de nuestra ti^^^,, y quizás hag^s
(iirotar de las cenizas alguna llama, j Salv^^/Páco !
— ¡ Bien dichp, D. Ga§par, biexi dicho— -pro-
rrumpió Cuenca radiante — . y¡o estaba pensan-
do en lomi^n^o. ¡Saluf^ Paqol
— Es rgarigjso^ ^ly yo tai^é^— añadió Mí^ez.
— Por favor, señores; no me hagan ustedes
creer qupivvoy a salvaf a España, qomo Pelaya^
en Cqypdonga. , * ""--""■'"'"' ""■ ""
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CARLOS R E Y L E S
— Hay muchas maneras de Covadongas en la
vida de un pueblo, Paco¿ En m «sfera puedes
ser, y eres ya, un hombre catastrófico. El que sólo
vea en ti un señorito torero no ve más allá -de sus
narices — repuso Cuenca gravemente.
Rosarito entreabrió la puerta de la caleta, que
separaba sus habitaciones de las de Paco, y pre-
guntó t ' ^
— ¿Necesitas algo?
*^— Sí, hertnaniya... besarte er hociquito mono.
Ahda, muéstf ameló por éhtre lafe cortinas.
— No seas guasón y ven un instante, si puedes.,
El torero salió. En la saleta encontróse de ma-
nos a boca con Pastora.
— Paco, quería desearte buena suerte, aunque
no lo mereces; yo siempre pienso en ti, con ca-
riflo, con mucho cariño. En cambio, tú...
Él la cogió las dos manos, las apoyó contra
su pecho, y le dijo, ejifórzándose pOr sonreir:
—Mira,* Pastora ,- mira cómo salta el que está
ahí dentro. ¿No 1ó sientes? Ese tac, tac, tac, está
diciendo: «Te quiero, te quiero»...
— ¡Paco, Paco!... --^murmuró ella, mirándolo
tierna y a la vez desesperadamente.
Paco comprendió.
— No, no me diga¿ nada; no ñie téconvengas
con 'esos ojos, qué meten miedo de j^uro her-
mosos. * '^ '
— ^Juegas con tu corazón y con eí mío; es pe-
ligroso, Paco. Entre la fama y yo, degistes lo
fi3
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
primero, sin necesidad, por capricho, por el
mero gusto de jugar con la vida. Ese traje se me
antoja la mortaja de aquel cariño tan grande que
nos tuvimos
Su voz era como un canto con. sordina; su ros-^
tro, el de uha Concepción de Murülo ; sü conti-
nente, el de una maja de Goya. Los ojos, negros
y aterciopelados, despedían vivos fulgores, cuan-
do hablaba, y, entonces, una onda de carmín te-
ñía la tez pálida, pálida y mate, como la hoja de
la magnolia. Las cejas, los ojos y el cabello, re-
negridos, hacían resaltar aquella extraña blan-
cura de virgen, en la que ponían los labios áé^
fresa un toque sensual.
— ¡Pastora, Divina Pastora!...
— ¡Para lo que me sirve!...
— ¿No eres dichosa?...
— ¿Y tú me lo preguntas?... ¡Qué malas en-
trañas tienes, Paco! Tú sabes muy bien que vivo
sufriendo por tí. Mira que ya no puedo más;
mira que voy a hacer una barbaridad... Escu-
cha, es preciso que hablemos. Me pasan cosas
muy graves. Ve esta noche al baile del «Círculo
de Labradores». Allí te las diré. ¿Irás?
— ¡Vaya si iré!
— Señorito, es la hora^advirtió Gazpacho des-
dé tí otro lado dé la puerta.
En aqueT Instante entró Rosarito, vestida de po-
llera dé medio paso, mantilla de madroños y gran'
peina. )unto a Pastora parecía más menuda y
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CARLOS R E Y L E S
pequeñita. Csta dijo, procurando ocultar su emo-
ción :
— Paco... — iba a decir «Paco mío», y se con-
tuvo — hasta luego. Con toda el alma te deseo
huen^. suerte.
- Rosarito exclamó, toda pálida y temblorosa:
— El corazón me dice que vas a quedar como
un Dios.
£ly sin poder hablar» les tendió los brazos a
las dos» y la^ dp§ apoyaron la cabcfza en el for^
nido pecho del torero. Jpnto^ la alcoba de Ro-
sarito, ep upa pie«^. muy reducida, se encQiUrai-
ba el oratorio, y en él penetraron las mozas. Las
largas y amarillosas velas del altar estabaii en-
cendidas. Una virgen, de talla antigua y corona
de plata, mostraba el corazón atravesado por las
siete espadas del dolor. Pastora y Rosarito, so-
llozando, cayeron de rodillas. En la lobregfuez
. solemne del recinto, los vivos chores, y la ale-
Ígría del traje andaluz, hacian que parecieran dos
ramos de flores, colocados al pie del alt^.
Entre tanto, el novillero, descendía las escale-
nas repartiendo apretones de manos. En la puer-
ta de la calle había una gran aglomeración de
gente; en las rejas y los balcones, muchas moci-
tas de mantilla y jacarandosos atavíos. Paco, con
el capote sobre el hombfQ izquierdo *y. el puro en
la boca, afectando serenidad y despreocupación,
ocupó el prinpipal asiento del coche ; a su lada
se colo^ D. Gaspar, y en los asientos fronteros
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EL RMBRVJO DE SEVILLA
Mágitez y Cuebc^. Todos sentían como un mareo
de gozo y ansiedad. Gazpacho saltó al pescante,
donde ya había colocado las espadas y los ca-
potes. Covacha, luciendo cordobés y terno nue-
vos, ^requirió el látigo de iargá tralla ; tanteó las
riendas, y el coche partió entre los aplausos y los
oks de la concurrencia. Las jacas parecían ufa-
nas bajo la gala del arreo andaluz y martillaban
el suelo con ritmo brioso y gallardo. El sol es*
plendente le ponía estofas y recaoios de oro, ya
fúlgidos, ya mates, al pelaje sedoso de los nobles
brutos; cabrilleaba sobre los bordados cueros, las
hebillas y las borlas de los arneses y extendía sobre
todas las cosas un espeso barniz de luz. Numero-
sos coches seguían al de Paco, iormando alegre
cortejo* Cuando entraron en la calle de los Reyes
Católicos^ de las floridas rejas, de las munoias que
pasaban veloces,. de los trenes, llovían oles y vivas.
El torero iba de continuo con la montera en la ma-
no, saludando. Aquella pompa y alarde de arro-
gancia, que en otro cualquier diestro hubiera pa-
recido inc^KHtuno y petulante, se lo aplaudía el
público a Paco porque había sido siempre un se-
ñorito de tronío, y era, en aquel momento, el de-
l chado del mozo crudo y además la esperanza ocul-
1 ta de Sevilla en el ruedo. Causaba gracia y emo-
I ción a una que fuera a medirse con los fenómenos
del arte, haciendo soberbia ostentación de su or-
gullo y valentía, y como diciéndoles a las gentes :
jftf^^uí va el que mete el píe y el que quita el hipo.»
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CARLOS E E Y L E S
— ¡Vaya rumbo y vayan hígados I — se d^an
los sevi)la'»os al v^lo pasar, fumaado su soberbio
•veguero,, como si tal cosa.
— ¡Arza, Perica, arza I— g^ritaba de tiempo en
tiempo Covacha, ii^ciendo restallar el íii^go. Las
niñas majas que pasaban en carroza volvían la
cabeza para mirar al torero. Algunas^ le sonreían.
Brageli, que iba a caballo^ más ufaiio >en su silla
que un emperador en su trono, le gritó a la pa-
sada, quitándose el ancha en medio deí una cor-
beta: i.
— ¡ Viva el lujo y quien lo trujo!
Paco sonreía, quitábase la montera, saludaba
con la mano. Experimentaba con fuerza inaudita
el orgullo de vivir. Las manifci^aciones de simpa-
tía del pueblo, la admiración de los hombres, las
sonrisas de las mujeres lo embViagSaban. Iba diá-
. puesto a fio dejarse quitar las palmas ni por el mis^
misimo beato Pablo ; dispu^to a meter miedo, a
volver. loca a Sevilla, a ofrecerle, jugando con la
muerte, un espectáculo inolvidable, único. Y, sin
embargo,, estaba tranquilo. En el sentimiento de
plenitud gozosa que lo embriagaba no entraba
• ninguna sensación dqprimentc. Sabía que, por
grande que fuese reí alarde heroico que le pidiera
-a su valor, éste habría de responder. No se le pa-
saba por las mientes siquiera que pudiese quedar
mal. Confiaba. en su estrella — había elegido para
sí- Ja más grande del firmamento,, y sentía, no con
la fe supersticiosa del jugadca-, sino Con la segu-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
ridad\de la conctenci^, justa y neta del propio po-
.der, qqie el triunfo serte suyo«
— ¡Arza, Pericaiy arza!,,,— rseguía gritando Co-
vacha, que en aquel instante no hubiese cambiado
su fusta por el (^tro del rey. . .
/Un coche , arrastrado por ^^^ sqherbio tronco
de tordos rodados, que lucían el hierro de Romero,
se adelantaba. rápidamente. La maja de rumbo que
lo ocupaba iba como en sueños, con los ojos gan-
chosos fijos en la manóla de Paco. Al pasar, sacó
el esbelto Busto fuera de la victoria, y saludando
al torero con el ajbanico gritóle, vibrante y jubi-
losa :
— ¡Buena suerte, Paco!...
— ^¡ Aiáiós*, Puriya ! — contestó éste quitándose la
montera e inclinándose luego con eÚá^^puesta so-
bre el pecho ; y, sintiendo emociones muy dulces,
siguió con ojos lumbrosos la mantilla que se ale-
jaba aleteando como una paloma^ blanca i Después^
pensó en Pastora, a tiempo que contemplaba dis-
traído las casas floridas, las hileras* de árboles,
los vehículos que pasaban entre restallidos de lá-
tigos y miiisica de cascabeles. Griupos de gentes
■§^ozosas y bullangueras se dirigían a la Plaza. Los
vendedores de agua, helados, cacahuetes calenti-
tos, ^veílítfitSis, almendras^ garapiñadas y pasteles
rellert¿ife aturdían con sus pregones; los gritos
de los cocheros les hacían cof o.
— jAHá váaa, axzaaal— ry pasaban llevándoselo
todo por delante*
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CARLOS R É Y L E S
Los ártiotes vestían nuevas ^hofas, y el sol tam-
bién parecía nuevo por la fuerza con que brillaba.
Alegré y T^arda, vestidos ya de picadores y a ca-
baltOy avanzaban con airoso continente y gesto
despreocupado, por el medio de la muchedumbre,
el barboquejo sobre la boca, la mano derecha so-
bre la ladera.
— ¡Allá va eso!... ¡Arza, Perica, arzaaaa!...
— continuaba vociferando Covacha.
En la puerta del callejón que conduce a los chi-
queros y al patio de caballos se detuvo el coche.
Paco les dio un fuerte apretón de manos a sus ami-
gos, y diciéndoles:
— Aquí nos encontraremos al sfalir ; j abur, seño-
res I — entró en la Plaza seguido de Gazpacho, car-
gado con las espadas, las muletas y los capotes.
— De esa madera se hacían nuestros héroes — re-
flexionó O. Gaspar.
— ^Y también nuestros santos y nuestros bandi-
dos — ^añadió el pintor, riendo.
— Las astillan que necesitamos ahora, según di-
cen : los baAqueros> los industriales, los capitanes
modernos, ¿podrán sajir de ese palo? — interrogó
Míguez.
Don Gaspar contestó poniéndose m^iy^ serio:
— Paco, a su manera, es un estimulante de ener-
gías; un hombre .providencial.
•^^Nadie sabe lo que nos hace falta — aseguró
Cuenca — ; pero suscitar entusiasmos, fiebres, ar-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
dores, no ha sido ni será nunca tarea baladí. A
otros les corresponde encauzar esas fuerzas.
— He ahí el problema. ¿Qué nos hace falta? Si
lo supiéramos, otro gallo nos cantaría — suspiró
D. Gaspar.
Y los tres, discurriendo así, se mezclaron a la
muchedumbre, torrente humano que corría impe-
tuoso al mar del redondeL
Ocuparon sus barreras del tendido número 2,
que venían a quedar donde los toreros colocan los
capotes de lujo después del paseo de la cuadrilla.
— ¡ Vaya un lleno ; no cabe en la plaza ni un al-
filer 1 — ^aseg^ró Cuenca paseando sus ojos ávidos
pK)r las gradas y los palcos.
Y como siempre, trató de equilibrar en su retina
las masas de color que se le ofrecían a la vista :
abajo, el amarillo y rojo del ruedo ; en el medio, la
abigarrada coloración de la muchedumbre ; en lo
alto, el azul rabioso del cielo, tamizado aquí y allá
por nubes tan tenues y transparentes, que pare-
cían finas puntillas sobre la seda del espacio. Las
mantillas de negros madroños o niveo encaje, las
peinas jacarandosas, los claveles y las rosas de fue-
go, los ojos gachones, las bocas de sangre y nieve
derramaban en los palquillos la sal y canela de
Andalucía. Sobre los antepechos de éstos, los man-
tones de Manila, extendidos, parecían arriates de
145
C. Retlbs: El emb ujo de Sevilla. 10
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CARLOS R E Y L E S
ftores. Miradas pegajosas como moscas revolotea-
ban alrededor de los cuellos frágiles y los descotes
mórbidos. El sol caía a plomo sobre la arena. Oíase
como un zumbido de abejas. De vez en cuando una
exclamación graciosa, un dicho oportuno hacía
reír a 4a plaza entera. El aire hervía. Los abanicos
aleteaban en los palcos, y en los tendidos de sol
las botas de vino circulaban de mano en mano.
Por aquella parte, la sombra de los anchos les
ponía negros antifaces a los rostros de los hom-
bres. Los mantones de talle y las blusas de las
hembras destacaban sus colores rotundos sobre
la masa del público ; los rebozos de espumilla negra
tenían reflejos tornasolados; las cabezas, cargadas
de claveles reventones, parecían vivas mariposas.
Desde la bóveda del patio de caballos Paco
contemplaba el imponente espectáculo de la Pla-
za. Los otros toreros que discurrían por allí, fu-
mando y riendo, examinaban con respetuosa cu-
riosidad al señorito que metía el pie, y que tenía
fama de traérselas dentro y fuera del redondel.
Su condición social, carácter enterizo, fama de
rumboso y hasta la manera de expresarse, firme
y categórica, les inspiraba alta consideración y así
como un acatamiento tácito. Hasta el mismo Ca- .
lifa, al hablar con Paco, se sentía cohibido, sin-*
tiendo, a pesar de su natural soberbioso, que el
más fuerte no era él, sino el chico de la ncbleza.
«Ahora entra Pastora», se dijo Paco; «qué bo-
nita está ; no hay maja de Goya* ni de Fortuny
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
que se le iguale», y vio que la garrida moza, Ro-
sarito y otra señorita, que no conocía, ocupaban
la delantera del palco, mientras el famoso gana-
dero se sentaba detrás. Paco frunció las Q^jas.
<íA ése necesito yo meterle los monos en el cuer-
po», pensó, y apartando la vista siguió recorriendo
los palquillos hasta divisar a la Pura. Luego se
abstrajo en sus pensamientos y cesó de ver. Pen-
saba en mil cosas a la vez, y, sobre todo, en la
rápida carrera que había hecho, barajando el re-
cuerdo de las luchas y las desazones de su peli-
groso arte con los dulces nombres de Pastora y
% la Pura. <(Pero vamos a ver», se dijo de pronto,
I «¿las quiero acaso a las dos? A Pastora no hay
1 que hablar ; siempre la quise y consideré como
I novia. Y" la sigo queriendo a pesar de la oposi-
Ición del padre. ¿Qué se habrá figurado ese tío?
¿Por qué se obstina Pastora en que me corte la
coleta, sabiendo que yo nece^wto dinero, mucho
dinero, entre otras cosas, para poder casarme con
ella? ¡Yo de príncipe consorte, en la vida, y con
los humos del papá!..., primero que me aspen.
La Pura no exige nada. Estoy seguro que me
I querría, fuese yo lo que fuese. Eso es querer, lo
demás... Y yo, ¿la quiero?, sí, no, no sé; es otra
cosa, pero me tira, vaya si me tira, más que...»
y pasando a otros pensamientos, prosiguió : «Con
tal que el migueno no sea un buey asesino. ¡ Bah !,
de cualquier manera, le echaré al otro mundo de
una estocada hasta el pomo.»
«47
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CARLOS R E Y L E S-
A las cuatro, el Presidente ocupó su asiento.
Sonó el clarín. Por todo el público pasó como una
corriente galvánica. Paco sintió el estremecimien-
to, no del miedo, sino del coraje, y arrojando el
puro que todavía fumaba, se persignó, volviéndose
después hacia sus compañeros.
Los alguaciles, vestidos con la ropilla del tiem-
po de Feli pe ly ^ saludaron al Presidente y fueron
a ponerse a la cabeza de la cuadrilla, ya formada.
Sonó un paso doble muy alegre y popular, y em-
pezó el clásico paseo entre los aplausos y los gri-
tos de la concurrencia. El Ídolo de Sevilla iba a
la izquierda, a la derecha el ídolo de Córdoba, y
en el medio, Paco, que, desde luego, llamó la
atención por el tipo, la manera graciosa de liarse
el capote y el paso arrogante y garboso.
— Mire usted qué bien camina, D. Gaspar.
— ^Ya lo veo ; parece que fuera diciendo : «a tem-
plao no me gana nadie».
— Y es verdad — añadió Cuenca — . Quiera Dios
que la suerte lo ayude hoy y siempre para que
cuajen las cosas serranas que ese, muchacho lleva
en sí. Observe cómo balancea el brazo y saca el
pie. ¡Vaya sal y señorío! — y no pudiendo repri-
mir su entusiasmo gritó, poniéndose las manos
junto a la boca para reforzar la voaf
— ¡Ooole los señoritos valientes 1...
— ¡Ole, olel — repitieron en algunos puntos de
la Plaza.
Pastora y Rosarito lo veían adelantarse pálidas
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
y trémulas. La Trianera se había puesto en pie
y lo miraba respirando ansiosamente. Él avan-
zaba con la cabeza erguida, el ceño un tanto frun-
cido y los ojos clavados en la Presidencia. Al
llegar bajo de ésta, los matadores, juntando los
pies y quitándose la montera, hicieron una pro-
funda cortesía; los banderilleros los imitaron;
los picadores quitáronse el castoreño, mostrando
los rostros de mozos crudos, los tufos relucientes,
los jopos gitanos. Y vino el cambio de los capo-
tes de lujo por los de brega. Paco le envió el suyo
a Rosarito. Ésta y Pastora lo extendieron sobre
el antepecho del palco, y el público, que obser-
vaba a dónde iba a parar el capote del señorito, al
verlas tan bonitas y saladas, las aplaudió respe-
tuosamente. Ellas se pusieron como dos granadas ;
luego sonrieron y tornaron a sentarse.
Los picadores de tanda requirieron las garro-
chas, y al galope desarticulado de los pobres pen-
cos dieron una vuelta al ruedo. Volvió a sonar el
clarín ; hubo algunos instantes de ansiosa expec-
tativa, y saltó a la arena el primer bicho, un cár-
deno de Orozco de regulares libras y muchos pies.
Era el toro que el ídolo sevillano le cedería a Paco
para darle la alternativa. Éste lo observaba con
esa atención intensa con que los espadas exami-
nan las bestias que les corresponde matar. El toro,
después de algunas carreras, se paró en los me-
dios, desafiando. Paco, adelantándose, lo citó, ha-
ciendo flamear el capote, y el toro se arrancó co-
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CARLOS R E Y L E S
mo una exhalación ; él lo dejó Uegarr, y le dio un
quiebro con el capote al brazo. Manoliyo intentó
pararle los pies coii algunas verónicas muy ceñi-
das, pero él tbro, demasiado boyante, se le fué ;
Paco lo recogió muy oportunamente, lo lanceó de
i capa sin darle casi salida, y lo dejó en suerte con
^ una medía verónica en que parecía llevar el hocico
del cornúpeto cosido a los pliegues del capote. Es-
tallaron los aplausos. Sin volver la cara el toro to-
mó ocho puyazos y despanzurró tres jacos. Los
matadores entraban a los quites con mucha valen-
tía, y desde un principio el público comprendió que
se disputarían las palmas encarnizadamente.
«Los trps se las traen))^ se decían los entendi-
dos. ^
En la última vara. Tabardillo cayó al descu-
bierto; los matadores acudieron al quite, pero no
había por dónde entrar. El toro estaba entre el
picador, el caballo y la barrera, y volvía el temi-
ble testuz ya hacia el uno, ya hacia el otro. De
proBto se arrancó sobre el picador. Paco, con
grande exposición, le tapó la cara con el capote
y lo volvió hacia el caballo a fin de sacarlo por
allí; pero el bicho hundió los cuernos en el vien-
tre de la acémila, la levantó en alto, la dejó caer y
se revolvió otra vez contra Tabarda, que daba
vueltas sobre sí, procurando alejarse del peligro.
Entonces el Califa saltó por encima del penco, le
pegó una sonora palmada al toro en el anca, lo
hizo volver y girar pegándose a las costillas del
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Eí EMBRUJO DE SEVILLA
cornúpeto, y abanicándolo con el capote se lo
llevó a los tercios, donde, después de un ceñidí-
simo recorte, que dejó al toro como clavado en la
arena, le volvió las espaldas casi entre los cuernos,
y sin cura de lo que dejaba detrás echó a andar
lentamente hacia la barrera, entre los aplausos
atronadores del público.
En un periquete los banderilleros de Paco le
adornaron al toro el redondo morrillo con tres pa-
res de rehiletes. Tocaron a matar, Manolo se di-
rigió al novillero con el estoque y la muleta para
cedérselos, según el rito acostumbrado, y darle,
con aquella ceremonia, la alternativa de matador
de cartel. Paco le salió al encuentro. Cuando es-
tuvieron frente a frente, se cuadraron y quitaron la
montera.
— Señorito Paco— dijo el ídolo sevillano presen-
tándole los trastos de matar — , que tenga usted
mucha suerte con los toros, y que no le den sino
gloria y dinero.
— Gracias, Manolo ; lo mismo te deseo a ti — con-
testó el mozo, tomando la espada y la muleta.
Luego se dieron un fuerte apretón de manos, y
Paco se dirigió a la Presidencia para brindarle
su primer toro.
Al verlo plantado casi debajo de su palquillo, y
en trance de ir a jugarse la vida, Pastora pali-
deció y cerró los ojos.
— j Por Dios, no te pongas así, mira que te ve I
— le dijo Rosarito cogiéndole una mano.
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\ CARLOS REYLES
t
Pastora se la oprimió nerviosamente y cubrién-
dose el rostro con el abanico, murmuró:
— ¡Rosarito, Rosarito, me siento morir !•..
— Yo también, Pastora ; pero hay que tener valor.
Cuando Paco, después de brindar, tendió el bra-
zo con la montera en la mano y describiendo un
rapidísimo círculo la arrojó a lo alto por detrás,
dando una violenta vuelta sobre sí para lanzarla
con más ímpetu, las dos señoritas majas, haciendo
de tripas corazón, se incorporaron y aplaudieron.
Salero y el Templaíto corrieron al toro y lo deja-
ron en suerte. Paco avanzó hasta el cárdeno y se
cuadró frente a él, con los pies juntos. Lentamen-
te, haciendo alarde de valor y confianza, retiró el
estoque de la muleta, y desplegándola en la cara
del bicho, aguantando mucho y llevándolo siem-
pre empapado en el trapo, sin abrirse de piernas
casi, le dio un pase redondo en el que pareció liar-
se el toro al cuerpo como una faja, rematando con
otro de pecho forzado que levantó al público y
lo hizo prorrumpir en delirantes exclamaciones.
En medio del tumulto se oyó una voz estentórea
que decía:
— ¡Apareció, al fin, el gachó del arpa!.,,
— ^¡ Pero qué valiente y fresco es este chico 1 — ex-
clamó D. Gaspar — . Tenía usted razón, Cuenca;
su toreo no se parece al de nadie — ^y viéndolo mu-
letear siempre metido en el terreno del toro y sal-
vándose de I9S derrotes como por milagro, añadió :
— Verdad que mete miedo. Yo nunca he visto f)a-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA]
rarle así a los toros. Mire usted, el torero y el toro
hacen un lío. Que lo va a coger... jOlel, otro pase
de pecho..., un natural, un molinete entre los cuer-
nos. ¡Jesús, qué barbaridad!...
— ¿Y eso?, ¿y eso? — repetía Cuenca a cada
pase.
El toro quedó igualado. Paco lió la muleta. Al-
gunos aficionados se 'pusieron en pie compren-
diendo que iba a suceder algo gordo.
— ¿Recibe hoy el señorito? — gritó un guasón.
Paco, sonriendo, volvió la cabeza e hizo un sig-
no afirmativo. Los dos fenómenos del toreo salie-
ron de la barrera, dando visibles muestras de in-
quietud. Intensa emoción se apoderó del público.
Reinó un silencio preñado de ansiedad. Paco se
pernio como si estuviera delante de un espejo,
levantó el estoque a la altura de la cara, inclinó
un poco la cabeza sobre el hierro, y después de
algunos instantes citó resueltamente, adelantando
la pierna izquierda y metiéndole al toro la muleta
en los mismísimos hocicos.
—¡Anda, valiente!..!
El toro se arrancó empapado en la muleta. Paco;
juntando los pies y haciendo la clásica cruz, Ici
vació con extraordinaria limpieza, dejándole en
los rubios una estocada hasta la taza que hizo ro-
dar al bicho como una pelota, mientras él que-
daba innjóvil y con el brazo derecho levantado en
actitud gladiadora. Y la masa humana estalló en
un tumultuoso clamoreo. Los cigarros y los som-
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CARLOS R E Y L E S
breros caían a los pies del novel matador, que, pá-
lido, pero sonriente, se dirigía a la Presidencia, sa^
ludando a uno y otro lado.
— Apareció el gachó del arpa, boca abajo too er
mundo — repetía la voz estentórea.
/• — Sevilla tiene un matador de toros — ^vocifera-
ban otros.
Rosarito y Pastora se cubrieron el rostro con
el abanico para ocultar las lágrimas, lágrimas de
gozo, lágrimas de amor...
— ¡Paco, Paco, Paco!... — murmuraba la Pura
extenuada.
Cuenca y Míguez habían enronquecido a fuer-
za de tanto gritar.
— Señores — exclamó D. Gaspar radiante de jú-
bilo — , si pudiéramos meter en la vida esta emo-
ción, esta fiebre!... ¿Qué tendrá este redondel má-
gico para exaltarnos así?
— Yo lo siento, lo sé ; pero no encuentro pala-
:^bras para decirlo — respondió el pintor — . Ese círcu-
1 1 lo nos transfigura, nos sublima porque reviven en
él acaso las energías y las virtudes de nuestro
heroico pasado; todo aquello que nos hizo gran-
' des y fuertes.
— En este momento todos deliramos, todos nos
sentimos cai>aces de cargarnos al mundo y sus
arrabales — agregó D. Gaspar, aquilatando el en-
tusiasmo del público — . Mire usted esos rostros.
Sólo a los héroes y a los grandes artistas les es
f dado suscitar emociones semejantes.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— Sí, SÍ ; esto no es jojana; esto no es cosa bala-)
di ; de aquí puede que salga un día el trueno gor-
do, lo que va a despertarnos de un largo sueño.
Tienes razón, Cujenca. Los que suponen que este
delirio es sólo barbarie son unos pobres menteca-
tos — aseguró Míguez contemplando la alborotada
turba. "^
Mientras las muías arrastraban al toro y a los
caballos muertos, Paco, montera en mano, daba
una vuelta al ruedo, saludando a la multitud que
lo aclamaba. Ya había salido el segundo toro,
y todavía duraba la ovación. Paco saltó la barre-
ra y se acercó a sus amigos, que le estrecharon la
diestra efusivamente,
— Darme un trago, que me muero de sed.
Cuenca le alcanzó la bota, muy pequeña y cuca,
que siempre llevaba a la Plaza.
— Paco — le dijo D. Gaspar — , has quedado como
los propios dioses. Por fin puedo asegurar que he
visto recibir con todos los sacramentos, como está
escrito en la biblia del toreo. Chico, te debo una
tarde inolvidable.
— El toriyo era muy noble, D. Gaspar — contes-
tó negligentemente Paco, fijando los ojos en el
Califa, que en aquel instante remataba una larga
de gran lucimiento — . Vaya un torerazo, ¡qué
hecho se lo trae todo! Digan ustedes que no ha
habido un torero más completo desde que se li-
dian toros. Y no olvido a Frascuelo ni a Lagartijo.
A todas luces, el Califa venía dispuesto a de-
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CARLOS R E Y L E S
mostrarle a Sevilla que él era el amo. Toreaba en-
tre los pitones, saliendo limpio y airoso siempre;
entraba a los quites con gran valentía; jugaba
con los toros, y quieras que no, le arraqcaba nu-
tridos aplausos ^1 público, que había venido dis-
puesto a silbarlo. El sevillano también apretaba de
firme ; pero ni aun esforzándose y exponiéndose a
tomar una cornada, saliendo trompicado a veces,
lograba hacer lo que el otro, sin esfuerzo ni ex-
posición, aunque toreaba muy cerca y quieto. Y
cuando el cordobés, luego de banderillear él solo
a su primer bicho con tres pares que ni bordados,
lo toreó de muleta magistralmente, y entrando a
matar, corto y por derecho, lo despachó de un vo-
lapié monumental, todos comprendieron que no ha-
bía que hacer, que nadie podría arrancarle el cetro
al coloso de Córdoba, y el favor del público cam-
bió, mostrándose hostil al diestro que había de-
fraudado las esperanzas de Sevilla. Todas las pal-
mas eran para el Califa. A Paco mismo no le
aplaudieron como merecía su trabajo én los qui-
tes, ni los prodigios de valor que hacía para no
quedar deslucido junto al maestro. La gente, en-
loquecida con los adornos, elegancias y temeri-
dades de éste, parecía haber olvidado la estocada
recibiendo de Paco, la suerte que por falta de hU
gados, según decían los entendidos, ya no ejecu-
taba ningún estoqueador. Antes de salir el sexto
toro, el pobre Manolo, sentado en el estribo de la
barrera, lloraba de despecho. Paco pasó por delante
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
de él, rugó las cejas y colocándose en los tercios
de la Plaza esperó la salida del toro que le toca-
ba matar. Era un pavo de seis hierbas, tan gran-
de como cornalón.
«¡Vaya una perita en dulce que me ha echao
mi suegro 1», se dijo, y volviéndose hacia el palco
del ganadero quedóse mirando en aquella direc-
ción con ojos retadores.
El toro salió barbeando las tablas y casi coge
al Templaíto, que le tiró el primer capote. Cortaba
terreno, no hacía caso del engaño, se iba al bulto.
Los peones sólo podían correrlo de burladero a
burladero. El marrajo se colaba por debajo de
los percales. Parecía toreado; el público, que es-
taba en antecedentes de lo que había pasado entre
el ganadero y Paco, lo creyó así y empezó a pro-
testar.
«Este niño es capaz de echarme el público enei-
ma», pensó el excelentísimo señor de Míguez, tra-
tando de ocultarse detrás de Pastora y Rosarito.
— Padrino, ¿ le ha enseñado usted latín al toro
para que hable con Paco? — interrogó ésta última
con mucha soma.
— Le echao un toro con toda la barba para que
se luzca — respondió el ganadero, muy quemado.
— Por mi parte, le agradezco la intención.
— Papá, me parece que esta tarde te cargas la
gran bronca — exclamó Pastora riendo.
Pepe Míguez, avergonzado de la charranada del
padre, bajaba la cabeza.
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CARLOS R E Y L E S
Paco, mordiéndose los labios, miraba ya al toro,
ya al palco del ganadero. De pronto el jabonero se
le arrancó. Parecióle al mozo que se le venía encir
ma una montaña. Se abrió de capa y le dio un lari^
ce sin moverse, a pesar de que el toro se acostaba;
al segundo salió trompicado, y cayó de espaldas.
Revolvióse el toro y lo hubiera empitonado sin la
oportunísima intervención del cordobés, que lite-
ralmente le envolvió la cabeza en la capa y se lo
sacó, pero también sufrió una colada, y esta vez
fué Paco, que ya se había puesto en pie, el que
estuvo al quite. El público les hizo una gran ova-
ción, armándole luego una bronca al ganadero.
Muchos increpaban al Presidente, y le pedían
que volviese el buey asesino al corral. Paco, pá-
lido de ira, le hacía señas al público de que se
calmase y dejara al toro en la arena. Para cortar
por lo sano, le tiró al bicho la montera y lo espe-
ró con los brazos cruzados. La muchedumbre, so-
brecogida por aquel acto temerario, enmudeció.
— ¡Dios nos asista 1, ¿qué va a hacer este chi-
co? — exclamó D. Gaspar incorporándose.
— Pues darle un quiebro — respondió Cuenca.
— ¿A ese toro ladrón?, imposible, lo va a co-
ger...
— Ahora verá usted lo que es quitar el hipo.
— Yo no quiero verlo — declaró Míguez, cerran-
do los ojos.
El toro se había arrancado con las de Caín.
Paco, vibrando de coraje, lo veía venir. La seda
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
y el oro del traje de luces brillaban menos que
los ojos del torero. «Vente, vente por uvas, que
yo te voy a dar lo que te hace falta, ladrón», pen-
t,aba viéndolo llegar, y en la mismísima cabeza
le dio tan rápido y ceñido quiebro que el toro,
perdiendo el equilibrio al derrotar, cayó de oísti-
Uas. El mozo, rápidamente, reculó algunos pasos
y esperó otra vez a pie firme. El toro tornó a
arrancarse ; Paco lo dejó^ llegar casi hasta él y le
dio otro quiebro por el lado contrario. El toro se
fué de hocicos sobre la arena; al pararse quedó
jadeando con la lengua fuera. El griterío de la
electrizada multitud ensordecía. Paco, sin oír, sin-
tiendo hervirle la sangre en las venas, les gritó
a los picadores:
— ¡ Duro con él y no olvidarse de lo dicho ! .
Alegre se adelantó al toro templando el palo,
y cuando estuvo en suerte, lo volvió, no sin gran
estupefacción del público, recibiendo el encontro-
, nazo con el regatón. El toro suspendió al jinete
y al caBallo en el aire, y como una masa informe
los arrojó contra la barrera. Tabarda también le
volvió el palo al jabonero, y sufrió ub terrible po-
rrazo, del que quedó tendicto en la arena sin cono-
cimiento.
— ¡ Picadores, picadores 1- -gritaba el público
delirante.
Alegre tornó a montar, se escupió la mano, arro-
jó el castoreño al tendido, y gritando «Vaya por
ustedes», se adelantó al toro paso a paso, con
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CARLOS R E Y L E S
grande estilo, y tanto se echó sobre el palo para
castigar, esta vez de veras, que al caer el penco
con las tripas colgando, cayó él sobre los morri-
llos del toro. Los dos matadores entraron al quite.
Viendo al picador en el suelo y en inminente pe-
ligro, el Califa se fué a la cola y Paco se colgó
de un cuerno.
— ¡ Ole los valientes !, a ese gachó no hay quien
se la gane — gritó un chulo.
Lejos de intimidarlos el tremendo poder del
toro y las terribles caídas que daba, los varilar-
gueros, enardecidos, se disputaban los puyazos
como los matadores los quites. Caía un picador
y ya estaba el otro en suerte. El toro, furioso, se-
guía destripando pencos. La Plaza se venía aba-
jo de aplausos. Las rosas de sangre florecían en
la arena y en los pómulos de la afiebrada turba.
Una racha de exaltación heroica dilataba los pe-
chos y ponía en las bocas un gesto trágico.
— ¡Duro, duro con él, que ya es nuestro 1... — les
gritaba Paco a los picadores.
E iban los ardorosos jinetes a la cara de la fie-
ra, y se hundían los cuernos en el vientre de los
jacos y las garrochas en los morrillos del toro.
— ¡Caballos, más caballos!... — ^seguía gritando
el público, ebrio de emoción.
Después de un lucido recorte, el Califa qui-
tóse la montera, y, sin soltarla, se la puso al toro
en el testuz, permaneciendo en aquella arriesgada
posición algunos instantes. Era una temeridad tra-
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EL EMBRUJO Dí SEVILLA
tándose de aquel bicho, que sólp quería coger. En
el quite siguiente Paco aguantó tanto al darle
una verónica, que el toro hii;o un cerrado círcu-
lo en torno del mozo, tirándole cornadas. Al re-
matar la suerte, aprovechando el • destronque ;que
sufría el jabonero, hincó una rodilla en tierra y
le rascó la frente.
En los palcos, los tendidos y las barreras la
gente gritaba frenética, como poseída por furiosa
locura. Cuando tocaron a banderillas quedaban
seis pencos en la arena florida. El cordobés le co-
gió la diestra a Paco, y juntos, sahidando al públi-
co, que los aclamaba, fueron a sentarse al estribo.
El toro, que gracias a la faena de los matado-
res había estado bravo, aunque asesino, en el pri-
mer tercio de la lidia, volvió a mostrar las avie-
sas intenciones de la casta. Salero y Templafto,
por más que hicieron, sólo lograron clavarle me-
dio par de banderillas cada uno, y efeo a la media
vuelta y saliendo de naja. Por delante no había
quién le entrase. Paco observaba atentamente la
faena del toro. El Califa y Manolo, también. Sonó
el clarín. Gazpacho le presentó al matador la mule-
ta y el estoque. •
— Dame la Tizona^e dijo Paco.
— ¿ Qué va ústéd a hacer con ese avechucho? — le
preguntó Manolo.
— Primero, brindárselo a mi hermaniyá; des-
pués, veremos.
Manolo y el Califa se miraron sorprendidos.
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C. Rbtlbs: El embrujo de Sevilla,
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CARLOS R E Y L E S
-irM^ire usted que el toro está jecho un ladrón
— cbservó este último—. Échelo afuera de un go-
lletazo; no merece otra cosa.
-T-El . animalito sólo pide que se le arrimen —
respondió Paco buscando con los ojos a su her-
mana.
En los tendidos, comprendiendo que iba a brin-
dar, cosac que sólo los matadores hacen cuando
los toros son muy nobles y creen posible lucirse,
íse ' preguntaban las gentes si el temerario mozo
había {jierdido el juicio. Éste plantóse debajo del
palco del Sr. Míguez, juntó los pies, y con la mon-
tera i en alto y el cuerpo arrogantemente echado
hacia atrás, subrayando cada frase con un movi-
miento del brazo, dijo con voz firme y potente :
.; — Rosarito, hermaniya: brindo por España, la
bien Plantada del mundo; brindo por las hembras
salerosas y los mozos crudos de mi tierra, y ¡ ole !,
por tus amores y por los míos — y arrojó la montera
con tal ímpetu que fué a dar contra la b^i:an4a
del palco. . *
— Nunca he visto ni más valentía ni más arro-
gancia-^-declaró D. Gaspar.
— Paco es así, lo hace todo metiendo .el pecho
y de poder a poder — dijo Cuenca—. Cuando a un
hombre dje éstos lo acompaña la suerte, se traga
al mundo.
El- toro f /estaba en las mediús, dominando el re-
dondel con su fiereza. Paco pronunció la frase
sacramental :
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EL rnUBRUlO DE SEVILLA
— l,Fuera todo el mundo 1
Y se fué a. él con los trastos de matar en la mano
izquierda. Salero, a pesar de la orden dada, intentó
seguirlo^ y entonces Paco, volviéndose, insislió : ^
— Fuera he dicho.
Manolo y el Califa. hablaron algo y lo siguie-
ron a cierta distancia. Don Gaspar, Cuenca y Mí-
guez se habían parado inquietos.
— Pero ¿qué va a hacer este chico ?-^repetf a
D. Gaspar.
— ¿Por qué no le corren el toro?~preguntaban
algunos.
— No ha querido — respondían otros.
— Quiere probarle al ganadero lo que es la ver-
güenza torera, y se lo probará — aseguró un es-
pectador, dirigiéndose a los que hablaban detrás
de él.*
Y los tres amigos, ansiosos, vieron que Paco,
muy tranquilamente, sin apresurarse, llegaba a la
cabeza del toro y se plantaba frente a él como
si fuese de madera.
— No cabe más frescura — exclamó D. Gaspar — .
Este chico se me antoja el valor de la mismísima
España de Carlos V y de los Conquistadores ante
el peligro y la muerte.
El tord miraba encampanado aquella cosa in-
móvil y refulgente que tenía delante. De pronto,
lanzando un bufido, dio media vuelta, alejándo-
se algunos pasos; luego, volviéndose, se encam^
panó otra vez. Paco permaneció quieto.
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C AÉ L O^S R E Y L E S
—Ha asustao al toro — repetía, rieado, la gente.
Paco, acercándose lentamente, lo tanteó con la
izquierda, y el toro/ dio un paso atrás. Cambi(^ la
muleta dé jnano y se la metió en el hocico ; el
toro reculó otro paso. No tomaba ^el trapo; tenía
los ojos fijos en el vientre del torero. Ést/t^ notáoi-
-dolo, sonrió y se íüjo: uSi tú sabes latín, yo tam-
bién; verás» ladrón», y tapándole la cara total-
mente con-ia mul^a, al propio tiempo que, por
debajo de ella, le pegaba un sonoro puntapié en
el hocico, gritóle:
— ^^¡ Vente, alma mía!...
El bicho dio una arremetida feroz. Paco se lo
echó por delante, se pegó a las costillas y ya no
se desprendió de él. A cada muletazo le crujían
los. huesos al animal, que se revolvía furioso tiran-
do terribles derrotes. Diestro y toro formaban una
epiléptica pelota^ Los adornos y cáb0s de la cha-
quetilla votaban por el aire ; el trapo subía y ba-
jaba impetuosamente.
— Ya se ha apoderado de él, ya €s suyo — ^gritaba
Cuenca fuera de sí—. | Viva España, que es inga-
nablel
Un clamorieo ensordecedor estalló en las barre-
ras, en las gradas, en los palcos. Los oles y los
vivas reventaban como bombas. Aquetta' faena,
nunca vista, parecía una pelea de perros. V se-
guían volando los adornos y los cabos. Media cha-
quetilla flameaba en jirones. Una rasgadura de la
taleguilla dejaba ver los calzoncillos blanoos. E>es-
DigitizSdbyCiOOglC
EL EMBRUJO DE SEVILLA
pues de un muletazo de mucho castigo el toro qtie-
dó quieto e igualado. Paco, sin apresurarse, lió,
se perfiló, se echó el estoque a la cara, y entró a
matar con Ímpetu, al mismo tiempo que el toro em-
bestía, y se le vio acostarse sobre el morrillo^ hun-
dir el estoque hasta las péndolas en la carne blanda
y caer de rodillas del encontronazo. La fiera se
revolvió, -buscándolo. Paco, en vez de levantarse,
ebrio de bravura, presa del vértigo heroico, sin-
tiendo acaso que había llegado el momento de
darle a Sevilla el espectáculo de la valentía sobe-
rana que esperaba de él, abrió los brazos en cruz
y mondó el pecjio en actitud de supremo desafío.
El toro humilló y engendró el viaje. Los rostros
se desencajaron, los ojos se salieron de las órbitas.
Oyéronse exclamaciones, juramentos, gritos de ho-
rror, y en seguida un jubiloso y delirante clamorea^
El toro había, rodado por tierra y quedado con las?
cuatro patas en el aire; el torero estaba en pie,!
erguido, ceñudo, fiero como Don Juan delante dell
Comendador. Y como si aquella muchedumbrr^fwi^
nética hubiese establecido, repentina y distinta- ^
mente, la relación íntima entre la bravura arro-
gante e indomable del Burlador y la valentía re-
tadora del descendiente de los vizcondes de Mi- ;
randa, algfuien gritó primero, y mil bocas repitie- \
ron después, esta frase que fué rebotando por
todos los ámbitos de la Plaza:
— ¡Don Juan Tenorio ha resucitao!... — mien-
tras los admiradores más entusiastas se arrojaban
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CARLOS R E Y L E S
a la arena y corrían hacia el matador para levan-
tarlo tm hombros.
A Faco le parecía que el compacto y revuelto
gentío que lo aclamaba, era una sola criatura, un
monstruo enorme, un monstruo de mil cabezas, con
mil ojos fulgurantes, con mil bocas sanguinosas y
un solo corazón, que él, Paco, había hecho palpi-
tar y que palpitaba por él.
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VII
AL encontrar a Paco en la caseta del «Círculo
de Labradores», le dijo Pastora apresurada
y nerviosa :
— 'Hace media hora que te busco. Hablemos ; no
tenemos tiempo que perder. ¡Ay, Pacol, si me
quieren un poquitin, tienes que cortar por lo sano.
Yo no puedo más. Desde hace tres años a esta par- *
te mi vida no es vida. Por causa tuya reñimos con
papá a menudo. A toda costa quiere casarme, y
(íómo yo le echó los pretendientes al corral, es-
tallan las broncas. Y cada vez peor, y yo me pre-
gunto qué va a suceder eft lo futuro, ahora que
está' contigo que arde.
Paco sonrió'.
-^¿Porque le pateé el toro e hice' que foápica^
dore^^le volvietaft elpalo?.\. Ptíés'dile de nii par-
te que con tddos ios bueyes que me eche haré igual.
— ^¡Páfto; Paco f, antepones tu ofgullo a ntiestro
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cariño. No debías enconar los resentimientos que
desgraciadamente existen y que se agravan cada
día más entre tú y él. Piensa que, al fin y al cabo,
es mi padre y el padrino de tu hermana ; que Ro-
sarito y Pepe se quieren, y que también a ellos
puedes hacerles mucho mal.
Después que dejaron a Rosarito en su casa, el
ganadero, muy quemado, le había dicho a Pas-
tora :
— No quiero que tengas relaciones de ningún
género ni con Paco ni con su hermana. ¡Ea, se
acabó I El niño ése se complace en faltarme a la
consideración que me debe y herirme donde sabe
que me duele t más. ¡Cuidado que volverle el palo
a mis toros 1, es mucho cuento, y encima patear-
los, para darme en la cara! ¡Me las pagará! Y
hasta Rosarito empieza a sacar las uñas. ¿Viste
la puyita que me soltó en la Plaza? Quieren gue-
rra, guerra tendrán. Por otra parte, ya sabes que
el conde de^ Peñablanca me. ha pedido tu mano
y qtie no ignora el antiguo noviazgo tuyo con
Paco. Nada de ambigüedades. Es necesario que
definas la situación una vez por todas. Estás per-
diendo el tiempo lastimosamente y m¡e tienes muy
contrariado. Yo no quiero casarte a la fuefrza» mas
sabe que si, como espero, aceptas ej ofrecimiento
del conde, colmarás mis ambiciones y me harás
muy dichoso ; si por c^prichío o porque d otro te
tira rehusas, yio^,con mucha pena, si, con mucha pe-
na, resp^aré tu voluntad en eso; pero mientras
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viva me opondré a que te cases o tengas amores
con un torerillo. Con éste no quiero partir peras.
Mañana sin falta debes dahne la coifltest^ión.
— ¿ Y tú qué piensas responder ? — preguntó Paco
asi que Pastora lo puso en Conocimiento d6 lo que
ocurría.
— Que te he querido^ que te quiero y que siem-
pre te querré...
— ¡Pastora!...
— Pcto con eso no hacemos nada, Paco. Es pre-
ciso que tú ponjg^as algo de tu parte para sacarme
del infierno en que vivo. Si tú quisieras, todo se
arreglaría. En el fondo, mi padre,, aunque echa
. humó contra ti, porque has herido su amor pro-
pio, te quiere y te admira. Hoy, después que ma-
taste el primer toro, le oí murmurar: «la valentía
dé ese chico asombra; no es la valentía de los
toreros, es la valentía de los Grandes de España».
Escucha, ofrécele las píaces ; pídele mi mano, df-
ciéridole que, por complacerlo, sí ^1 lo exige, te
cortáMs ese adminículo qUé llevas en la nuca.
Paco hizo un gesto de asombro.
— Es tín sacrificio, ya lo sé; pero ¿no merezco
yo que sacrifiques algo |>or mí? — concluyó ella
aproximándose y envolviéndote en ej doble encan-
to de la mirada cariciosa y la sonrisa provocadora.
Bl le cogió la mano y le dijo :
— Es precisamente por tí, que no puedo hacerlo.
¿ Cómo quieres. Pastora, que me presente a soli-
citar tu mano, después de haberlo hecho el conde
1^
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de Pefíablanca, sin poder darte nada de lo que
él te ofrece y ni siquiera asegurarte el bienestar
a que tú estás acostumbrada ? ¿ Cómo retirarme de
los toros sin poseer la gloria y la fortuna que sólo
me harán digno de tr?
— Ya eres célebre, Paco; además, sé que vol-
viste a adquirir «La Barrancosa» con su dehesa y
todo. Eso representa más de lo necesario para
poder vivir decentemente. ' '
— Es vetdád; pero quedo muy empeñado. Me
hace falta mucho dinero para salir a flote. Sólo
los toros pueden procurármelo.
— Entonces...
Paco reflexionó algunos instantes y luego dijo:
— El amor todo lo puede, Pastora. Cuando es
verdadero no necesita la absolución de nadie para
existir. Someterlo a esta condición o a la otra es
empequeñecerlo. ¿Quieres que sea enteramente
sincero contigo, que te hable a cartas vistas?. Pues
bien ; yo desearía que me quisieras por encima
de todo, con el beneplácito o sin el beneplácito
de tu padre, torero o no torero- Pedir permiso
para quererse paréceme herejía; imponerle condi-
ciones al amor, un sacrilegio. Yo sabría conquis-
tar tu cariño en cualquier torneo, pero no mendi-
garlo a la puerta de la iglesia. Te quiero y basta ;
¿qué me importa lo que piensen y quieran los de-
más a ese respecto ? Tó, no ; tú no obras con igual
entereza, y eso me apena, me irrita y me llena Sde
resentimiento contra ti, 1 Pastora, Pastoral — aquí
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
SU VOZ se hizo suplicante — , quiéreme como soy ;
yo siento que he venido al mundo para darle a los,
españoles un gran espectáculo. Déjame con mi
chalaura; no trates de arrancármela; me darlas
una puñalada en mitad del corazón. Si te opones
a ella harás que te consideré como enemiga acé-
rrima de lo miOy de lo más Paco Quiñones que hay
en tu Pado. Sm la embriaguez del peligro, sin la
locura de jugar con la muerte, sin la admiración
'del pueblo, sin los aplausos, sin los triunfos la vida
no tiene para mí ni pimienta ni sal.- Antes de to-
rear, no lo sabía ; pero ahora lo sé. Quiéreme como
soy, Paátora. Piensa que no soy un torero como
los demás ; piensa que no busco sólo el pcemé y
las palmas, como yo mismo me lo figfuraba hasta
hace muy poco. Arriesgo el pellejo por razones
más íntimas y poderosas, porque el toreo es la
expresión exacta de mi manera de sentir y de pen-
sar. Sólo toreando soy por entero Paco Quiñones.
Pastora, te \o pido con el alma, si realmente de-
seas ser mi mujer, mi compañera, qtfiéníme como
soy. >
Ella bajó' la mirada y permaneció silenciosa.
Luego suspiró y dijo :
— j Ay, Paco !, siento que eri ese entierro no
me das ninguna vela. Tote quieres a ti y me quie-
res para ti, pero no me quieres por riif, como yo
deseo y debía ser. Y, francamente, te diré qíie tu
egoísmo me subleva un poco, 'también yo tengo
mis resentimientos contra tí. Si tú tienes tu orgu-
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/ (ÍARLOSREYLES
lio, yo tengo el mío. Y tu orgullo y el mío son
dos cosas que no casan bien. Yo no sabría hacer
dichoso a quien sólo me quisiese a medias. Hice
todo lo que humanamente podía hacer. Por ti re*
nuncié y seguiré renunciando á los titéalos, las ri-
quezas y las vanaglorias que me ofrezcan todos los
condes y los marqueses <teh musido; Por híI, ¿ re-
nunciarás tú, sabrás renunciar al provecho ya la
gloria de tu carrera? Te ruego que stAcefamente
me lo digas. No témás hacerme sufrirí Ha llegado
el momento' de 'hablar claro.
El tono impefioso de la 'moza lo irritó.
— Pastora, tú no me quieres ; n<> me quieres co-
mo yo soy, que es lo mismo que no quererme...
— dijo. * ^
— No eludas ifli pregunta, Paco...
— Renunciaré a eso que tú llamas desdeñosa-
mente el provecho y la gloria de mi carrera cuan-
do tenga un nombre ilustre y una fortuna que poner
a tus pies.'
— Yo tío necesito esa; contigo, pan y cebolla.
— ^Yo sí ; considera que de otro modo la diferen-
cia entre los dos sería demasiado grande y me sen-
tiría humillado. Prefiero la nnierte a eso.
— ¿Es tu última palabra?
Sus miradas se cruzaron como dos estoques.
— Sí, Pastora...
—Adiós, Paco... — concluyó ella, y girando sobre
los talones, ^ alejó.
A poco la vio en un apartado rincón hablando
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EL EMBRUJO.de SEVILLA
con el conde de PeñaManca. Entonces Paco se
acercó a una marquesita de Madrid, muy alegre y
pizpireta, y empeaó a cortejarla sin sombra de di-
simulo. Hacía largo rato que en ^so estaba, cuando
un i^rupo de amigos, entre los que venía D.' Gas-
par,^ se acercó a ellos.
— 'Queremos ver bailar sevillanas a Pastora. Sólo
tú puedes acompañarla. Ya sabes que es una dan-
zarina extra — ^le dijo D. Gaspar después de haber-
le besado la mano a la marquesa.
— I Yo I... — exclamó Paco.
— Sf, tú. Pastora nos dijo que éontigo las baila-
ría porque os entendéis muy bien. Además, la gen-
te desea verte tanto a ti como a ella. Rosarito y
Míguez formarán la otra pareja. Ya están alií los
guitarreros.
— ¡ Ande usted, ande usted !— insistió la marque-
sita.
Paco vaciló todavía algunos instantes, pero ob-
servando que Pastora lo ^miraba 'como desafíán-
dolo, se levantó diciendo :
— ^Lo qoe ustedes quieran.
Y de nuevo Pastora y Paco se encontraron frente
a frente. Sonaron las guitarras y las castañuelas;
una onda de lirismo y emoción poptdar barrió la
tiesura de la sala. La g^nte se agrupó en tomo
a las dos parejas. Los cuatro bailarines, sobre todo
Pastora, tenían bien acrisolada sú reputación de
tales, aun entre el pueblo, que los habla visto bai-
lar muif^hás Veces en las casetas dé la feria. Con las
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CARLOS R E Y L E S
ventanillas de la nariz crispadas, los labios trému-
los y los ojos húmedos y fosforescentes, Pastora
miraba a Paco de un modo singular, como si exa-
minase al enemigo con el cual va uno a medirse.
Paco sonreía con el oeíio fruncido.
«Me quisistes, me olvidastes,
Me volvistes a querer.»
rompió a cantar una señorita, y entonces él la vio
entornar los ojos, sonreír, echar los JDrazos a lo al-
to, como en un voluptuoso , desperezo, y ejecutar
garbosamente la salida de las sevillanas. Bailaba,
no como la niña candida y graciosa, sino como la
hembra que sabe, y, llena de intención, despliega
sus seducciones. A cada vuelta, a cada giro, a cada
vuelo del pie, quiebro de cintura, revoloteo de los
ojos o sonrisa dislocadora, parecía mostrarle a Paco
todos los hechizos del cuerpo y del rostro y decir-
le : «Mira lo que te pierdes». Él jamás la había vis-
to bailar con tanta pasión, ni ha^r tal alarde de sus
encantos. Desconcertado, al principio bailó in^u-
radamente, sin meterse en feorina; pero Ic&ego, enar-
decido por las provocaciones de eDa, lo hi¿o con
calor y gallardía.
■^¡ Vaya ton las cosas que se trae esa ñifla bai-
lando K— murmuraban los hombres.
' Las damas mostrábanse más parsimoniosas. Al-
gxxntó encentraban eí baile de Pastora demasiado
movido y deíscócado; otra* decían que bailaba, no
como, una señorila, sino coiho una bailadora de
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«El Tronío»^ En el fondo, todas envidiaban el
que los caballeros^ y ea particular los entrados en
años, se la comieran con los ojos. Al hacer la figu-
ra ñnal le. dijo ella muy bajito:
— ¡Adiós, Paco!...
— ¡Adiós, Pastoral...— respondió él en el mismo
tono.
Y esquivando las efusiones de los amigos y la
curiosidad de las mujeres, que deseaban conocer al
héroe del día, y le eran presentadas por grupos, se
escurrió por eníife el gentío y salió del baile.
«Esto se acabó y requeteacabó», decíase, sin
oír el jaleo de las casetas, ni las músicas de los tea-
trillos diseminados por la feria, ni ver otra cosa
que la imagen de Pastora en el momento que le de-
cía: «¡Adiós, Pacol». La llevaba como remacha^
da en la retina. Una racha de celos y sensualidad
enardecía y enfervorizaba el. manso cariño que has-
ta allí le había inspirado la moza. Y sentía sed de
vino y sed de efusión. Los amigos de Sevilla y de
Madrid le habían dicho que a la salida del baile lo
esperaban en Eritaña para celebrar su triunfo con
una juerga mayúscula, pero cuando subió a, la mur
ñola no sé hizo conducir a la famosa venía, sino a
«El Tronío».
El últímb cuadro había terminado^ Paco tomó
posesión dé uno de los gabinetes, pidió Jerez
N. P. .U. y le envió un recado escrito a la Trianíe-
ra, que decía así : i
«Puriya :
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CARLOS R E Y L E S
¿ Quieres que cenemos solítós los dos ? He venido
a buscarte porque sólo a tu lado estaré hoy a gus-
to. Te espero. — Pacú.n
Apuró una tras otra dos cañas y li^o encen-
diendo un pitillo, se puso a pasear por la pieza, las
manos en los bolsillos de] pantalón, los ojos en el
suelo. Vestía de frac, y lo llevaba con tanta soltura
como el traje corto. No poseía la elegancia correcta
y seca del inglés ; pero sí, en alto grado, la varonil y
desenfadaba del noble español. Por lo demás, la
prenda venía de Londres; se la había hecho Paco
allí cinco años atrás y era la primera vez que se la
ponía después de haberse hecho torero, porque era
también la primera vez, después de adoptar su pro-
fesión, que concurría a un baile de sociedad. En
los teatros y demás espectáculos públicos se había
presentado siempre hasta entonces de corto, y de
corto, luego que se hizo célebre, y en palmitas, lo
recibían en los clubs que de nuevo empezó a fre-
cuentar. A los ojos de todos Paco dejó de ser el
4- señorito de rumbo, que se había hedió torero, para
convertirse en el niño mimado de la fortuna y en el
prototipo de lo más andaluz de Andalucía.
— ¡ Ole ios milores con salero ! — le dijo la Pura
al entrar, y luego, poniéndole las manos en los
hombros y mirándolo con ternura y admiración a
la vez, exclamó — : ¡ Paco, Paco, casi me has he-
cho morir de miedo y de gozo I Salí enferma de
la corrida. ¡ Chiquiyo, vas a volver loca a Es-
paña I
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— ¿ De veras, te gusté tanto ?
— ¡La mar!... Nunca sentí en la Plaza lo que
hoy : ganas de reír, ganas de llorar ; a veces me
parecía que me hundía en un pozo muy negro y
muy hondo ; otras, que me subían al cielo en bra-
zos los serafines. No te puedes imaginar... ¡Y co-
mo yo todo el mundo : los hombres despampanaos,
las mujeres chalaítasl
—¿Tú también?...
— ¡ Yo la, primera ; y que no lo sabes tú, gra-
nuja!...
— Sí, lo sé ; pero repítemelo muchas veces. Nun-
ca me cansaré de oírlo.
— Sí, Paco; desde que hablamos en la freiduría
estoy chalaila por ti. ¿Qué tienes tú para guillar-
nos a todas así?
— El demonio andaluz en el cuerpo — respondió
él con su risa blanca — , que es el ansia loca de es-
pantar a los hombres y de que me quieran todas las
mujeres.
— ¡Charrán!...
— -... Y en particular tú. Pero el que enloquece no
soy yo — ^añadió, cesando de reír — , sino el redon-*\
del. Sí, Puriya; el redondel nos ekctriza, nos \
transfigura, nos convierte en héroes legendarios. \
Yo estoy seguro que el público se imagina^ en su
entusiamo, que el torero es España y el toro d Des-
tino, y delira viéndolo desafiar arrogante y luego
burlar la ira de la fiera, y vencerla, y dominarla,
y, finalmente, tenderla muerta a sus pies. Lo que
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C. KhtlF** El embrujo de SevilU, 12
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CARLOS R E Y L E S
^nos recuerda tan a lo vivo nuestra valentía de otras
r
w
/,
épocas, nos transporta y embriaga. El que las evo-
ca cumple acaso un alto fin. Yo lo presentía, pero
no lo sentí hasta que te oí discurrir sobre tu baile.
Pensando, pensando en lo que hablamos aquella
noche, ¿recuerdas?, y luego de mañanita, en la
Giralda, de golpe me conocí más, vi más claro en
mí y adiviné lo que el pueblo de mí esperaba. En
gran parte te debo el triunfo de hoy, Puriya. Y por
eso, en lugar de irme de juerga con mis amigos,
el cariño y la gratitud me han traído aquí para
^ correrla sólo contigo, porque se me antoja que tú
sola me comprendes y quieres como hace falta que-
rerme y comprenderme.
— ¡Paco, Pacol... — exclamó ella, cogiéndole la
cara entre las manos y bebiéndole el alma por los
ojos — . Yo no sé cómo te quieren los otros, pero
siento aquí, algo que me dice que te quiero más y
mejor que nadie.
"^ — ^Tú me quieres torero, ¿verdad?
— ¡ Te quiero por todo lo que tú eres ; por todo
lo que tú llevas en ti ; porque me gustas de corto
y de largo, y porque se me ocurre que, a la vera
tuya, soy otra mujer, una mujer capaz de un
amor muy grande, pero muy grande 1...
— ¡ Puriya 1...
— ¡Pacol...
Y sus bocas ávidas se fundieron en un beso. Paco
la sintió desfallecer en sus brazos, ifiientras experi-
mentaba él mismo una embriaguez dulcísima, un«
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
deleite inefable, que le dilataba el pecho y ahon-
daba la respiración.
— Pura, Puriya, te quiero ; te quiero con los rea-
ños del alma. Nunca he querido así — ^le murmura-
ba él al oído — . Te tengo en los brazos, siento tu
corazón palpitar contra mi corazón ; siento el con-
tacto de tu cuerpo divino y la voluptuosidad in-
mensa no ahoga la ternura infinita.
— Así, así deseo que me quieras ; así te quiero yo
a ti. ¡Ah, qué felicidad, Paco! — musitaba ella,
apretándose dulcemente contra él — . Sentirse, no
deseada brutalmente, sino querida. Yo siempre,
desde que te conocí, deseé y esperé que me quisie-
ras así. ¡ Paco, Paco mío ; Paco de mis entrañas !,
¡quisiera tener diez y seis años y ser mocita para
entregarme a ti en cuerpo y alma 1 ¡ Ay, no puede
ser, y eso me hace sufrir, me atormenta día y no-
che 1 Temo no ser bastante digna de ti... Y, sin
embargo, puedes creerlo, a pesar de todo, a pesar
de mi vida arrastra, esta Pura, que te quiere, no
ha sido de nadie, sino tuya, sólo tuya.
— Lo sabía, y por eso te quise y te quiero. Yo
sé que lo que eres ahora para mí no lo fuistes ni lo
serás nunca para nadie. A mí me pasa algo seme-
jante, Puriya : sólo contigo, entiéndelo bien, sólo
contigo, he sido y puedo ser lo que realmente soy :
Paco puro, Paco total. Y yo quiero serlo. Desde
hoy en adelante tú y los toros. Esa será mi vida.
Ella, levantando la cabeza y mirándolo con los
ojos muy abiertos, le dijo :
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— Paco, tú has reñido con Pastora, ¿verdad?
— Sí, y esta vez definitivamente — lluego, brindán-
íáote uoa caña y cogiendo él otra, agregó— : Cho-
i ca, Puriya ; brindemos por nuestro amor, que será
i la cosa más bonita y salada del mundo, porque
'■ olerá a Jerez amantillado y a claveles reventones
•y a sangre de toros.
^''Y con los labios trémulos de pasión y húme-
dos de vino tornaron a unir sus bocas en un beso
ancho y hondo.
En los gabinetes vecinos oíanse floreos de vigüe-
las, acompasados taconeos, oles y palmas. De pron-
to al temple cálido y angustioso del Pitoche llegó
como una queja hasta Paco y la Pura. Se sepa-
raron y sentaron frente a frente, y mirándose, Paco
vio a Pastora y la Pura al Pitoche.
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VIII
CUENCA trabajaba con ardor. Había empezado
hacía seis semanas el retrato de la Pura y le
daba los últimos toques, esas pinceladas maestras
que son al cuadro lo que la sal y las especias a las
comidas. La bailadora, vestida con el traje de cola
y faralaes gitanos, y ceñido el busto por el rojo
mantón de talle que había lucido la primera noche
en el café, posaba concienzudamente, mientras el
pintor, para distraerla y sin darle reposo a la mano,
le recitaba pasajes del Romancero o le refería epi-
sodios caballerescos o galantes de. las guerras en-
tres moros y cristianos. Durante las ausencias de
Paco, a quien sus contratas lo tenían Casi siempre
alejado de Sevilla, las únicas distracciones de la
bailadora eran los paliques del taller y las visitas
que, acompañada del pintor, hacía a las iglesias,
los monumentos públicos y 4os museos de la ciu-
dad. No se cansaba de ver, admirar y menos de
oírlo discurrir sobre cosas que a veces no com-
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CARLOS R E Y L E S
prendía bien, pero cuyo atractivo sentía siempre.
Cuenca hablaba no como dómine pedante, sino
a la manera de un artista curioso, erudito y apa-
sionado por todo lo que fuese descubridor de lo
humano, y particularmente de ciertos aspectos de
la realidad española, que a la Pura, por su bai-
le, también le interesaban sobremanera. El roce
con artistas y gentes refinadas le habían dado el
gusto del arte y el deseo de instruirse; pero no
leyendo, porque los libros se le caían de las ma-
nos, sino viendo y oyendo. Cuenca era tan sin-
tético y rotundo en sus observaciones como en su
pintura. Por medio de una observación acerta-
da, una anécdota oportuna o sabrosa compara-
ción, le resumía la personalidad de un artista o el
alma de una época. Y eso era lo que ella apete-
cía, cosas substanciales y animadas, no discursos
latosos. En el primer paseo que dieron juntos, el
pintor quiso mostrarle los vestigios que aun ate-
soraba la vieja Hispalis de la dominación Roma-
na, y al pie de las Columnas de la Alameda le re-
citó el romance de Sepúlveda, el cual, de acuerdo
con las crónicas de Alfonso el Sabio, supone que
las tales columnas fueron allí dispuestas por las ma-
nos de Hércules ; le hizo ver los restos de la impo-
nente y sombría muralla torreada y almenada que
defendía la ciudad de César contra la saña extran-
jera, y deteniéndose en la puerta de Córdoba, le ex-
plicó los sucesos que en su hosca torre y en la
vecindad de ella se desarrollaron : la prisión de San
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Hermenegildo ; el martirio de \as divinas alfareras
Santas Justa y Rufina ; las escenas del famoso con-
vento de Capuchinos, enfervorizado por el recuerdo
de San Isidro y San Leandro, y la mística inspira-
ción de MuriHo; Andando, le mostró cierto sitio
cubierto de jaramagos, donde cuenta la leyenda
que una bruja le predijo a Julio César que sería ase-
sinado si volvía a la Ciudad Eterna, por lo cual
los romanos, cumplido el lúgubre vaticinio, le die-
ron a la antigua Hispalis el nombre de Civitas Se-
villae, ciudad de la sibila, de donde le vino Sevilla,
Luego, sentados bajo el emparrado del ventorro
que se veía al pie de las desoladas ruinas de Itálica,
le declamó enfáticamente la famosa oda de Rodrigo
Caro, mientras apagaban la sed con unas cañas de ,
manzanilla fresca y olorosa. Vinieron después las I
largas visitas al Alcázar, la Catedral y las iglesias
de pórtico gótico y minarete árabe, que no habían
aún acabado de recorrer. Divertía a Cuenca la cu-
riosidad infantil y los graciosos disparates que se
le ocurrían a la bailadora cuando se corría a opinar
sobre tal o cual obra de arte, y a la Pura la sola-
zaban y a veces le hacían cosquillas en todo el cuer-
po la verba inagotable y el ingenio chispeante del
pintor.
— ¡ Pero qué salao es este tío feo ! — decíase a me-
nudo escuchándolo.
Cuando Paco estaba en Sevilla se iban los dos
solos a los pueblos vecinos, donde nadie los cono-
cía y podían pasearse juntos sin reparo alguno. Al-
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CARLOS R E Y L E S
morzaban en cualquier venta o mesón, entre cha-
lanes y arrieros, y cogidos amorosamente del brazo,
visitaban las curiosidades del lugar: una vetusta
iglesia románica, la casona de escudo carcomido,
balconada de hierro forjado y puerta claveteada,
perteneciente a alguna fajnilia desaparecida o veni-
da a menos ; un patio soledoso, un frontis barromi-
nesco. Paco no era tan erudito ni diserto como
Cuenca; pero lo que decía parecíale a ella muy
sabroso y puesto en su punto, porque, de cerca o
de lejos, se relacionaba con ellos y le hablaba al
corazón. Además, para interesarla o conmoverla,
no necesitaba Paco hablar ; bastaba que le oprimie-
se el brazo dulcemente, y de inmediato ella sen-
tía lo que sentía él delante de un lienzo patinado
por los años o un paisaje cuajado en la melancolía
crepuscular. A veces, olvidando que estaban delan-
te de una Purísima, Paco le murmuraba al oído
cosas muy dulces o la besaba furtivamente. Cada
vez mostrábase más rendido ; pero no presuroso
pctt* hacerla Suya, y ella, asqueada del sensualismo
grc^ero de los hombres, se lo agradecía con toda el
alma. Sin embargo, un día, en Santiponce, salien-
do del convento de San- Isidoro del Campo, donde
habían admirado algunas tallas magníficas de Mon-
tañés y la tumba de la infelice Doña Urraca de Oso-
rio, quemada viva por orden del Justiciero, le dijo
Paco:
— Puriya, cada vez se me hace más penoso se-
pararme de ti. Estoy deseando echar fuera las co-
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rrídas que aún me restan por torear para estarme
siempre a tu vera — ^y bajando la voz, que se hizo
soplo cálido, añadió—: A tu vera, y solos, solos
y lejos, en el campo, en «La Barrancosa», ¿ te gus-
taría? Estoy prqmrando la casa para recibirte —
y muy bajito, p«x> con mucho garganteo, le cantó
antes que ella pudiera responderle :
«Vente conmigo al molino
Y serás mi molinera.»
¿Vendrás? Di que sí. ¿Cuándo va a ser eso?
—Muy pronto ; yo lo deseo tanto como tú ; no
lo dudes, pero...
— ¿Hay un pero?...
— ^Un pero que es una perita en dulce, Paco. No
sé cómo decírtelo. Antes de irme contigo, para ser
tuya, tuya como de nadie fui, tuya toda entera,
quisiera yo tener el alma limpia de telarañas y es-
tar segura de mí misma, segura de hacerte dichoso,
segura también de que tú me harás dichosa a mí.
Si no te quisiera tanto y no pusiera tantas esperan-
zas en nuestro cariño, no tendría esas preocupacio-
nes — ^y temiendo haberlo disgustado, añadió apre-
tándose contra él — : Tú no dudas de k) que te digo,
¿ verdad, Paco ? Pronto terminarás las contratas de
este año, serás libre; yo también, y entonces, tú
para mí y yo para ti...
Paco bajó la cabeza y guardó silencio. Después
de algunos instantes preguntóle :
— ¿ Y qué son esas telarañas, Puriya ?
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CARLOS R E Y L E S
— Recuerdos, querencias del tiempo viejo, que
me impiden todavía ser como yo me he propuesto.
A pesar del encendido amor que le inspiraba
Paco y la repulsión que sentía por el Pitoche, la
bailadora comprendía que algo quedaba del viejo
cariño ; algo, una memoria obscura y tenaz de los
sentidos, una raíz profunda que no había muerto
ni quería morir. Lo aborrecía, y, sin embargo, cier-
to sentimiento enrevesado y morboso, en que se
mezclaban en dosis caprichosas el odio y la piedad,
la repugnancia y la carnal atracción, hacia él la em-
pujaba, la empujaba... Si el alma no, la carne, a
pesar de los pesares, le había permanecido instin-
tivamente fiel al chulo que la perdió. Más de una
vez, en brazos de otros amantes, hubo de confesár-
selo con pena y vergüenza. Verdad que a nadie ha-
bía querido de la entraña ni tan tiernamente como
a Paco. El hondo y suave cariño que éste le inspira-
ba la convertía en otra mujer, capaz de todas las
ternuras; borraba el pasado, la purificaba; pero
la idea obcecadora de que las «gitanas de los gita-
nos son» continuaba, no obstante, atormentándola,
aunque sólo de tiempo en tiempo y con menos vio-
lencia que antes. Esas eran las telarañas de las
que quería ella limpiarse ; el p¿ro que era una perita
en dulce.
— ¡ Ea, descanse usted ! — exclamó Cuenca, po-
niendo la paleta y los pinceles sobre un escabel.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
La bailadora descendió del estrado o tabladillo
donde posaba y se plantó frente a la tela.
— ^Tira de espaldas... Esa Pura es más Pura que
yo — dijo — . Así, aunque más fea de lo que soy,
me gusto más; me parece que digo más. Y todos
esos tíos dicen más y parecen más vivientes que el
modelo. Por primera vez contemplo un cuadro fia-**!
meneo pintado que no parezca un cromo. Los otFes.^
pintores de escenas andaluzas mojan los pinceles en ,
agua ; usted, maestro pintor, en vino ; en Jerez
unas veces, en Valdepeñas otras; vino blanco y
vino tinto, vino siempre : cuando aplicado ligera-
mente, oro y sangre ; cuando espeso, la bandera es-
pañola : huevos con tomates... en la sartén negra. ,
— ¡Tiene usted la mar de gracia!... — exclamó^
Cuenca riendo a carcajadas — . Eso que usted aca-
ba de decir encierra más verdad y es más penetran-
te que lo aseverado hasta ahora por los críticos so-^
bre mi pintura. Que pinto con betún y bermellón,
como si los negros, los amarillos y los cárdenos no
fueran toda la pintura española ; que mi luz es luz
de bodega, como si no fuese luz de bodega la dc^
Velázquez, la de Zurbarán, la del Greco ; que mis
cuadros no tienen perspectiva, ni aire, ni fondo.
Bueno, ¿ y qué ? Lo importante es que esos moni-
gotes que están ahí vivan, respiren y digan lo que
son, no pasajeramente y según la moda del día,
sino clásicamente, eternamente. Y a mí me parece
que lo dicen. Vea usted esos rostros : no son perso-
nas, son entidades.
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CARLOS R E Y L E S
El lienzo, de vastas dimensiones, se titulaba
Arriba, y tenía por asunto el cuadro flamenco de
«El Tronío». Sobre el tablao, en prin^r término,
veíase a la Pura en el momento de efectuar el des-
plante final de su baile ; el fondo, en figuras
de tamafío casi natural, lo componían los otros ar-
tistas, dispuestos en círculo y en sus actitudes más
peculiares. Otro lienzo, concluido antes, hacia pare-
ja al primero, y era como su antítesis. Se titulaba
Abajo, y representaba la parte inferior del tablao o
dormidero de las brujas con las mamas de las ar-
tistas apiñadas sobre el sofá, las cabezas caídas
o echadas hacia atrás, las bocas abiertas, los po-
bres cuerpos desarticulados. Aquellas escenas an-
daluzas, de tonos sordos y expresión patética, no se-
ducían ni encantaban los ojos como las telas bri-
llantes de Fortuny o las páginas graciosas y sabro-
sísimas del Solitario ; pero ejercían la irresistible
atracción de lo que revela el fondo doliente y miste-
rioso de la humana criatura, de lo que muestra
la angustia del vivir. Allí se sentía rugir, de tiempo
en tiempo, el torrente subterráneo del enigma y del
drama que cada uno lleva en sí; se percibían
.«sas expresiones fugaces, esos relámpagos de lá fi-
sonomía que muestran la prístina condición del ser.
A semejanza de las seguiriyas, las alnoas de aque-
llas criaturas subían a pique del fondo del mar, del
fondo de la personalidad, mostrábanse un instante
en la superficie del rostro y se volvían a las profun-
didades.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— Mi pintura — solía asegurar Cuenca — es cante
hondo. Yo pinto soleares y seguiriyas.
Covacha entró y puso una sopera llena de gazpa-
cho en la mesa, larga y angosta, de bordes talla-
dos y llave de hierro, que había entre las dos ven-
tanas, bajo cada una de las cuales veíase un ancho
y muelle sofá tapizado de damasco morado y cu-
bierto de cojines. Cuanto ganaba el pintor, que no
era mucho, gastábaselo en cacharros, muebles anti-
guos de poco precio, alfombras alpujarreñas y cu-
riosidades artísticas, que a veces iban más allá del
alcance de su bolsa y lo dejaban empeñado. Y co-
mo tenía ojo experto y no descansaba en sus re-
buscas, solía hacer muy afortunadas adquisiciones
de objetos raros, telas viejas y tallas envilecidas
por torpes repintes o estofados groseros, que des-
pués de limpias y restauradas, resultaban de gran
valor. Así, y poco a poco, había logrado adquirir
una buena cantidad de muebles y curiosidades : bar-
gueños de muertos oros y marfiles cadavéricos, ar-
cenes de tosca labra, adustos sillones fraileros,
fragmentos de retablos, tapices y casullas, que re-
saltaban de un modo singular sobre las desconcha-
das paredes y las anchas piedras del suelo.
— Ahora nos tomaremos con gracia fina este gaz-
pachito serrano — dijo el pintor, disponiendo sobre
la mesa un mantel de colores, algunos platos sope-
ros de tosca fábrica gitana y dos botellas de man-
zanilla sanluqueña — . En esta época ningún breba-'n
je iguala las virtudes y excelencias del calducho an-
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CARLOS R E Y L E S
daluz. El gazpacho es merienda y refresco. Su re-
putación remonta a los tiempos bíblicos, y entre
los griegos y los romanos gozaba de gran predica-
mento. Aquí, en Sevilla, siempre fué sopa popular.
\^l Cuántas hambres' no ha engañado el gazpacho !
Don Pedro lo comía acompañándolo con copiosos
tragos de agraz, que no es otra cosa que el hacaraz
morisco.
—Venga el gazpachito; tengo una gazuza más
que regular. Pero diga usted, maestro pintor, ¿ no
esperamos a Paco ? Ayer dijo que vendría.
— Paco entrará por esa puerta así que yo empie-
ce a llenar los platos — contestó Cuenca, metiendo el
cucharón en la sopera — . El recibir toros enseña a
ser puntual. Romero, Paquiro, Redondo, el tuerto
Domínguez, todos los matadores que ejecutaron
aquella suerte, tuvieron fama de puntuales. Paco
no había de ser una excepción. Ya llega... ; ahí lo
tiene usted.
En efecto, la puerta se abrió y apareció Paco,
acompañado de Tabardillo, que traía un paquete
debajo del brazo.
—Aquí traigo para usted, señora— exclamó el pi-
cador-anticuario, abriendo el paquete — , una mara-
villa de esas que sólo sé veri en los museos : una
cosa que es el acabóse de la escultura... y que se
puede comprar por dos pesetas, como quien dice.
— Puriya, no te dejes dar coba— interrumpió
Paco.
— ¡Cobal... Ahora mismo lo va a decir Cuan-
IQO
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
ca. Prepárese usted, maestro pintor, para recibir la
arremetida de un miura, quiero decir, una emo-
ción de chipén.
— ¿Qué es ello, hombre?...
— Casi na, una tontería de virgen ; una virgen de
Alonso Cano. Así, •como suena. Y que es de
Alonso Cano como yo soy de Seviya. Tiene la
marca de fábrica, el cuño, esa cosa única de Cano,
que es como la divisa del ganadero en los morri-
llos del toro : indica la procedencia.
Y tirando al suelo el ancho para andar más pron-
to, deshizo el paquete con grande cuidado y puso
sobre la mesa una virgencita tallada en madera.
— Véanla ustedes, y díganme si es o no es una
maravilla. . . Cano cantando. Cano de una vez. Cano
por los cuatro costaos.
Los tres se acercaron y contemplaron la esta-
tuita llenos de asombro y delectación. No men-
tía Tabarda; aquel pequeño objeto era realmente
un prodigio de arte, simple y exquisito a la vez ;
realista y místico en una sola pieza.
— ¡Cómo reza la pobrecita !— exclamó la Pura.
— ¡ Sí, cómo reza y cómo llora I — añadió Cuen-
ca — . No se puede pedir más simplicidad, más
emoción, más gracia. Esta pobre virgencita, humil-
de y pura como un huevo, es, a no dudarlo, la
hermana menor de aquel San Francisco de la co-
lección Odiot, que es, a mi entender, la obra maes-
tra de Cano. Parece mentira que manos teñidas
en sangre, inocente, acaso, hayan podido ejecutar
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CARLOS R E Y L E S
obras tan puras y serenas. Cano, como Herrera el
Viejo, Valdez Leal, Ribera y tantos otros grandes
artistas de aquella época, tenía el genio vivo y la
mano pronta, lo cual no le impidió ser el más mís-
tico de los escultores españoles. Mató, sin más
trámites, a la esposa infiel ; por rivalidades del ofi-
cio casi envía al otro mundo de una estocada al
pintor Llano y Valdez, que tampoco era manco, y
tuvo muchos duelos y pendencias, de los cuales sa-
lió siempre con fortuna, porque era de ánimo en-
tero y manejaba la espada como el buril y la bro-
cha. Pertenecía a la casta brava de los conquista-
dores y los aventureros, los santos y lo6 picaros;
a esa casta de donde salieron Cortés y Alonso Con-
treras, aquél, que de pinche llegó a comendador de
Malta ; Santa Teresa y la monja Alférez, la niña de
familia noble que, abandonando el convento donde
iba a profesar, vistió el traje de soldado y se hizo
famosa, guerreando en España e Italki, por su bra-
vura, reyertas, homicidios y fechorías, y cuya exis-
tencia, rota y huracanada, conservando incólumes,
entre rufianes y bandidos, la fe y la vii^inidad^
le inspiró a Pérez de Montalván su mejor come-
dia, a Calderón la asombrosa Devoción de la Cruz
y a Moreto el admirable San Franco de Sena. Cano
era un místico y un espadachín. De él o de su dis-
cípulo, Pedro de Mena, debe de ser un crucifijo
muy curioso que tuve ocasión de admirar en Éci-
ja. La cruz, con punteras de plata afiligranada,
era de madera recubierta por amarilloso pei^ami-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
no, sobre el cual el Cristo, finamente esculpido y
de una anatomía estupenda, cobraba extraordinario
resalte. Y bien, señores, tiranck) de la parte supe-
rior, salía de la cruz una daga.
— ¡ Jesús, ya la estoy viendo, y se me ponen los
pelos de puntal — exclamó la bailadora.
—Semejante barbaridad sólo podía ocurrírsele a
un artista español— aseveró Paco.
— Esas barbaridades nos hicieron grandes — repu-
so Cuenca al punto, y luego, quitándose la blusa
de tela azul, que se ponía para trabajar, añadió — : p/
Crucifijo y puñal : he ahí un símbolo de la vieja í
España. Ahora no hacemos barbaridades, y por j
eso andamos tan decaídos.
— ^Y si las hacemos, nos dan cada paliza que
Dios tirita — argüyó Tabardillo — . ¿Han leído us-
tedes en El Liberal de hoy el desastre de la Haba- ' ;
na? Toda la escuadra del almirante Cerrera a pi-
que, como ayer en Cavite la de Montojo. ¿Qué di-
rían los Reyes Católicos si levantasen la cabeza?
— La bajarían y harían lo que esta virgencita :
rezar fervorosamente — respondió Cuenca, y sus
ojos claros se ensombrecieron — . Nosotros, para
soportar las calamidades que van a sobrevenir y
rehacernos, debemos rezar de otra manera : no de
rodillas ni en la iglesia, sino en pie y frente al yun-
que, a todos los )ainques. El trabajo es la única ple-
garia que hoy llega a los pies del Altísimo. Por lo
pronto, comamos nuestro gazpacho ; hay que vivir.
Cabizbajos y en silencio sentáronse alrededor de
C. RsTLU: Bl embrujo 0$ StvilSa, nr^^f^]^
CARLOS R E Y L E S
la mesa. Durante algunos momentos sólo se oyó
el repique de las cucharas y tal cual hondo suspiro.
De pronto el pintor, indicando con el brazo estira-
do la grande tela de Don Quijote y Sancho,
dijo:
y — Cuando yo pinté ese cuadro, símbolo del he-
roísmo español que no acierta a encarnarse en
obras y vaga extenuado y macilento por las lla-
nuras de la Mancha, no sabía a dónde iba el ca-
ballero de la Triste Figura. Ahora, lo sé: iba a
reconfortarse y cobrar nuevos alientos a las Pla-
zas de Toros, mientras Sancho, rezagándose, tor-
cía para Cavite... No es el quijotismo, sino el san-
chopancismo el que nos ha llevado a la pérdida
de Cuba, último florón de aquella espléndida co-
rana colonial que nos legaron los Reyes Catoli-
zeos. Acaso es un bien. Reducidos a nosotros mis-
^ mos; obligados a cultivar el propio jardín, quizá
sabremos hacer otra vez obra de varones, obra de
machos cogotudos. Santiago y cierra España. Sí,
seamos españoles, españoles de nuestro tiempo;
concentrémonos en las Plazas, que son nuestros
gimnasios y nuestras palestras, para derramarnos
luego por toda España y después por el mundo — ^y
echando la cabeza hacia atrás, y con el tono que-
ji^mbroso y el ademán enfático de los malos acto-
res, continuó: — Caballero del ideal, no desdeñes
por prosaica la moderna aventura del trabajo, por-
que éste lleva en sí la enjundia de muchos ideales
y es el más fiel servidor de la grande esperanza
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
del hombre en que esos ideales se congregan y
funden. Pero, ¿ qué camino seguir ?, ¿ qué métodos
emplear? Las divergencias de parecer son múlti^
pies y grandes. Cada doctor propone una pócima
diferente. A mí, aunque simple y pecador, se; me
ocurre que lo primero será conocernos, saber lo
que somos y lo que pretendemos ser, y en segui-
da indagar en qué y en qué no concuerda nuestro
instinto de dominio y nuestra ilusión vital, los
grandes resortes de la vida intensa, con la grande
esperanza de libertad, justicia y amor, que es, por
excelencia, la ilusión vital del hombre, lo que lo
hace vivir humanamente, lo que legitima sus as*
piraciones superiores, triplica sus fuerzas y lo in-
cita a bregar sin descanso bajo la greña del sol.
¿Cómo encauzar sin menoscabo, sin bastardear-
nos, las viejas energías de la raza en los canales
de la actividad moderna? ¿Cómo ser modernos sin
dejar de ser españoles castizos?
Cuenca Hizo punto y se quedó mirando absorto
las vigas del techo. Tabardillo carraspeó, mondó el
pecho y, derramando torvas miradas, dijo senten-
ciosamente :
— Aquí hay mucha miseria — y lanzó un escupi-
tajo de costadillo.
— ^Y mucha ignorancia — afirmó Paco.
— Y mucho orgullo — añadió la bailadora.
— Miseria, ignorancia y orgullo, terribles, pero
no incurables males. Si quisiéramos, si tuviéramos
voluntad firme, los conjuraríamos. Contra la mi-
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J
CARLOS R E Y L E S
seria, trabajo; contra la ignorancia, aprender;
contra el orgullo, viajar. Lo difícil es descubrir
el resorte propulsor, el estímulo que nos dé la di-
vina apetencia de enseñoreamos del mundo, de
prolongarnos en el tiempo y el espacio.
Paco, sonriendo, argüyó:
— Olvidas, Jarete, que nosotros, los andaluces,
estamos hechos para la juerga, no para el tra-
bajo.
-—El trabajo es juerga cuando se trabaja con
gusto. Eso de nuestra ingénita pereza es cuento,
Paco. Más energías derrochamos nosotros en bai-
lar que otros en majar el hierro. Empleémoslas
en producir las riquezas materiales y espirituales
que necesitamos. Pero, { ay I, no creemos en nada,
nos burlamos de todo, y ese escepticismo de pata-
lees nos mata. Los españoles tenemos que fabri-
carnos a toda costa una nueva y grande ilusión
vital ; una Dulcinea, que no sea Aldonza Lorenzo,
y que nos induzca a cometer placenteramente mu-
chas fecundas locuras. ¿Cómo encontrar la fór-
mula del trabajo deleitoso?
— ^Yo, por mi parte, ya la encontré — aseguró la
Pura entre seria y risueña — . Cuando bailo, lo
hago con deleite y mucha conciencia, como si es-
tuviese diciendo misa o quisiera revelarle al pú-
blico un secreto muy gordo...
— ¡Tienes la gracia por arrobas, Puriyal — ex-
clamó Paco cogiéndole la mano y besándosela — .
También a mí ahora me pasa algo de eso. Ade-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA ,
más del parné y las palmas, busco otra cosa : decir-
les a las gentes toreando no sé qué; descubrirles
un misterio, no sé cuál. Y eso es lo que me de-
leita.
— Pues yo, señores, confieso— declaró Tabarda c^
algo mohino — que el picar toros y el vender anti-
guayas no me divierte. En cambio, cuando emba-
durno un cacharro que me ha salfo bonito, y lo
pongo en el homo, y resulta la cochura lo que yo
quiero, siento un goce tan grande como el que de-
bió de sentir la Virgen cuando parió el niño Dios.
— Es que tú no eres picador, ni anticuario de <-
ley, sino alfarero— replicó Cuenca — . Uno sólb
es lo que haccTcón gusto. Y yo les digo a ustedes
que si todos los españoles trabajasen revelando su
secreto y descubriendo su misterio como usted,
Pura, baila, y ttS, Paco, toreas, y tú, Tabardilk),
fabricas cacharros, sabríamos mucho más de nos-
otros mismos; tendríamos más enjundia castiza y
cobraríamos la antigua pujanza. España posee ¿Z
grandes energías espirituales, sólo que están en
las entrañas de la tierra, ocultas y sin empleo.
Descubrir filones, hacer posos muy hondos y sa-
car afuera el material propio, he ahí lo que nos
hace falta. Inútil es echarle la culpa de nuestra
decadencia a los Austrias, a los Borbones, a los
malos Gobiernos ; ni pensar que la triaca def mal
está en la Monarquía, la República o el socialis-
mo. Hace siglos que todos, cada cual en lo suyo,
veníamos preparando la pérdida de Cuba, porque
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CARLOS R E Y L E S
rmdiéy en lo suyo, hada lo suyo. Nos fuimos in-
fieles, y la suerte nos fué infiel. Al salir y alejar-
nos de nosotros mismos, perdimos el sentido de
la realidad fecunda, dejamos de oír las voces ins-
piradas de la tierra nativa. Volvamos a la tradi-
ción, no de las formas, como quieren muchos es-
píritus momificados, sino de las substanciiÉS, que
toman las modalidades impuestas por los tiempos
sin cambiar de esencia nunca, antes bien, decatan-
do y acendrando de época en época su esenciali-
dad. Ya hay barruntos de ese deseo de abrir po-
zos hondos y sacar a luz el material castizo. Rena-
ce la assulejería ; renace ti admirable arte de los re-
jeros ; renace la moda mudejar de tallar el ladri-
llo con el mismo primor que la piedra. Los pinto-
res desentierran al Greco y a Váldez Leal ; los es-
critores a Góngora y a Gracián ; los arquitectos
empiezan a ver al enigmático Churriguera, y todos
a sentir lo español. Y aquí está la Pura, bailadora
de buten, doctora del tablao, que nos va a descu-
brir ahora mismo, con su interpretación coreográ-
fica de la malagueña, una faceta del alma anda-
luza.
La bailadora les había prometido que esc día,
después del gazpacho, les iba a mostrar algo de
los bailes que estaba imaginando.
— Vaya por la faceta — contestó riendo — . Anda,
Paco, coge la guitarra y cántame bajito las ma-
lagueñas del Chacón. Todos sabemos que las ma-
lagueñas no se bailan ; yo voy a interpretar bai-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
lando, no lo que se oye, sino lo que se ve cuando
se escucha ese cante. Figurarse, señores, un patio
sevillano, con su surtidor, sus columnillas, friso
de azulejos y tiestos de flores. En la casa, algnien,
con mucho estilo y mucho sentimiento, como si
llorase cantando, se templa por malagueñas; us-
tedes, aquí, en el patio, T^en lo que la voz canta:
es la peniya andaluza que despierta y se engala-^
na para salir bonita; luego, al empezar la copla,
el querer que gime y habla de pasión, celos, tor-
turas y puñalaítas traperas ; después, el sollozo que
aprieta la garganta, y por último, las arrancas
de llanto que parten el corazón. Anda, Paco, ven-
ga de ahí; el toque debe ser muy lento, el cante
muy hondo y garganteao. Entre rasguido y rasgui-
do una pausa. Yo me envuelvo en el mantón y
salgo bailando, venga...
La guitarra sonó :
Prim... prím... prim... prim...'
Prim... prim... prim... prim...
PitiVfrín, pirirín, pin, pun.
A cada rasguido la Pura avanzaba un paso, se
detenía, volvía la cabeza a un lado y a otro e iba
sacando la cara del embozo. Marcaba el compás
con los pies y el cuerpo. Cada nota era un golpe
de tacón y una actitud, golpes y actitudes que por
momentos se unían sin solución de continuidad y
remataban en cadenciosa y expresiva danza. Cuen-
ca y Tabardillo la contemplaban absortos. Paco
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J C'ARLOSREYLES
ponía sus cinco sentidos en tocarle como ella que-
ría. Del floreado mantón salió primero la cara, en
seguida el cuello fino y nervioso, después el busto.
Era como una rosa que se abría. De pronto, en
una rapidísima vuelta, despojóse enteramente de la
joyante prenda, y el cuerpo, de líneas divinas, que-
dó al descubierto, ya ondulando voluptuoso, ya re-
torciéndose dramáticamente, cual si lo agitaran ora
los goces, ora los dolores del amor. Los movimien-
tos de las manos y los brazos no le iban en zaga en
elocuencia a los arrestos, los desplantes, los gol-
pes de cadera y los vuelos del pie con que tra-
ducía plásticamente las palabras de la copla. Aquel
baile no se parecía a las sevillanas, ni a los tan-
gos, ni a las alegrías, aunque se compusiese de los
pa^)S y actitudes más características de ellos ; era
una danza menos movida y graciosa, pero más in-
tencionada y expresiva. Lo que los bailes clá-
sicos apuntaban solamente, aquí aparecía exterio-
rizado y dicho.
Covacha y el mozo de cuadra, atraídos por el
jaleo, se Kabían introducido sigilosamente en el
taller, y de motu própHo escanciaban el vino, con-
templando pasmados ^ mismo tiempo a la bai-
ladora. Comprendían que estaba inventando, y la
miraban como quienes ven operarse un prodigio.
El rostro de la Pura se Había transfigurado ; ya no
era la gachí dulce y placentera, sino la hembra
brava, la terrible moza juncal, cuyas sonrisas enlo-
quecen, cuyas miradas matan. Sus desmayos, sus
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
furíasi sus retorcimientos parecían los de una pi-
tonisa delirante. Cuenca la contemplaba extático,
palpaba con los ojos el alma nebulosa y barroca del
cante, vela la malagueña de cuerpo entero. Ta-
barda también la veía. Paco sólo veía la hermo*
sura, el garbo y la sal de la bailadora. «¿ Qué se-
cretOy qué misterio nos revela la Pura en este ins-
tante?», preguntábase el pintor tratando de anali-
zar las extrañas emociones que experimentaba.
«Esas angustias, esas postraciones, esas soberbias,
¿ son las suyas o las de la raza ? Esa pena, que quie-
re mostrarse con la cara bonita, ¿ es la pena de la
andaluza o la pena presumida y galana de Sevilla ?
Esos desplantes provocativos y esos resignados qué
más da, ¿ son los de la chula o los del pueblo an-
daluz ? Ese lloro altanero y ese querer y no poder,
'¿ es el de la Pura o el del orgullo español ? ¿ Es po-
sible que tanta pasión, tanta fiebre y tanta ansia
violenta no vayan a ninguna parte?»
Covacha y el mozo seguían escanciando el vino.
Las botellas vacías, los caballos muertos, se iban
amontonando. De tiempo en tiempo le alcanzaban
una caña a la bailadora; ésta la apuraba de un
gcdpe, sin interrumpir su baile, y la devolvía sin
mirar. Lo mismo hacía Paco al ser servido, ejecu-
tando con la mano izquierda alguna afiligranada
falseta mientras que con la derecha bebía. Nadie se
acordaba de Cavite ni de Santiago; todos, incluso
los doméstioos, sentían con fuerza inaudita el an-
sia dt vivir y el andaluz placer de gozar sufríen-
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CARLOS R E Y L E S
do. «¿ Es posible que tanta pasión, tanta fiebre y
tanta ansia violenta no vayan a ninguna parte?»,
continuaba preguntándose el pintor. De pronto la
Pura se puso muy pálida, llevóse las manos al co-
razón y sacudida por violentos sollozos se dejó caer
sobre el sofá. Paco la estrechó sobre su pecho, y
acariciándola como si fuera una chiquilla, pre-
guntóle :
— Puriya, ¿qué tienes, qué es eso?...
— Nada, Paco, es la lloradera ; ya pasará. ¡ Ay,
Dios mío! Me ahogo, darme de beber y no me
pregfuntéis nada.
Tabardillo le alcanzó un vaso lleno. Todos la
miraban con ojos enternecidos. La Pura bebió ávi-
damente y se acurrucó contra Paco. Éste sentía so-
bre el pecho el desordenado golpear del corazón de
ella.
— ¿Tienes ganas de llorar?
—Sí...
— Llora, Puriya, desahógate...
— ¡ No ha de tenerlas ! — exclamó Tabardillo — .
Yo soy un picador de toros y también las tengo.
— Y yo — añadió Cuenca.
— I Josú lo que se trae esta criatura bailando 1 1 Va-
ya canela fina ! Cuando yo les decía que iba a ar-
mar una revolución en el baile, sabía dónde me
apretaba el zapato. Nada, señora — ^agregó inclinán-
dose sobre ella — , si la mandamos a usted a Cuba,
en lugar de los acorázaos, ganamos la guerra.
— No me haga usted reír, Tabardillo, que no
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
tengo ganas — exclamó la bailadora llorando y rien-
do a una.
— Covacha, abre las ventanas, que entre el aire —
ordenó Paco.
— Dejémosla tranquila algunos instantes — pro-
puso Cuenca, y haciéndoles señas a Tabarda y los
domésticos para que lo siguieran salió del taller.
La Pura no usaba corsé. A Paco le parecía que
la tenía desnuda entre los brazos. Sentía el calor
de su cuerpo, la morbidez de sus carnes, las duras
turgencias de sus pechos, y tanta emqción volup-
tuosa no empañaron ni un instante la grande ter-
nura que la bailadora le inspiraba : «Es extraño
— se dijo — ; Paátora, la niña, sólo me inspira aho-
ra deseos carnales, y ésta, la gachí de tronío, amor
puro» y luego, pegando su rostro al de ella, le mur-
muró al oído:
— Puriya, deseabas que te quisiera bien ; pues
bueno, bien te quiero.
— ¡Ay, Paco!, no me lo digas, porque me da
mucha pena — musitó ella.
— ¡Penal...
— Sí, Paco de mi alma, porque quisiera ser para
ti pura como esa virgencita y no puedo. En eso
pensaba bailando; en eso y en otras cosas muy
tristes. I Ay !, ¡lo que se sufre cuando se quiere de
veras!...
— ^Todas esas desazones pasarán cuando estemos
solitos los dos en «La Barrancosa».
— ¿Verdad que sí? Tuya, tuya, sólo tuya. ¡Si
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CARLOS R E Y L E S
Dios quisiese dejarme morir a tu vera ! Dime, Pa-
co, este querer que te tengo, ¿es lo que se llama
amor fino ? Me gustarla que más finoUs no lo hu-
biese en el mundo.
Él, por toda respuesta, la besó en la boca.
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IX
ERANDO en Sevilla ni ana sola noche dejaba
Paa> de concurrir a «El Tronío». Al terminar
cada cuadro la Pura descendía del tablao, atrave-
saba la sala, arrancando a los parroquianos al pa-
sar oles y vivas a España, e iba a sentarse a la
mesa del astro y sus satélites : Cuenca, Míguez
y Tabardillo. Cuando concluía el espectáculo,
. ausente el espada y el picador, los amigos la acom-
pañaban hasta la puerta de su casa, una casita
muy cuca, blanca y florida, adquirida por la baila-
dora tiempo atrás y que bajo la dirección experta
del pintor había refaccionado y estaba concluyen-
do de amueblar. El patio, muy pequeñito, resul-
taba una verdadera monería, f Veinte columnillas de
rosado ladrillo y capiteles de lo mismo, esculpi-
dos como si fuesen de mármol, sostenían las gale-
rías altas, cubiertas y con balconcillos de trecho
en trecho, de los que pendían, a modo de repos-
teros, vistosas mantas jerezanas* Los azulejos del
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CARLOS R E Y L B S
zócalo eran de cuerda seca, diseñados por el pin-
tor. Una fuentecilla de cerámica trianera, rodea-
da de tiestos de flores, ocupaba el medio del patio,
hecho de piedrezuelas redondas con camineros de
trabados ladrillos y olambrillas. Ornaban las pa-
redes, entre columna y columna, ya pequeños cua-
dros formados por cuatro azulejos de los que lla-
man de montería, embutidos en los muros ; ya sim-
ples platos de gusto hispano-^rabe, imitación de
los antiguos maneses. Gallardas palmeras en tina-
jas de barro cocido sin vidriar, sobre pies de hie-
rro, alegraban los ángulos del patio, por cuyos
corredores, veíanse dispuestos sobre pequeñas al-
fombras atpujarreñas, algunos muebles de indus-
tria sevillana, baratos, pero muy decorativos, y
hasta media docena de mecedoras de madera pin-
tada y asiento de enea. En el muro frontero a La
cancela, Cuenca había tendido un nuintón de Ma-
nila y formando sobre él flamenco trofeo, compuesto
por una guitarra colocada verticalmente ; dos pan-
deretas, representando escenas del tábUto a cada
lado de ella; debajo un castoreño de picador y
arriba^.una rufa montera. El toldo que defendía el
patio de los ardores del sol, era de lona, ornado
por ancho fleco y ufia caprichosa franja bordada
burdamente con lanas de colores, a la manera de
las jáquimas de los borricos. La tamizada luz fun-
día armoniosamente tanto impetuoso y diverso co-
lor, resultando un conjunto no sólo pintoresco,
sino bien equilibrado.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— Esto está muy sabroso — solía decir Cuenca sa-
tisfecho de su obra.
Cuando la Pura salía del café sola con Paco so-
Han entrar de pasada en la buñolería de la tía Cu-
rra y permanecer allí un par de horas, platicando
amorosamente y haciendo proyectos para el fu-
tufo. Los parroquianos de «El Tronío» conocían
los amores del torero y la bailadora, y también las ¿^
fatigas que por ella pasaba el Pitoche. Éste no lo
ocultaba ; sus coplas, cada vez más tristes, hacían
transparentes alusiones a la desdichada pasión que
lo tenía tan magro, verdoso y sombrío. Su cante
se había hedió más sordo, más opaco, más hondo.
A veces no parecía que cantaba, sino que lloraba.
«¡Ayl ¡Cómo le duele 1 ¡Cómo canta ahora este
gachó hy, decían las buenas gentes que iban al
café a oírlo sufrir^ Se acodaban sobre las mesas,
y con los ojos brillantes como si fuesen de cristal
y dilatadas las ventanillas de la nariz, sufriendo
voluptuosamente, oían salir de la boca del cantador
el rosario de sus ayes, de sus lamentos, de sus pe-
niyas negras. Los adornos y pasos de garganta
convertíanse en gemidos, en estrangulados sollo-
zos, en llanto ahogado que por veces estalla y
chilla. Su voz, que se había vuelto un tanto aguar-
dentosa y desgarrada, tenía acentos cálidos, no-
tas de violoncelo e inflexiones sumamente expre^
sivas. La Pura no quería oirlo y lo oía ; lo oía con
penoso deleite. El Pitoche, acaso sospechándolo,
parecía cantar sólo para ella. Los ojos negros y
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CARLOS R E Y L E S
cavados del cantador la buscaban, se prendian al
rostro de la bailadora y era como si le estuviesen
declarando lo que sentía. Paco fingía no obser-
varlo ; la Pura miraba hacia otra parte o se ponía
de espaldas al cantador. Incesantemente éste se
hacía el encontradizo y procuraba trabar conver-
sación; pero ella lo dejaba con la palabra en la
boca y seguía su camino. En el iablao la jaleaba
más que ningún otro artista, implorándole, al mis-
mo tiempo con los ojos, la limosna de una mirada.
Mas ella no se daba por aludida. Mientras se ves-
tía lo sentía toser en la saleta. Y a la llegada y a
la salida del café estaba segura de encontrarlo en
la puerta, esperándola para darle las buenas no-
ches. La persecución del gitano la ofendía, y le-
jos de ablandarla, irritábala más contra él. Lo
que la ablandaba y conmovía era verlo tan abatido,
tan humilde al presente en el querer, cuanto antes
había sido soberbio y duro. Una vez que entraba
sin la doncella a «El Tronío», le salió al encuentro
el Pitoche y le dijo casi sollozando:
— Pureta, ten compasión ; ¿ no ves que tus (tes-
víos me están matando?
Iba a responder secamente ; pero la mirada an-
gustiosa del cantador la contuvo. Reportándose
contestó :
— ¿Y qué quieres que yo le haga. Pitoche? Si
no pretendieras lo imposible, lo que no puede ser,
no te pasaría eso.
Él bajó lá cabeza y dijo :
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— Yo no pretendo que me quieras, puesto que
tú quieres a otro; lo único que te pido ca que no
seas tan desdeñosa, tan cruel, porque eso me deses-
pera, me güerve loco. -
— ¿ Y qué he, de haccir ?
-^No darme con las puertas en las nances cuan-
do te hablo ; jacerme la caridá de oirme. Hasta a
los condenaos a muerte se les concede una gra-^
cia. Yo no he cometió otro delito que quererte, y
sin esñbargo me has condenao y me estoy mu-
riendo, muriendo de pena*
—No son las penas las que te acaban. Pitoche,
sino :1a desastrada vida i que llevaí^.
— JBebo pa ajogar este come come del queré que
no me deja viví — dijo animándose, y aproximando
su rostro al de eila, continuó^t- : j Pureta, Pur^a j te
quieto, te quiero más que a mi mare, t^ quiefo 1
Todo lo, que hice por olvidarte, por arrancarme esta
espina . envenena quia llevo aqhf, iué ihútih Mi mal
\ no tiene reniedio ; me siento perdió*., y bebo, bebo.
Me mato por no matar. Si tú supieses las ideas ne-
gras que toe pasan por la jetó cuando te veo tan
derretía con él mientras yo trago quina y rabio.
¡Ayl... Si tú me quisieras un chispitín, yo no lo
cataría y sería más güeno que el pan. Anda, Pu-
reta, quiéreme tanto así. Dime que no lo has ólvidao
too ; que recuerdas entoavía a Pitoche «1 bueinov a!
Pitoche que te lavaba toíta cuatido estuvistó ma^
la ; al Pitoche que afanaba golosihas para que las
coimeras tú.
209
C, RvYueñi El embrujo de SevilU , 14
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CARLOS R E Y L E S
— Ahí lo tienes ; si te dejo hablar oigo cosas que
no quiero oír.
— Déjame que me desahogue una vez siquiera,
mu jé.
— No puedo ni quiero escucharte, Pitoche.
— Lo haces por él, ¿verdá? — interrogó el gita-
no apretando los dientes y achicando los ojos, que
de suplicantes se tornaron rencorosos y amenaza-
dores.
— Por él y por mí, y jK)rque no me da la real
gana. ¿Quieres saber más?
Cogiéndola por un brazo y apretándoselo vio-
lentamente, exclamó el cantador fuera de sí :
— Pues yo te digo que por las buenas o por las
malas me escucharás.
— ^Yo te respondo, malange — gritó ella rechazán-
dolo — y que ni por las buenas ni por las malas.
El Pitoche, iracundo, levantó la mano, ella lo
desafió con la mirada; luego, haciendo un ges-
to despreciativo y encogiéndose de hombros, se
alejó.
Algunos días después, estando el cantador sen-
tado, como de costumbre, en el dormidero de las
brujas mientras la bailadora se vestía, se le acercó
Argüeyo y le dijo misteriosamente :
— ¿Sabes lo que hay, Pitoche? Me he enterao
7 que el pájaro toma el olivo. Hoy baila por última
vez. Se va a «La Barrancosa» con el señorito Paco.
El Ñañe me lo dijo.
El Pitoche nada contestó. Argüeyo Jo contem^
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
pió un instante con sus ojillos torvos y luego pre-
guntóle :
— ¿Qué piensas jacer? — ^y observando que el gi-
tano lloraba añadió — : Eso no es lo que jacen los
hombres, Pitoche.
— ¿ Y qué puedo jacer yo, mardita sea mi
suerte?
— Impedirlo.
— ¡Impedirlo!... Y ¿cómo?
— Metiéndote de por medio con una navaja en
la mano.
— ¿Y con qué derecho, pelmoBO?
— Con el derecho que le da a todo hombre su
queré, si es hombre. Y si lo es, no se deja quitar
ni por el mismísimo beato Pablo . la hembra que
quiere sin correrla, sin jugársela. Lo demás son
cuentos. No seas panoli. Yo siempre que quise a
una gachí me la jugué. Y por las buenas o por las
malas me salí con la mía.
— Con esa niña no hay malas que valgan — ar-
güyó el Pitoche descorazonado — . Es una mujer
que está por encima de nosotros, Arguello.
— Esa niña es como toas. Si la dejas que se cres-
ca te gana terreno y te lleva de calle. Pero si al
alzar el gallo, le endiñas un par de caites, vendrá
a lamerte la mano. A sacudía y remonta, nadie le
gana a la Pulida, y la tengo más suave que un
guante. Las mujeres toas son unas... — concluyó
sentenciosamente.
— A la Pura si le endiñas un cate,, te lo devuelve
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y
CARLOS K E Y L E S
con un tiro en ancas. ¿Le pegarías tú a la reina
una gofetá?, pues es lo mismo. La Pura es una
reina en lo suyo, y está acostumbra a que chicos y
grandes la sirvan de rodiyas. Es poderosa, guapa
y querida. Los cates no la alcanzan. ¿Mira cómo
la trata el señorito Paco ? No cabe más finura, no
parece sino que fuese su novia. Y no dirás que
ése no es un hombre. La Pura se lo merece too,
¿estás?, y toos la respetan como si estuviese so-
bre un altar. ¿ Había yo de arrancarme por petene-
ras siendo, entre los que la rodean, la última carta
de la baraja ? Bonito papel iba a jacer yo.
— Por lo visto le tienes tanto miedo a ella como
a él — conjeturó Arguello insidiosamente.
Volviéndose hacia su compañero y recalcando
mucho las palabras, mientras le metia los ojos en
los ojos, respondió el Pitoche :
— No me hagas de reír, que tengo el labio par-
tió. Miedo no le tengo a ella, ni a él, ni a ti — y
luego, cambiando de tono, añadió— : Lo que yo
tengo es otra cosa, que tú no puedes comprender,
porque eres muy bruto. Arguello. Perdona que te
lo diga.
— Y a mucha la honra; el ser bruto me ha im-
pedido dejarme corre las espuelas por las muje-
res y manosea por los hombres. A ti el quinqué
te sirve para que te lleven por las narices aqué-
llas y te birlen las novias éstos.
— Eso se verá. Antes que sea de otro, el presi-
dio, la horca...
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— Ahí quería verte, Pitoche. Al fin te pones en
el terreno dé la verdad* Esa niña fué tuya y es tuya
por el aq^iel del primer ocupante, y serás un man-
dria, un buey manso y huido, si queriéndola de
chipén, te la dejas quitar por un señorito pampline-
ro, que sólo la querrá para que le haga gracia un
rato y, luego, a tomar... er sol. ¿ Qué diría toíta Se-
villa de ti ? Hasta los chiquiyos se te reirán en las
barbas. Y ella te despreciará más. Por el contrario,
si haces una hombrá, volverá a ti, tenlo por seguro.
Quizá es eso lo que espera para volver a la que-
rencia, la hombrá, la metía de pecho, los hígados
en el querer. No hay gachí, rica o pobre, alta o
baja, que no se disloque por el gachó que se echa
a lo hondo por ella. Lo que te digo va a misa ; es
más verdad que el Evangelio, no lo olvides — e
incorporándose y poniéndole la mano en el hom-
bro, agregó — : Escucha, Pitoche ; si necesitas de
un amigo, aquí me tienes pa lo que gustes man-
dar.
Después del primer cuadro, al descender los ar-
tistas del tablao y dirigirse la Pura a la mesa de
Paco, que estaba solo, le imploró el Pitoche, por
lo bajo :
— Pureta, óyeme dos palabras; tiempo te sobra
de hablar con ése. No tengas malas entrañas,
mujé.
— Anda y que te pelen— replicó ella de mal ta-
lante.
Habían convenido con Paco que esa noche ce-
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CARLOS R E Y L E S
narían juntos en «El Tronío», para irse de ma-
drugada al campo, y estaba, en lugar de conten-
ta, inquieta y nerviosa. «Me da el corazón que va
a suceder algo. ¡Como no meta la pata esa asaú^
ral.,. No estaré tranquila hasta verme en «La Ba-
rrancosa», repetíase a cada momento.
— ¡Ay, Puriya, no sabes cuánto deseaba que
llegase este instante! — le dijo Paco, tendiéndole
las dos manos.
Sentándose- frente a él, y mirándolo como si le
dijera con la mirada, dulce y burlona a una : «Ya
sé que estás chalaito por mí», contestó la baila-
dora :
— ¿Me quieres mucho, Paco?
— Más que a nadie quise en el mundo. Te llevo
en el alma como un clavo metido hasta la cabeza.
Hasta delante de los toros pienso en ti. En la úl-
tima corrida se me coló un jabonero del Duque,
por debajo de la muleta ; me enganchó, y al su-
bir por el aire, como un cohete, sólo acerté a de-
cir : «Adiós, Puriya».
— I Ay, qué guasoncito está el tiempo !
— Que un toro me ase a cornás si no es cierto
lo que te digo, Puriya — aseguró él muy serio — .
Cuando me perfilo para matar, me acuerdo de ti.
«¡Vaya por mi niña!» — me digo — y entro por
uvas, lleno de coraje y confianza, como si en la
cola estuvieras tú con la Soleá, para hacerme el
quite. Sí, te quiero, como nunca quise. Y es que
tú, Puriya, no eres para mí sólo una mujer, sino
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
todas las mujeres juntas, porque reúnes, fundidas
en tu palmito garboso y en tu cara bonita, las
gracias de las demás, haciéndole palmas a la tuya,
que es la más salada. Eres — como dice Cuenca —
el paradigma del garbo. Cuando te veo bailar, se
me antoja que veo, no a la más, salerosa de las
trianeras, que eso, siendo el acabóse, es poco tra-
tándose de ti, sino a la mismísima Triana, de
mantón de Manila y pollera gitana. Por decírtelo
todo : desde que te hablo, me saben mal las cañas
de vino que no bebo en tu compañía, ¡y sabe
Dios si me gusta a mí el vino!...
— ¿Y me querrás siempre así, Paco? Mira que
yo contigo seré muy celosa; mira que yo no par-
tiré peras con nadie ; mira que te quiero para mí
sola. Y tú eres muy tentao de la risa.
— No soy, era — corrigió Paco — . Tuve muchos
líos y corrí muchas juergas, sobre todo, desde que
empecé a torear. ¿Qué quieres?, el oficio lo pide.
Cuando se arriesga el pellejo de continuo, se sien-
ten deseos imperiosos de olvidar el peligro, de
querer y apurar ávidamente todos los goces de la
vida. Considera, Puriya, que cada toro que sale
por la puerta de los chiqueros, trae mil muertes
en los pitones. ¡Y lu^o, las tentaciones son tan-
tas ! Así que Jlega la celebridad, los admiradores
y los amigos te marean con toda suerte de fiestas ;
las damas más encopetadas te envían billetes que
huelen a gloria, y las mocitas se te desmayan si
les echas una flor. Ahora el mujerío me aburre, y
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CARLOS K E Y L E S
las juergas me apestan. Sólo estoy a gusto cuan-
do estoy a tu vera.
Luego hablaron de lo que harían en ((La Ba-
rrancosa». Paco se proponía introducir grandes re-
formas en el cortijo, y tentar de nuevo las vacas
y las becerras, a fin de seleccionarlas rigurosamen-
te, no dejando para cría sino las que obtuvieran
muy buena nota. El ganado era de buena casta ;
los toros que salían de. la dehesa, cumplían ; pero
Paco encontraba que la antigua ganadería de su
tío se embastecía de tipo y degeneraba en bravu-
ra, y que le hacía falta una buena escarda y un
cruce acertado para vcdverla a su primitivo es-
plendor.
— La tienta como yo quiero hacerla, me llevará
todo el invierno. Cuenca y Tabarda estarán con
nosotros ; los chicos de la cuadrilla vendrán a
echar su cuarto a espadas frecuentemente. Verás
qué bien lo vamos a pasar. Ayer salieron para «La
Barrancosa» las jacas de campo... y los cajones de
manzanilla. De mañanita montaremos a caballo y,
pun, pun, pun, a recorrer el cortijo y ver pastar
el ganado. Te enseñaremos a acosar. Cuenca, Ta-
bardillo y Alegre, son muy buenos garrochistas.
Me verás capotear las becerras ; bregaremos todo
el día, y por las noches, al amor de la lumbre,
cante y baile. ¿Con que... te resulta la combi-
nación ?
En el segundo cuadro, luego de bailar el Ñañe,
le dijo el Pitoche a los tocadores : '
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— Venga lo mío.
Y después de un temple muy hondo, cerró los
ojos e hizo su especial salida por malagueñas.
Soolo con laa peeena míaoaaaaaa...
— ¡ Ole, los buenos cantaores I — gritó una baila-
dora.
— ¡ Viva quien sabe y puede I — ^agregó el Ñañe
solemnemente.
Tú t« vaaaaaas...
Prosiguió el Pitoche, aplanando la nota finaf,
hasta dejarla morir, para recogerla después de un
silencio y dilatarla, como en un angustioso la-
mento :
Aaaaaa y yo me queooooo, oooo, oo
Solo con laa peeena míaaaaa, aaaa, aa,
Quiero orvidarte y no pueoooo, oooo, ooooooo, oo,
Tras ti se me va la víaaaaa, aaaaa, aa,
Mi mal noooo tieneeee remediooooo, ooo, oooooo, oo.
Y tanto sentimiento derramó en aquella copla,
que la moza que estaba junto a él le difo realmen-
te conmovida :
— ¿Pero, qué tienes hoy. Pitoche? Por estas,
que son cruces ; tu cante hace daño.
La Pura no quería escucharlo, y lo oía ; lo oía,
experimentando sensaciones extrañas que removían
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CARLOS R E Y L E S
los légamos y sedimentos del pasado, y lo traian
vivo al instante presente.
((Las lágrimas se me saltaaaaan»...
Más que cantando, continuó sollozando el can-
tador.
Siempreeee...
— ¡ Ay, cómo sufre el pobrecito I — exclamó la
bailadora de marras.
El esfuerzo que hacía el gitano le congestiona-
ba el rostro y dilataba las venas de las sienes.
Cada verso era un puro quejido, un prolongado
lamento, un llanto que ya arreciaba en retorcidos
sollozos, ya moría en un J ay I sin fin.
eeeeee que de ti me acuerdooooo, oooo,
Las láaaagrímas se me saltaáaan, aaan.
No sé de qué ni por quéeee, eeee, eeee, eeeeeeee, ee,
Pero lloro cooon el almaaaa, aaaaa.
Las lágrímaaaas se me s£^ltaaaa, aaaa, aaaaa, an.
Y la voz se quebraba, como rota por la pena.
Llovía a cántaros. Los pocos parroquianos que
en la sala había escuchaban embebecidos. En me-
dio de la tercera copla tuvo el Pitoche un acceso
de tos y no pudo continuar. La Pura palideció;
Paco frunció el ceño y dijo :
— Me da el corazón que el gitano te camela to-
davía y que tú...
— No pienses mal, Paco, porque me ofende-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
rías — interrumpió vivamente la bailadora — . Sabes
bien que lo aborrezco. Daría no sé qué por no
haberlo conocido. Nunca comprenderé por qué lo
quise, pero, ¿qué quieres?, me da lástima verlo
sufrir por mi causa.
El Pitoche se sentó en una mesa y se puso a be-
ber en compañía de Argüeyo. Después que la Pura
bailó en el último cuadro, despidióse de sus com-
pañeros y le pidió a Paco que la acompañase al
camarín.
— ¿Al camarín? — interrogó éste.
— Sí, tengo miedo que ese tío me venga otra vez
con ruegos y lloros. Me vestiré y luego subiremos
a cenar.
Y salieron juntos.
— ¿Lo ves. Pitoche? — dijo Argüeyo — . Era lo
que yo decía ; la paloma se las guiya con su palo-
mo. Y tú, ¿vas a permanecer de brazos cruzaos?
Quedarás a la altura de un zótano. Y nadie querrá
alternar contigo. Pitoche, eso no pue ser ; recapa^
cita el seniio y entra en conocimiento. La honra
es la honra, y hay que salir a los medios por ella.
El Pitoche nada contestaba y seguía bebiendo.
El rostro, demacrado y endrino, se le había afi-
lado y ennegrecido más desde algún tiempo a aque-
lla parte. Los ojos aterciopelados parecían más
grandes, más prominentes los pómulos, y las ore-
jas, como descoladas del cráneo, caían hacia ade-
lante. Un gracioso pozuelo, que al sonreír se le
formaba antes en la mejilla izquierda, habíase tro-
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CARLOS R E Y L E S
cado en profundo surco. Argüeyo seguía peroran-
do y sirviéndole aguardiente. De pronto el Pitoche
lo interrumpió diciéndole :
— Me estás jaciendo mucho daño, Argüeyo. Dé-
jame en paz ; yo sé por dónde debo templarme.
Argüeyo miró en derredor, la sala estaba de-
sierta.
— ¿Tienes herramienta? — le preguntó, y como el
Pitoche hiciera un gesto negativo, sacó su navaja
y se la puso en la mano disimuladamente. Luego se
embozó con garbo en la capa de esdavina bordada,
y dándole un fuerte apretón de manos al cantador,
dirigióse a la puerta. Desde allí lo observó algunos
instantes, y diciéndose «Ya está carga la bomba»,
salió.
El Pitoche subió a los gabinetes. Sólo había uno
ocupado. Acercóse a la puerta y miró por el aguje-
ro de la llave. La Pura estaba sentada sobre las
rodillas de Paco. Ambos se besaban apasionada-
mente, murmurando ternezas y protestas de amor.
El Pitoche sintió como una desgarradura interna,
y tuvo que hacer violentos esfuerzos para no gri-
tar. El corazón se le salía por la boca. Los celos,
unos celos rabiosos, lo hacían temblar de pies a ca-
beza. Incorporóse, cerró los ojos y apoyó la cabeza
contra el muro. Así permaneció largo rato ; luego
tornó a mirar. Paco y la Pura se habían levantado
y se disponían a salir. Cuando abrieron la puerta
se encontraron de manos a boca con el cantador,
que parecía un lívido espectro.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
~¿ Qué se le ofrece a usted, cámara ? — preguntó-
le Paco sin la menor sorpresa, como si hubiera
esperado aquella intempestiva aparición.
— Se me ofrece este encarg^to : de aqui no sale
usted con esa mu jé como no sea pasando por
arriba de mi cuerpo, mal amigo y mal toi^ro.
La Pura lo atropello, y metíéndde los dedos por
los ojos, le dijo :
— ¿Y quién eres tú, nudange, para atravesarte
en mi camino ? ¿ No soy más libre que el -aire ?
¿Te debo algo? ¿No te dije desde que pisé el
café que no quería ninguna clase de relaciones con-
tigo ? ¿ No ves, pelmazo, que estás metiendo la pata
hasta el cuadril?
— Lo que tú quieras, Pureta ; pero <|e aquí no sa- ,
les con ese hombre — replicó el gfitano, sumiso y
amenazador al mismo tiempo.
— Puriya, te ruego que no le respondas ni una
palabra más al tío curda este. Dame el brazo y va-
mos andando — interrumpió Paco tranquilamente;
y luego, dirigiéndose al cantador, añadió — : Y en
cuanto a usted, grandísimo mamarracho, o se qui-
ta de ahí o ío quitó yo.
Y como el Pitoche permaneciera inmóvil, k) co-
gió por los hombros y lo lanzó como un saco de
huesos contra el muro de enfrente. El Pitoche abrió
la navaja y sé abalanzó sobre el torero. Un bas-
tonazo de éste en la muñeca lo desarmó ; luego sus
manos se clavaron como tenazas en el cuello del
cantador, cuyo rostro empezó a amoratarse. Los
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CARLOS R E Y L E S
ojos se le salían de las órbitas; la lengua le coU
gaba de la boca como una piltrafa de carne escar-
lata entre los dientes de un perro. La Pura mirábalo
aterrorizada y movida a la vez de súbita piedad,
una piedad que venía de muy lejos, de los abismos
del alma, y la conmovía profundamente. De la gar-
ganta del Pitoche salían sonidos estrangulados.
— ¡ Pur... eta 1 — ^acertó a decir.
La bailadora comprendió que le pedía auxilio, e
instantáneamente resucitó en ella la Pureta de an-
taño. El viejo amor de la chula por el golfo que
la había perdido estalló en su pecho como un in-
cendio voraz.
— ¡ No lo mates, Paco ; no lo mates, indino 1 —
gritó con ímpetu de loca.
Paco seguía apretando. El Pitoche se retorcía
desesperadamente. De pronto el torero abrió los
brazos, lanzó una sorda queja y cayó de espaldas.
El gitano miraba a la Pura sin atreverse a creer lo
que veían sus ojos; ésta también lo miraba a él
como una demente trágica. En la diestra tenía la
navaja tinta en sangre...
— ¡Tú, Pureta, tul... — exclamó él, compren-
diendo al fin.
— ¡ Dios mío, qué he hecho ! — exclamó ella, y sus
piernas se doblaron.
El Pitoche la sostuvo, y sosteniéndola descendie-
ron por la escalerilla, a tiempo que un embozado
entraba furtivamente en el gabinete donde, ináni-
me, yacía el torero.
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LA Pura despertó con el espíritu revuelto, la gar-
ganta seca, el corazón oprimido. Creía salir de
una terrible pesadilla. Abrió los ojos desmesurada-
mente, y haciendo un esfuerzo trató de poner en or-
den sus ideas. Aquella habitación de techo bajo, pa-
redes desconchadas y pobre mueblaje no era la
suya. Sobre una mesa de pino blanco, cubierta de
hule del mismo color, vio una botella de aguar-
diente y dos vasos de vidrio ordinario. Tirado sobre
un sillón tapizado de bayeta roja, dormía el Pitoche
con ia boca abierta y el jopo pegado a la sudoro-
sa frente. La Pura lo miró algunos instantes sin
comprender. Luego, lanzando un grito, escondió
la cara entre las manos.
— ¿Qué he hecho. Dios mío, qué he hecho? —
clamó mesándose el enmarañado cabello.
El Pitoche saltó del sillón, y, aproximándose,
trató de calnoarla.
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CARLOS R E Y L E S
— Pureta, ten sentío, no te azares; no hay por
qué. Nadie sabe na... y yo estoy aquí, a tu vera,
para sacar la cara por ti. ¡ Ea, niña, valor ! ¡ Lo
pasao, pasao, y a vivir 1 — ^y quiso besarla.
Ella lo apartó bruscamente.
— Por lo que tú más quieras, no me toques — ex-
clamó con tan honda y visible repugnancia, que el
Pitoche quedó como petrificado.
— Pureta — dijo al fin—, ¿va a continuar lo de
anoche? Yo a quererte y tú a golverme las es-
^ paldas. Por mí hiciste lo que hiciste, y aluego...
No te comprendo, Pureta.
/ —Yo tampoco me comprendo, Pitoche. No puedo
comprender lo que pasó; no comprendo nada.
¿Por qué herí a Paco, queriéndolo con todíi mi
alma? ¿Por qué estoy aquí, en tu casíi, aborre-
ciéndote? ¿Es posible. Señor? — y luego añadió
sordamente — : Y tan posible... Pero no puede ser ;
yo sueño, deliro, estoy local...
El Pitoche reflexiona algunos instantes, y lue-
go dijo:
— Eso de que me aborreces, Pureta, es una figu-
ración tuya. Por más que lo digas yo ntiaca lo
creeré, porque te conozco y sé que tienes mu güe-
nos centros. Tú no mé aborreces, o mejor dicho, me
y aborreces y al mismo tiempo^ allá, en tus adentros,
me guardas costancia. Sí ; me quieres, aunque tu
amor propio no lo quiera y no te lo confieses por
orguyo. Lo que ha habió efttre los dos no se órvi-
da, Pureta. Nunca podrás orvidá qUe yo soy el
a»4
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
primer hombre que te tuvo en sus brazos, el hom^ ^^
bre que te hizo mujé y que fué contigo mu malo y
mu güeno. Tú me llevas en la sangre y en la san-
gresita de mi cuerpo yo te llevo. Lo demás son in-
fundios y pamemas.
La bailadora no oía las palabras del gitano. Esí-
cudriñando en los pliegues y recovecos de su con-
ciencia, obscurecida por mil sentimientos contradic-
torios, trataba de recordar y explicarse lo sbcédidtx.
Pero no podía ; la angustia y el horror impedíanle
pensar. Sólo veía a Paco en el momento de des-
plomarse abriendo los brazos ; sólo oía el sordo
lamento que se escapó de su boca al caer. El resto
se le aparecía confuso, lleno de lagunas y como
imágenes achatadas contra la memoria y no níti-
das y de bulto.
Cuando pegándose a las paredes y sigilosamen-
te descendieron la escalerilla de «El .Tronío», le par
reció a la Pura que los escalones gemían y que un
negro abismo se abría a sus plantas y la tragaba.
Y empezó la desesperada fuga de los dos como al-
mas en pena por las calle más lóbregas de Sevilla. ^^
Parecían huir de su propia sombra. La noche esta- '
bá todavía negra y tormentosa. De tiempo en
tiempo un lívida claridad tremaba en el cielo, y en- ♦^
tonces las calles, las casas y las iglesias, por delante
de las cuales iban pasando, tomaban aspectos
alucinantes, formas animadas y monstruosas. La
Pura se persignaba y seguía avanzando sin rumbo
fijo y con los ojos llenos de las tétricas visiones
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C. Rbylbs: El embrujo de Sevilla. ^^,^^^^ ^^ Goé^lc
CARLOS R E Y L E S
de los lienzos de Valdez Leal, de Morales, de Ri-
bera. Las callejas se le antojaban antros medrosos
-donde hacían penitencia o desesperados se retor-
cían extraños ascetas ; los edificios, moles que se
movían y hablaban ; las torres, gigantescos y af i-
•feudos capuchinos del Greco o aK)njes lívidos de
Zurbarán,
— Pero ¿dónde vamos? — le preguntaba el Pito-
<5he^' jadeando.
—Anida^ anda...*— contestaba ella.
Y seguían la dramática carrera por la ciudad, to-
da sonorosa de los amores y los crímenes de Don
Pedro el Cruel. Y mientras caminaban recordaba la
•Pura con pavor las leyendas y las tradiciones de que
Cuenca le había metido un relleno romántico en el
•magín, murmurando al mismo tiempo : «j Paco,
Paco mío ; Paco de mis entrañas», como uno de esos
pegajosos sonsonetes o mareantes taravillas que nos
obcecan y aturden. Desde «El Tronío» fueron a
dar a la Alameda de Hércules, y de ésta al Al-
cázar. Pasaron por la histórica calle de Bustos Ta-
vera, donde se veía aún la casa de la bellísima doña
estrella, codiciada por el rey Don Sancho el Bra-
vo, y a cuyo hermano, por haber osado defender
contra él, sin reconocerlo, el honor de la hermana,
hizo perecer aquél a manos del mismísimo prometi-
do de la bella, el cual, sin saber contra quién ni
de qué afrenta se trataba, había jurado a su señor
vengarlo y guardar el secreto. Y éselavo'de la te-
rribíe fidelidad del hidalgo, cumplió la palabra em-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
peñada, sabiendo que asesinaba su dicha, y preso
y condenado a muerte, guardó el secreto, sabiendo
que, por guardarlo, perdería la vida. Pasaron por
la calle de María Coronel^ aquella que por esca-
par al deseo lujurioso del rey Don Pedro se abra-
só adrede d rostro con aceite hirviendo^ a fin de
destruir la belleza que inocentemente ponía a peli-
gro su honra ; la misma que, por escapar otra vez
a la persecución de que era objeto, se hizo ente-
rrar en un pozo abie^lto en la huerta del convento
en que vivía retirada, el cual pozo inmediata y
milagrosamente se cubrió de flores. Pasaron por
la antigua calle de Candilejo. Allí, el mismo ga-
lante y aventurero rey había muerto en riña a un
hombre; allí estaba el ventanillo desde el cual una
viejecita, alumbrándose con un candil, presenció
la sangrienta escena y delató al matador. Pasaron
por frente del Alcázar, y la Pura rápidamente re-
memoró el espeluznante drama de la sala de la
Justicia, los cuatro jueces prevaricadores sorprendi-
dos en ^us chanchullos, decapitados in continenti y
expuestas sus cabezas clavadas en las paredes, como
ejemplo de la sañuda rectitud del Monarca. Lue-
go, entre otros sucesos, acudió a la memoria de la
bailadora el episodio de D. Fadrique, perseguido
como un jabalí a través de las galerías y estancias
del castillo y muerto a cuchilladas y alabardazos en
el cuarto del Maestre. Pasaron por delante de la
adusta Torre del Oro, donde cantaron su canción
épica los lingotes del Perú y suspiraron tantos
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CARLOS R E Y L E S
prisioneros, cual si fuese a una arca y fortaleza. Si-
guieron caminando de prisa.; la sombra de Paco le
pisaba los talones. El paseo de Cristóbal Colón, cu-
yos árboles gemían con el viento ; la Plaza de To-
ros, la Cárcel, desfilaron como en una película
cinematográfica ante los ojos de la Pura y el Pi-
toche.
— Pureta, que no pueo más — gemía éste.
— ¡Anda, anda I... — repetía ella.
Y continuaron dando vue|^ y revueltas por ca-
llejuelas lóbregas y tortuosas, hasta entrar en una
sórdida taberna, espoleados por las ansias locas de
beber, de matar el recuerdo, de borrar el pasado.
Apuraron dos copas ávidamente; luego dos más,
después otras dos. De vez en cuando la Pura lan-
zaba un hondo suspiro, se estremecía y lloraba.
Entonces el cantador le decía muy quedo :
— Pureta, te estás delatando tú sola ; disimula
mujé, y bebe. El aguardiente too lo cura.
Y bebían. El rostro desencajado de la bailadopa
parecía de cera ; pero sus ojos verdes, como agran-
dados por. el terror y bruñidos por las lágrimas,
fulguraban en la semiobscuridad del tenducho con
extraño fuego. Entraron dos hombres muy mal en-
carados, tomaron asiento y pidieron de beber. Uno
de ellos llevaba un bombín abollado y crasoso, el
otro una gorrilla de seda negra ; ninguno de los
dos tenía cuello. Se acodaron sobre la mesa y em-
pezaron a platicar casi en secreto. La Biira supuso
que eran dos esbirros disfrazados, y el Pitoche
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
dos timadores de los que abundaban por aquellos
lugares, casi tan mal famados como antaño el Com-
pás y el Corral de los Naranjos.
— Pureta, oculta los briyos, tápate la cara y has
que me estás escuchando. Aquí le afanan sl uno
hasta el aliento. Si no disimulas estamos perdíos
también por ese lao — dijo el Pitoche.
Y acercándose más a ella empezó a cantarle por lo
bajo coplas y más coplas, que la Pura oía con dolo-
rosa delectación. Aquel cante, aquel beleño que el
gitano le vertía en los oídos anestesiaba su pena más
que el alcohol ; abolía por arte mágico el presente
y la sumergía en una especie de semi*inconsciencia.
Cuando el Pitoche se detuvo le dijo la Pura :
— Canta, canta...
Y siguieron bebiendo y cantando. Y vino la em-
briaguez, y luego, en la alcoba del Pitoche, a
que éste la arrastró, el abismo sin fondo del sueño.
— Ves, el destino nos junta : de hoy más esta-
mos remachaos el uno al otro — continuó el Pito-
che con mal disimulado gozo — . Dime que me quie-
res una miajiya, Pureta, No tengas mala sangre,
no me hagas pasar más tormentos. Mira que estoy
en las boqueas.
La rabia que sentía contra sí misma se tornó
contra él, sobre quien, de súbito, echó el fardo pe-
sado de su propio extravío.
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CARLOS R E Y L E S
— He dicho la verdad, te aborrezco y te aborre-
ceré siempre — le declaró, experimentando un gran
alivio, porque le parecía que con aquella palabras
le permanecía fiel a Paco y lo vengaba.
— Pero, ¡mardita sea mi alma I, entonces ¿por
qué salistes a mi defensa? ¿Por qué te emborra-
chastes conmigo? ¿Por qué estamos aquí jun-
tos...? — ^gimió el Pitoche, y su rostro se contrajo
como si fuese a llorar.
—'No lo sé, no me lo preguntes ; déjame en paz
-—contestó la Pura cerrando los ojos — . Estoy mala,
tengo calentura. Mis manos arden, mi frente abra-
sa. Dame de beber.
Él le cogió la mano y dijo cambiando de tono !
— ¡ Verdad que tienes calentura I
Y muy solícito le alcanzó un vaso de agua fres-
ca, sacada del botijo que, suspendido de una cuer-
da, colgaba dd techo en un ángulo de la alcoba.
Luego, creyendo que el miedo a ser descubierta
la ponía en aquel estado de angustia y exaltación,
añadió :
— ^Ten calma, Pureta. Nadie sabe na; no po-
drán descubrirnos, y si nos descubren diré que he
sío yo...
La Pura abrió los ojos ; lo miró algunos segundos
y tornó a cerrarlos.
— Tü no piensas sino en la pareja de la Guardia
civil, y yo sólo pienso en Paco... Pensar que a
estas horas está agonizando, quizá muerto, y que
soy yo, yo, yo... 1 — . Y abrazándose a la almohada
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
murmuró entre sollozos^ : ¡ Paco, Paco mío, Paco
de mis entrañas 1...
El Pitodhe tuvo impetu9.de estrangularla* Luego,
reconociéndose incapaz de hacerle el menor dañp
e incapást de defenderse siquiera contra el mal que
la bailadoia le hacía, sintió una gran piedad de
sí mismo, acompañada de sentimientos desmaya*
d<» y mórbidos que lo hicieron llorar por ella mien-
tras elbi Doraba por otro» Lágrimas redondas y
pesadas como garbanzos le rodaban por el amo-
jamado TostrOi
La Pura, notándolo, tuvo piedad y le dijo :
— Perdóname, Pitoche.,,
-^■Quiérelo^ peco n<> me lo digas. >j — sollozó el
gitano — ^porque 3ro también, ] malas púnalas me
peguen !, qttiwo y sufro, i Quién lo dijera que por
ti, Pufeta, había yo dé pasar las moras. Me miro
al espejo 'y no, me reccmozpo* No tengo gusto pa»
na. Vivo de- i^restiao« Hasta la voz estoy perdien-
(k>, I miardita sea la leche, que mamé 1
E incorporándose empezó a darse de testarazos
contra las paá'edes. En seguida se sirvió un vaso
de Rute ; lo apuró ávidamente y yplvió a sentarse.
La Pura no. supo qué^ decirle, y permanecieron ca-
lladoé lai^o . miio^ él sorbiéndose las lágrimas, .
ella nwrando al techo.
— En vez de desespeíamos debíamos averiguar
lo que pasa — ^arguyó el Pitoche después, jfa perfec-
tamente repyesto de su repentina locura — . Voy a
pasarme por el café como quien no quiere. jia. cosa,
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CARLOS R E Y L E S
y aluego por el corral de los Jabanillas. ¿Te pa-
rece ? Cierra por dentro, y si llaman^ no abras.
Se abrochó la americana, se peinó frente a un
pedazo de espejo clavado en la pared y salió. Ape-
nas dejó de oir sus pasos, la Pura tiróse del lecho,
acomodóse las ropas, pues había dormido vesti-
da y calzada, compuso el peinado en un abrir y
cerrar de ojos, y cubriéndose con el mantón de
espumilla negro se dirigió a la puerta. Lu^o, ya
con el pestillo en la mano, tuvo; miedo de salir
sola, y volviendo grupas, dejóse caer en el sillón
de bayeta.
«De hoy más estamos remachaos el uno al otro»,
se dijo repitiendo la frase del Pitoche, y olvidando
un instante su angustia se entretuvo en indagar
hasta qué punto el destino volvía a encadenarla a
su antiguo amante. Confesándose que por ef mo-
mento le^ era necesario ; que sola no podría llevar
la carga pesada del crimen, aquilató el oprobio de
su situación y sintió áisco de sí misma ymás odio
contra el cantador. Al regresar éste la encontró tan
ceñuda y torva, que le padeció otra mujer, una
mujer que él no conocía.
— ¿Qué' hay? — preguntó poniéndose en pie de
un salto, y notando él contento del Pitoche agregó
con el rostro iluminado por una súbita esperan-
za— : ¿Vive? ¡Habla, habla!...
—La Providencia ha estao al quite ; nos hemos
salvao, Pureta... Nadie sospecha ná de nosotros.
Toos creen que la puñalaíta la dio la mano de Ar-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
güeyo. En el gabinete encontraron su navaja, y •^
pa mejó, pásmate, mujé, el gachó no podrá dela-
tarnos, que apareció esta mañana seco 4^ un tiro
en el puente de Triana — ^y arrojando al aire el aft" '
cho y castañeando los dedos marcó algunos pasos
de baile mientras exclamaba lleno de crapulosa
alegría: — ¡Viva lamare que me parió tan serra'^
no I ¡Salvaos, Pureta, salvaos I...
— ^Y . a mí qué me importa eso — gritó ella ira-
cunda — ; pero no ves, mala sombra, que mue-
ro por saber lo que es de Paco... ¿Vive, di, ha-
bla?...
El Pitoche se detuvo de golpe y la miró estupe-
facto. Luego su rostro se ensombreció. Con voz
ronca dijo mientras se sentaba en el borde de la
cama:
— Vive; pero está mu malo. No ha podio decía- *^y^
rá ná.
Y luego pensó: «Si muriera too quedaría arre-
La Pura volvió a ponerse el mantón.
— ¿ Te vas ? ¿ Me dejas muriendo y desampa-
rao?— rclamó el Pitoche.
Sin responder ni dignarse mirarlo salió la Pura.
Pasaba una manóla, la tomó y se hizo conducir al
taller de Cuenca. Cabizbajo Covacha se paseaba
por el patio de la cuadra. Al divisarla corrió a ella
y le preguntó : ^
— ¿ Sabe uste4 lo que ha ocurrió ?
— Sí, por desgracia lo sé ; ¿y qómo sigue ?... ¡ Ay,
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CARLOS R E Y L E S
Covacha, por Dios, no me dé usted una mala
nueva I
— Desde que lo trajimos está en un ser, sin co^
nocimiento, entre la vida y la muerte, tirando argo
pa la vía cochina. ¡Pero ha visto usted qué mala
pata! Salir la suerte con esa tripa rota ahora que
too nos iba al pelo: las contratas a porriyo, el
dinero a espuertas. Vamos, que eso no debfa ser.
¿Quiere usted hablar con el maestro pintor? Él le
dirá lo que han dicho los médicos.
— Sí, Covacha, llámelo usted ; digale que aquí
espero — respondió la Pura entrando en el taller^
iluminado débilmente por una lámpara de petró-
leo.
Sus pasos resonaron como en una iglesia.
Aunque estaba habituada a la lobreguez y hos-
quedad del recinto, de noche le pareció más tétri-
co. Las sombras colgaban de las paredes como
grandes crespones ; las figuras de las telas cobra-
ban en la semiobscuridad fantástica vida. La bai-
ladora se dejó caer en el ancho diván, sobre el
que se echaba todos los días para descansar de
las incómodas posturas a que Cuenca, olvidándose
de que era de carne y hueso, la condenaba du-
rante horas enteras. Aquel sofá, que por asiento
tenía un mullido coIcHonete de poner y sacar, le
servía a Cuenca de lecho por las noches, sólo
con disponer sobre él las sábanaá y las mantas,
cosa que Cuenca hacía personalmente. En el me-
dio del taller, sobre dos caballetes, y ya comple-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
tamente concluidos, se veían las dos telas «Arri-
ba», o «El Triunfo del tablao», y «Abajo», o «El
dormidero de las brujas». La Pura sintió por pri-
mera vez y en toda su fuerza el dramático con-
traste de los dos lienzos, y tuvo un escalofrío.
í<Yo tambi^Q descenderé de ahí arriba ahí abajo,
quizá más abajo aún», se dijo, y quedóse miran-
do las telas absorta, sin respirar, los codos apoya-
dos sobre las rodillas, el rostro entre las manos
crispadas. Cuenca la sorprendió en aquella postu-
ra» Tan absorbida estaba, que no vio al artista
hasta que lo. tuvo delante de ella. Una mirada fur-
tiva y rapidísima le bastó para cerciorarse de que
no sabía la verdad. Por él se enteró que Paco tenía
interesado un pulmón, que su estado era grave,
pero que los médicos esperaban salvarlo si no so-
brevenía ninguna complicación.
— ¡ Dios lo quiera I — exclamó la Pura gimien-
do — , daría la vida porque así fuese. Y pensar,..
l^yh ¡qtié pena más grande!, ¡qué tormento!,
¡ qué angustia ! ¡ Si usted supiese Cuenca, lo que
pasa por mí ! No sé cómo vivo todavía.
Él se sentó junto a ella, y cogiéndole la mano,
le dijo:
— Cálmese, Pura; es preciso tener esperanza.
Paco salvará, el corazón me lo dice. La fiebre ha
disminuido un poco. En cuanto a Argüeyo, ya ha '
pagado su crimen. Murió como debía morir, de
un tiro en la cabeza. Lo malo es que el pobre
Brageli irá a presidio, aunque no por mucho tiem-
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CARLOS R E Y L E S
po: lo hirió en lucha leal y con la misma pistola
de Argüeyo. Y no hay duda que el móvil del cri-
X men fué el robo. Le encontraron en los bolsillos
al muy granuja la cartera y el reloj de Paco. Todo
está claro. Lo que no comprendo es lo que hacia
Paco solo en «El Tronío». ¿Cuándo lo dejó usted?
La Pura quiso responder y no pudo. Cuenca no-
tó su extrema palidez ; creyó que iba a desvanecer-
se y le dio a beber una colmada caña de manza-
nilla.
— Es debilidad — murmuró la bailadora — ; no
he probado bocado en todo el día.
— Beba usted, eso la entonará. Voy a ver si ha
terminado la consulta de los médicos. Le envia-
ré a usted algunas golosinas. Luego bajaré y le
comunicaré lo que haya.
— ¡ Por los clavos de Cristo I, vuelva usted pron-
to... — exclamó ella. *
Cuando Cuenca volvió encontróla durmiendo
sobre el sofá. Su rostro, afinado por la palidez,
denunciaba mortal fatiga. Tenía la boca crispada
como la del niño próximo a llorar ; los ojos cerra-
dos parecían dos grandes violetas.
El pintor la contempló algunos instantes, luego,
cogiendo su manta de campo, la cubrió con amo-
roso cuidado y tornó a salir.
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XI
CUENCA tornó a subir a las habitaciones supe-
riores» Los chicos de la cuadrilla y varios
amigos estaban en el comedor ; el Sr. Míguez, su
hijo Pepe y algunos señores de fuste, entre ellos
el Obispo, el Capitán General y el Gobernador, en
la sala, y junto a la cabecera de Paco, Rosarito y
Pastora. Muy temprano, estando acostada toda-
vía, recibió ésta la noticia por boca de Pepe, a
quien Cuenca le había escrito comunicándole lo
ocurrido. La moza lanzó un grito, llevóse las ma-
nos al corazón y se desmayó. Luego, ya repuesta,
sin curarse de la presencia de su hermano, se
arrojó de la cama y empezó a vestirse de prisa
y corriendo.
— Yo no sé si está bien lo que haces. Pastora
— le dijo Míguez camino de la casa de Paco.
— Yo lo sé, Pepe; está muy bien.
— Papá se pondrá hecho una furia.
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V
f
CARLOS R E Y L E S
— Pues que le den un caldo. Mi novio se muere
y a cuidarlo voy. Mientras esté grave, no me se-
pararé de su lado ni de día ni de noche. Papá se
opuso a que Paco me hablase, pero no pudo hacer
que mi corazón no lo quisiera. Lo quise y lo quie-
ro, ¡eal, ¡lo demás son cuentos 1
— Pastorita, no desbarres. Primero y principal,
tú no eres la novia de Paco, sino la novia del mar-
qués de Peñablanca; segundo, tú no eres libre,
no puedes hacer lo que te dé la real gana.
— Para mí, Paco siempre fué mi novio. Al mar-
qués nunca lo pude tragar. Papá lo sabía ; si hay
escándalo, la culpa será suya. En cuanto a lo de
no ser libre, te equivocas, Pepe. Tengo veintitrés
años, y la firme voluntad de disponer yo sola de
mi corazón. -
— Escucha, hermaniya ; haz lo que quieras, pero
a mí no me metas en líos — replicó Pepe, que, a
la buena de Dios, era muy egoísta cuando se tra-
taba de su tranquilidad — . Que no sepa papá mi
participación en esta fuga, porque esto es una fuga^
con todas las de la ley; desacato de la autoridad
paterna, abandono del hogar y el restó, que es lo
peor...
— Nada de mentirolas — interrumpió la moza — .
Así que me dejes en la casa de Paco, te vas a la
nuestra y le comunicas a papá mi resolución.
— Eso es, para mí el hueso de la corrida...
— Haz por mí, Pepete, lo que yo he hecho por
ti en tantas ocasiones. Rosarito te lo agradecerá.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— ¡Todo sea por Dioís! — concluyó Míguez con-
vencido con el último argumento — . Si Rosarito y^
y tú crees que está bien hecho lo que haces, bien
estará. Ustedes saben más de eso$ tiquis miquis
qtie yo. Te coofesaré que si no fueses mi hermana,
tu arranque me parecería muy castizo, muy salao,
y te diría: ¡ole Us niñas sabiendo querer!
— Ahora píáfle a Dios que salve a Paco, por- / -^
que, de lo contrario, te quedas sia hermana ; tomo '
los hábitos.
— [Qué estás diciendo, mujer!
— Lo que oyes. Algo me dice que yo tengo la
culpa de lo que sucede. Yo debí permanecer erre
que erre en mi querer.
Al desembocar en la callejuela donde se levan-
taba la casa de Paco, le dio a Pastora un vuelco
el corazón. La calle estaba cubierta de paja. Api-
ñada multitud estacionaba frente a los balcones;
mujeres del pueblo, rezando, pasaban en hilera
por delante de la puerta, que guardaban Cova-
cha y Gazpacho. Los hermanos llegaron a ella
llenos de angustia y ansiedad.
—¿Qué hay, Dios mío? — ^acertó a preguntar
Pastora más muerta que viva.
— Aquí estamos esperando lo que Dios quiera
que sea. El señorito sigue igual. Suban ustedes,
suban — respondió Covacha.
. La moza estuvo a punto de desvanecerse, y se
agarró a su hermano para no caer. La cabeza le
daba vueltas, el corazón se le salía por la boca.
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CARLOS R E Y L E S
Los señores que había en el zaguán, el patio y
la escalera, le abrieron paso muy solícitos, des-
cubriéndose muchos de ellos respetuosamente, co-
mo en signo de aprobación. Todos conocían los
contrariados amores de Paco y Pastora, y apre-
ciaban en lo que valía la conducta de la moza.
—¿Han visto ustedes el colorcito que lleva la
niña? — exclamó uno de aquellos señoresr— . Ganas
me han dao de decirle : ¡ Ole ahí, las mujeres su-
friendo con ríñones! ¡Cabayeros, por esa puerta
ha entrao la Virgen del Carmen, y la muerte, que
andaba por aquí rondando, no tiene más remedio
que tomar el olivo !
— Dios lo oiga a usted — suspiró otro.
— Que sí, hombre ; con una hembra así a su vera
no hay cristiano en el mundo que quiera morir-
se. Mire usted, yo estaba muy preocupao y añi-
gido, como que tengo por Paco, más que cariño,
verdadera pasión. Y ahora respiro confianza. Algo
me dice aquí dentro que salvará.
Covacha y Gazpacho tenían que hacer esfuer-
zos inauditos para contener a la gente, que se
agolpaba en la puerta y quería entrar. Sólo deja-
ban pasar a los conocidos. Por la tarde, la calle
quedó interceptada ; los coches no transitaban por
ella ; aun marchando a pie era difícil abrirse paso
hasta la casa. La noticia del gravísimo estado del
torero había corrido por toda Sevilla, y toda Se-
villa acudía al sitio donde el ídolo popular, el hé-
roe de chicos y grandes, luchaba con la muerte.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Los rostros delataban honda y i sincera afticeión.
Los chiouelos permanecían quietos y graves. AU
gtitias viejas» mirando extáticas a los balcones, co*
rrían las cuentas del rosario. En lasiglesiais y las
capillas particulares se encendían muchos cirios
por la salud de Paco. ^
Cuando Rosarito vio entrar a Pastora, le echó
los brazos al cuello y le 4Í jo :
—¡Cuánto te agradezco qoe hayas venido, Pas-
tora ; pero, a la verdad, no esperaba menos de ti !
— ¿Cómo está Paco?... *
— Aáfl no ha recobrado el conocimiento. Ha per-
dido mucha sangre. Ven a verlo. Lástima que
no pueda reconocerte paira agradecerte la visita.
— No vengo de visita, Rosarito; vengo a icui-
darlo junto contigo. ' . »<
— Eres muy buena. Pasten-a — mnarmuró Rosarho
tornándola a abrazar. i *-*
Entraron en la habitación. Unid lamparilla de
aceite iluminaba a medías la estandá. En la ^mi-
obscuridad de la alcoba,^ ^rostro afilado y lívido
de Paco parecía de marfil; Pastora s€f* acercó tem-
blando y cayó de roditías junto" al léféhd. Cdn'la
mano de él entm las suyas y bíh-áÁdolo como mi-
ran las Dolorosas, lloraba silenciosamente» koisa-
rito se hincó del otro lado de^ la caííiáí Y allí ^ler-
manecieron las dos, hasta que entró la enfermera
con unos potingues qtie puso sóHí^e el escritorio
salamanquino, donde ya había dos cubetas de pbr-
celanay algunos frascos y Varios paquetes de gasa
a Reyli.: El embrujo de Sevilla. ^.^^^^^^^ ^^ Gdfogk
CARLOS R E Y L E S
y de algodótii Al levantarle la cabexa para darle
de beber un medicamento, Paco abrió los ojos,
y reconociendo a Rosarito y a Pa$tQr^, mormuró :
— ¡Pobre^as^ no afligirse!... ..
Mígucz, después de hablar coa Cuenca y Ta-
barda y hacerse referir al pormenor lo sucedido,
tomó a su casa para darle al ganadero H recado
de Pastora. El despacho estaba en el piso bajo,
y allí se dirigió el -mozo, seguro de eapontrar a su
padre leyendo los diarios o revolviendo papeles.
Era una habitación amplia, con dos ventanas a
la calle. Parecía un museo taurino. Adornaban
las paredes hasta una docena de formidables ca-
bezas de toros, cuyos nombres, célebres en los
anales del toreo por su bravura o algún hecho
especial, le daban lustre y fama a la divisa y al
hierro de la famosa ganadería del Sr. Míguez,
una de las más largas de Andalucía. Allí estaba
el temible Carcelero, .un retinto de grandes y afila-
dos pitones que había muerto once caballoís y he-
rido do$ matadores^ A la derecha de aquella histó-
rica testa, ye4ase.Ia dej toro que aguantó 19 varas
y c¿^usó la Qíiuerte de ¡un banderillero de fuste, y
a la Í2;quiei'da la <le) último cornúpeto estoqueado
pq^ el gc^n jPiomínguez. Luego seguían colocados
a igual distancia y, aUura otras siniestras cabezas,
entrf la^ que figuraba la del cárdeno que le había
dado a Frai^uelo upa tremenda cornada, y la del
jabonero qu^ despué$ de picado y banderilleado,
acudió a Jaj yoz del vaquero y se dejó caspar la
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EL EMSlíU JO :DAE' &EVÍLLA
frente; De 1^ o^ej^^^,^^ algy^ios de fquelloí^^ tro-
feo» €5$pelu?nant^ colgaban las b^nc|?íiUas 4^ lujo
con ^yel^s habían adornado Ips iporriUosi 4?l
mornido cogote de otrp^ la^ hi^tpri^das otoñas,
que osí€íl^taro;i. ínnumer^bl^esi ^tra,t03, de, torfirf)^,^
pintura, y fotografías de acoso§, t^iept^s, y fs^nag.
c^Aiperas, cuaj^lp^n Ipa b|a^cp§ murqi^., Un quadro
de ébano atesoraba, qpmo reliquias, la,s coJiet^s^
de algunos ¡estoqueadores c^lebre^, entre i^U^s.la,
del Gordit<¡v la de Boc^negra, y la del Chicorro.
Debajo de él, nietida en la vaina y coloQad^i hori-
zontaliner)te, atraía la^ atipnción ,4el curioso la. es-
pada que el Taío le envió a Lagartijo ^omo rer
cuerdo al retír^^r^e del jpficipx. YíjBJos muebles: de
caoba y Jacaranda, qoe ha^^n.pe^t^fi^cida a los
fundadores de la ncJbleza rucal de la familia,. amue-
blaban la esitancia. Lanosa de escríi^ir, cubierta
de papelotes y revistas taurina^: f^a L44i<^, íí'
T^reOf Sol y Sombra, y otf as ;4e.,ffie,no^: cun-
tía, pcupabja el espacio entrej J4S;,4pst yentjajaas.
El muro que las separaba ^st^i^aba, f^^ guisa ífle
escudo o guerrera panoplia, las garrochas de tjen-,
tar, las si|las vaqueras^ la^ m^ntaa, lo^ ^'ones
bordados primoroi^amente, la?^.:<espuela¡|.,y ^^osf re^.
tratos, en traje de campo y a caballo, de los 4^
líltimosi poseedores »i|e la dehesa, el abuelo\ y el
padre de D, Antonio, por; lqS( chales sentía é^te
una especie de orguUosa.yen^rafiiófi. Eran dos
buenos mozos de ojos duros, patillas de boc» de
hacha y empaque de bandoleros. En la pared
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CARLOS R E Y L ES
frontera y en tamaño más pequeño, veíase la bo-
rrosa fotografía de D. Diego Hidalgo Barquero,
canónigo de la Catedral y criador del lote de va-
cas bravas que con otras dos procedentes de Vi-
cente José Vázquez y del conde de Vistahermosa,
sirvieron de base para la formación de la opulenta
ganadería, que se iban pasando de padres a hi-
jos los Míguez, y que constituía el orgullo y el
timbre de honor de la familia. El actual propietario
se placía en aquel ambiente taurino más que en
ninguna otra habitación de la casa. Allí despa-
chaba sus negocios, recibía a los amigos íntimos y
se entretenía leyendo continuamente y consultan-
do los registros de sus vacadas y las crónicas de
los toros suyos que se corrían.
Cuando entró Pepe, agitado y con el rostro des-
compuesto, el buen señor lo miró por encima de
las gafas y le preguntó:
— jHola, Pepe I ¿Qué te pasa? ¿Ocurre algo?
— I Una friolera! ¡Anoche le han dado a Paco
una puñalada y está gravísimo! Fué Argüeyo, el
cantador, por robarlo...
El ganadero se incorporó, pegó un puñetazo so-
bre la mesa, y arrojando el puro que fumaba, ex-
clamó:
— ¿Qué estás diciendo?... Pero, Señor; eso no
puede ser. ¡Paco mal herido, Paco, gravísimo!...
¿Estás seguro de lo que dices?
— ^Vengo de su casa.
— ¡ Jesús, Jesús f, esto fes el fin deí mundo. SI
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Paco, se las guiya se acaba el torep. An4a, di
que enganchen ; vamonos all¿. Yo estoy muy mal
cpn ^I, oyes, pero en estas circunstancj^fs todo
debe olvidarse, ¿no te parece? Despáchal^,,^, y
que Pastpra np se entere de na^la;» Le ,d^ía-un
sofocón, y luego sería capaz de hacer ui^á bien
sqna4a. . . . /; .,.
a Aquí y^ a ser ella», ftepsó Pepe„ y, luego,, en
voz alta, añadió:
■P7Ya está hecha. Es^f mañana, en cuanto sifpo
la noticia, me dijo que la acompañara ^^ la casa
de Paco, y te mand^^ d^r.qiue mientras esté gra-
ve, permanecerá a su lado. , .,,
-r¡Que permanecerá a su laiíp!...
— ajusto, de día y de noche...
El ganadero ^t^fió la poca,, iba ^a decir algo gor-
4o; luego se contuvo, metióse las manos en los
bolsillos: del pantalón y empezó a pasearse de
i^n extremo a otro del 46spachq, seguido por las
miradas siniestras de los. cornüpetos. Pepe tam-
bién lo seguía con los ojos, esperando que esta-
llase la bomba^ Pero np supeidió así^ Al cabo de
algunos minutos, D. Apitonio ordenó> sin levapr
tar la cabeza: ,^ ,,. ,
— Di que enganchen.
A P^pe ^stQ le pareció peor. Pensó que su padre
se proponía ir a la cas^.^ de. Paco paja armar allí
una bronca m^^yúscula y llevar^p a Pastorea, guan-
do vplyió de ^ar la orden ^n/con^ró al ganadero sen*
tajdo y ipipando tr^a^i^uilamepte. im enor;ne puro.
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i ^ ' C A R LOS R E Y L E S
«Tanta 'filosofía me escama», se dijo después de
naberlo observado algunos instantes.
'" — ¿Qué dices de todo esto? — se atrevió a pre-
guñtáí-: ' . >
El ganadero^'^fen medio de una nube de humo,
contestó: * > - v
— Digo que Pastora ha obrado bien. Yo, en sú
taso, hubiese hecho lo niismo. Pero hay que evi-
tar las murmuraciones, y por eso voy a- casa de
Paco, para autorizar con mi presencia allí el des-
plante de la niña.
Pepe vio el cieío abierto; sin poder contener su
alegría, exclamó: . - "i f
— Papá, ¿quieres que te diga una cosa? Eres
muy salao...
— Salao, no ; ^'castizo, sí — replicó el Sr^ Mí-
guez — . En esta ocasión ño puedo olvidar que tu
madi^e, que era una santa, se vio obligada a ha-
cer algo semejante para casarse conmigo, porque
mi futuro suegro, que, entre paréntesis, era muy
bruto, /^no Ai'e podía ver ni en pintura, a causa de
haberse dado' con mi padre de puyazos en el cam-
po, a raíz de lina acalorada disputa sobre si los
toros del uno tenían más casta que los del otro. Mi
pobre Merceditas se arrancó de la casa, se refugió
en un convento, se cortó el cabello al rape y se lo
envió al buen señor con estas líneas : «No quiero
cásame contra tu voluntad; pero como nunca po-
dré olvidar al hombre que quiero ni querer a
otro, he resuelto tomar los hábitos, si, mientras
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
dura mi noviciado, no cambias de parecer. Yo soy
lá carne; tú, el cuchillo; corta por donde quie-
ras.» Naturalmente, el hombre no cortó. Yo no
quería que mi hija sé casara con un toreriyo, pu-
diendo hacerlo con un príncipe, y me parece que
tenía razón. Pero el toreriyo se ha hecho un to-
rerazo, un soberano artista, el representante genui-
lio de una cosa muy grande y muy nuestra. Pas-
tora lo sigue queriendo^ y fcuando a una niña como
esa se le filete ün novio én el mono, las muías,
Pepe. Además, tú quieres^'a Rosarito, en lo que
te alabo el gusto, y yo estoy hartó de hacer el ogro.
Eb un papel que no me tira. Por otra parte, siem-
pre quise a Paco, auhqüe estuviera muy abroncao
córi él por lo que me dijo eri <(E1 Tronío» y por-
que creí que se proponía desacreditar mi ganado.
Pero sé de buena tinta, que en todas las Placas
ha hecho lo que estaba en su nlanó para que mis
toros cumplieran, y eso yo se lo agradezco con
toda el alma. Y después, después..., reconozco
que esttfve mal con él, y quiero enmendar la suerte.
Tú sabes, Pepete^ que a bronco no me gáha na-
die, pero a noble tampoco..., cuando me entran
por el lado izquierdo.
— Siempre esperé que te colocases en ese terre-
no;* Es el que 'á ti te corresponde — declaró Pepe—.
Y ahora ¿qué le vas a decir al cóndt de Pefía-
bláHfcá?' ' ■'^'•'•'- ;" ^ ^ "" '^''"" ^ ■ ''
Er^kñadero se rascó la cabeza, y luego con-
testón ' ■ ' ' .'.-'•••
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CARLOS R E Y L E S
-:rX^ diré que si no ha sabido enamorar a la
moza, la culpa no es mía. Pero no podía ser, Pepe,
A mí se me subieron los grandes de España a la
cabeza, y no pensé que una sevillana de pura cepa
como, Pastora^ hija y descendiente de ganaderos
^^, reseí^ bravas, que ^ sabe acosar y darse dos pa-
tfítas con gracia fipa, no podía querer sino a un
mozo crudo de su raz^ y de su medio. El conde
hubiera sido en la. familia up Juan de Afuera;
aquf. necesitamos un mozo de los nuestros, sea
Paíjo u otro cualquier . ., .
-^A pií me agradaría que fuese Paco.
^-Y ^ mí, ahora, tambiéa. Y lo será. Él y Pas*
tora se consideraron desde pequeñitos como no-
yiqs ; tú lo quiera como a un hermano y yo como
a un hijo.
Un criado anunció , que el coche estaba listo.
—Por lo pronto hay que pedirle a Dios que
lo salve — C9ncluyó el Sr. Míguez cogiendo su
sonibrero y su bastón — .Y que cure pjronto para
que pueda cumplir sus compromisos de la próxi-
ma temporada. Tiene contratadas la friolera de
ochenta corridas, veinte en. Madrid, las cinco de
la Feria de Sevilla, todas las de. San Sebastián,
todas las de Bilbao, ¡qué sé yol... Además, mata
él solo seis, a diez mil pesetas, entre ellas, dos
mías, una en Madrid y la jOtra acá, y podrá hacer
mucho, si quiere, por nuestra divisa. No quiero
pensar en lo que sucedería si este percance tu-
viera un desenlace funesto. Pero Dios no lo pcr-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
mitirá; Dios no puede permitir una catástrofe se-
mejante.
Mientras el coche se dirigía a casa de Paco, el
ganadero iba pensando que éste era el yerno que,
por muchos conceptos, le convenía más. No cal-
culaba fríamente, pero no podía dejar de con-
siderar las ventajas que le reportaría la entrada de
Paco en la familia. El problema del casorio de
Pepe y Pastora, resuelto; el auge de la ganade-
ría, asegurado, porque Paco y Pepe, asociándose,
podrían llevarla a las nubes; la liga de los mata-
dores contra sus toros, disuelta, porque el novel
estoqueador, que echaba más carne abajo que na-
die en España, se luciría con ellos, y los otros,
por no ser menos, recogerían velas. En fin, el
cielo abierto por todo6 lados.
Al descender del coche le dijo el ganadefo a su
hijo:
— Vete a la iglesia de San Lorenzo y dile al Pa-
dre Simón que diga todos los días una misa can-
tada por la salud de Paco, y mantenga encendidas
diez velas de las gordas.
«En el nombre de Pastora y en el mío haré en-
cender otras diez», pensó Pepe echando a andar.
Y he ahí por qué el Sr. Míguez se encontraba en
casa de Paco discurriendo amablemente con el
Obispo, el Capitán General y el Gobernador.
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.. ., < . ...¡
J. i
1 1 '
n<
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XII
MIENTRAS el estado de Paco inspiró serios te-
mores, la Pura no salía casi del taller. Lle-
gaba por la mañana tempranito; aparecía en la
puerta como un espectro pálido y congojoso de la
bailadora de antaño. La emoción le impedía hablar.
Cuenca, así que la veía, apresurábase a tranquili-
zarla. La Pura se dejaba caer en el sofá, pedía de-
talles y hacía mil preguntas a las que el pintor res-
pondía solícitamente y como si tratase de calmar la
inquietud de un niño enfermo. Cuando supo que
Pastora estaba en la casa, compartiendo con Ro-
sarito los cuidados del herido, se puso líviida; sus
labios temblaron y las lágrimas, lentas y pesa-
das, empezaron a rodarle por las mejillas. Entonces
él se sentó junto a ella, y le dijo :
— ^No se ppnga usted así, no desespere usted;
Paco salvará. Paco la quiere a usted entrañable-
mente..., y sólo a usted.
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CARLOS R E 7 L E S
— ¡ Paco ya no puede quererme ! j Ay, s¡ usted su-
piera, si usted supiera!... — gimió ella.
El pintor quedó confuso y perplejo, uniendo y
sopesando en el magín aquel «ya no puede que-
rerme» de la Pura, y el «charrana, más que cha-
rrana», que a menudo repetía Paco en su delirio.
«¿Qué ha sucedido?», se preguntaba, y no sabía
qué pensar. El llanto, la perpetua angustia, la des-
esperada aflicción de lal bailadora lo conmovían y
llenaban de zozobra a la vez. Hacía cuanto estaba
a su alcance para consolarla y distraerla, pero in-
útilmente. Aunque al parecer, suspensa de las pa-
labras de éli no lo o(ai; rumiaba sus propio^ pen-
samientos. Cuando 1M3 atenta la creía, interrum-
píalo para pedirle que subiese a las habi^cipnes
superiores y se enterase si ^o había alguna nove-
dtidc; Al volver, solía Cuenca encontraría anegada
en llanto, o mirando al techo absorta, o puesta de
hinojos y pon los brazos en cruz, frente a una vir-
gen de talla antigua que había sobre un secretario
de ébano, concha y marfil. Ella convirtió el mue-
bleciUo en altar, poniéndole velas enc^endidas y flo-
res, to mismo hizo en su casa con t|n? pequeño ve-
lador donde reposaba, htémilde y pura como un
huevo, la virgencita de Cano. Por las noches,
se pasaba las horas rogándole fervorosamente. La
oración aliviaba sus penas, fíra como un refugio
cpntra e) come-cóme del remordimi,e^iío. Mientras
di^logaba^^n la virgejupita no j^fríat tan ^rozmen-
te. Y cuando no estaba en i^u casa q en el taller
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fez. EMBRUJÓLE SEVILLA
<}e^ Cuenca, estaba ehí'Sstni Jacinto. Los ciciosar-
díaií noche y áfet en•él^aílta^ de /la. .Virgen de la
Esperanza. El tósim^^' la Divina Seaoiiav> iUinjif.
nado I)ór Isa luz espedtraí de los .velones, fascinaba
á la bailadora y la bada caier eñgwioaigSidas:éxía¡r^.
sis de les qué lasacaba, jmra qoe.se rélifáse» La
guardiáhá de ta iglesia. Su devoción e» tan poco
Itteida comó^ antes su incredulidad ; {>ero como no
tenía en sus atribulacidnes y angustias otro apoyo
ni otro consuelo ni otra esperanza que la miseri-
cordia divina, a ella apelabn. Velas, -misíis, ix>ga-
tivás, pronj^ajs, todo le parecía poco para t)edir-
le a la Virgen por la vida de Paco. Cuando éste
empezó á mejbrar, cuando el' horror, de haber, ase-
sinado al '^€r iquetnáá'q^iefía, dejó d!& tórtorarlaf,*
la desesperatóó&i tornóse. resignada y profutida tris-
teza, la tristeza del alma que iienuncia a toda ^s-
péranía de ventura y soto *éjBperd deja vida pe-
sares y sufrimientos^* Sabía- que^^t^aco no la enlata-
ría 5 pero lo.que>etla temía tto^eía la /ustfeia >d¿ los
hombres^ ánoíi jttstidia dePáteo. El miedo á^ «que
la condéhásé ^¡n'óiMíl y iritk ápeía¿ióh la vohrfa
loc^'.i Gc^bsa hubiéta ac^^do lOs más terribles
martirios para obtener' stppeiiáótt; La idea de lavar
con ítemo su jíaha empeÍ2Ó^ a dd^ninarla.* Y dfe sú-
bito sintió, como al golpe del pico brota el* ftmnan-
ti^Kdei fct^ toca dura, el añiia de sufrfrpór él y sa-
cri6cáíi9elo;todo, indltisb>€ll 4iimenso querer qu^ le
tehía, pai>a haícérlo' dichoso, pui^at^ su crimen y re-
dimirse. Un resquicio, una rendija se abrió en su
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CARLOS R E Y L E S^
conciencia obscura, por donde entraba un rayito
de místiea luz. Y todo tomó entpnices a sus ojos
un sentido nuevo. Las pinturas, la3 imágeiies, los
retablos suntuosos, las tallas maravillosas que dia-
riamente contemplaba en Ja iglesia, le hablaron
de sufrimiento, de sacrificio, de e^iación. A me-
nudo Cuenca la oía hacer reflexiona que parecían
salidas de la boca de un penitente. Notando cómo
la tristeza la iba enfermando física y moralmente,
le habló así :
— Pura, por usted . pasan co$aB muy extrañas.
Esa almita está atravesando una crujida tremenda.
— ^Tengo una pena muy grande, Cuenca.
— ^Ya lo veo, y veo también que la mejoría de
Paco no basta para consolarla. Sefiatl que hay otra
cosa. Ignoro lo que ha pasado; pvero tengo la
impresión que usted se tortura ¡más de la cuenta.
Cuando se quiere como usted quiere, no se puede
cometer a sabiendas ningún grave delito. Quizá
usted exagera sU culpa, si es que alguna tiene.
Viéndola tan atormentada hasta llegué 4 sospe-
char que ;u$ted podía haber sido la causa ic^irecta
de lo ocurrido, yi de ahí sus atrtbulacÍQnes. Pero
después de la declaración de Paco...
— ¿Paco. ha podido desairar?... — interrumpió la
Pura agitadísima*
— Sí, aaoch^; y dijo lo que. todos suponíamos,
después de conocida la fechoría de Argü^yot que
no sabía quién k) hirió, y que estaba solo cuando
lo hírieroíiLs
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El EMBSUJ O ,DE SEVILLA
—Hft mentido— Q?#rinuró Ift iPiu-a, y.pcultó \^, ca-
ra entre las manos.
El wntot yolxió a quedar oonf usq. Lu^^, re-
pprtáfidose y (ap^rt^ndo /Cpi> un ge^o áe^hndo
las extrañasi.ponJQHims que lo ^isaltaban, le su-
plicó : .. . ; , s
— íPor todos, Jw ángples, de; la qi^^ celestial,
sáqueme usted , de ¡l^, inc^rtidi^ii^re. on . (jue e/$toy I
Abrase conmigo, confiese a mí. 3py ^ ,amigo de
veras y la ayudaré a salir, del ati^^ader9,§ipi^quc está
metida. U$ted $ola no puedecon J$i <;i)^Z(qu/Q U^va
a cuestas, pprquQ usted lleva a cii^st^ una cruz^
Pura.(, ^ ., • . ., ■. . . '\^ .; .
/^I Y twípep^a, Cuenqal
-;-Dígame la verdad ,• yo $iento que puedo ha-
cerle mncbp biw, ,,rí . ; i ,. .
. — rSi^ te dijera 1^ verdad, perdería el único apdyo
que tetxgQabpira. Usted rae. arrojaría de esta casa
siApicjd^dí y.h^ría bífíl^ i .j oi n > ,
— ¿ iKMjego usitu^d sfí 60nfi4sa,cu%)ablddéíun gran
delito? . i. ;/ ( .< . • j
— Sí, ,de:U9 dblitOi.attrQ2... / ;
— ¿Cometido adrede o sin querer?
— 5¡Ayy Cuenca 1,. es lo que ytírígnturd.
-7-£s; ii^cona4>rensible, poi^ite^: en fin^ usted es
recta, honrada en st^s seqt^nientos, noble, leal;
usted quiere a Paco, a Paco sólo,^yi deseaba ser
suya^. CoQ$otenteflMflíte, no Iw podido obrar con-
tra él. ' .•.■!■, .;.', -f •' ■ •) ..' ' '
— Y¿ sin embárgt>i> oblé, j Yo fui qnien lo hirió
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CARLOS R E Y L £ S
alevosameme..*, queriéndolo más qíie a las niñas
de mis ojos!
Cuenca míM' a la Fütñ fespafítado. No Ét atre-
vía 'a creer lo ^ue había oído, y sospechó quéíel
espíritu turbado de la (hiladora le hacía inventar
aquella quimera.
—¿Pero está usted en stí sanO juicio? — exclamó
al fin-^. ¿ E§ posible que usted haya hecho eso?
¿Y cómo, por qué?
— A veces, me pregunto yo también si no estoy
loca, pero no, no lo testoy, desgraciadamente, por-
que si lo estuviera, sufriría menos¿ Nadie, nadie
puede imaginarse en el infierno en que yo- vivo
desde aquella noche fatal. ¿Porqué lo herí? Hasta
ahora no he podido averiguarlo, y de ahí mi tor-
tura, m¡ martirio, mi desesperación. Mil Veces me
habría quitado la vid^ií si eso no me pareciera huir
del castigo* Yo q^tiero sufrirlo ; quiero que Paco se
vengue como lo entienda;- ^quiero que me pegue,
qifó me abofdbáe'j^ra decirte mientras k> hace : te
quise y te quiero. Para eso vivo.
Se había erguido y vttiraAba^tbdil entera al ha-
blar así. ^ ' <M .
—¡ Paco, Paco;iñ{0| Paco de mis entrañas I— tcon-
tinuó — . Si tú ptid|erf8vver d^itn> dé^ mi alma ; si
y6 .pfudiéra explitavte ;: pero, ¡'ayl, ¿cómo explicar
lo inexpli<^le?^J -. ; ^ r 'j ■ '
Sacudida pbr r^okátos^ sottozos^ CáiHó. Cuenca,
con los ojos cerrados, parecía meditar. Luego se
pasó varksiiTiecés la nxandpon^ta frente, y dijo:
2^
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— Pura, cuéntemelo usted todo, sin omitir ni el
más pequeño detalle. Bien analizada, su acción,
que parece abominable, quizá no lo sea tanto. Yo
le ayudaré a ver claro en usted misma. Es posible
que el conocimiento de la verdad intima le traiga
a usted algún consuelo. Algo me dice que su culpa
tiene muchos atenuantes. A veces un sentimiento
generoso, un noble arrebato de pasión induce a co-
meter una felonía.
— ¡ Un noble arrebato de pasión induce a co-
meter una felonía ! — repitió ella, como arrobada por
repentina claridad — . ¿Verdad que sí? ¡ Ay, Cuen-
ca, sus palabras me hacen mucho bien I
El pintor continuó:
— El grande cariño que usted siente por Paco,
los tormentos que sufre, las lágrimas que incesan-
temente brotan de esos ojos, ayer tan luminosos,
hoy tan apagados, todo me habla en su favor. No,
Pura, no tema usted nada de mí. Yo estoy segu-
ro de absolverla. No creo que usted haya sido
cap^ de cometer una infamia. Y aunque lo hubiese
sido, no la arrojaría de mi casa sin piedad. El do-
lor humano me inspira otras consideraciones. No
le retiraría mi ayuda en los trances amargos por
que usted pasa ahora ; la ayudaría a llevar su cruz.
Ya no entraba mnguna claridad por los venta-
nos ; sólo iluminaba ei taHer la luz macilenta de las
velas que ardían en el improvisado altarclto. Sor-
biéndose las lágrimas, con voz apagada y monóto-
na, que parecía una lejana cantinela, la Pura le re-
257
C RxTLlt: El embfuj§ de SnUla, ^ 17 j
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CARLOS R E Y L E S
firió al pintor punto por punto la verdad de lo ocu-
rrido y las angustias, los remordimientos y las mi-
serias que vinieron después. Cuenca la oía silen-
cioso y grave como un confesor.
— Desde aquella noche terrible vivo muriendo,
vivo desesperada — concluyó la bailadora — . Y co-
mo si no fueran bastante negras mis torturas, el
Pitoche las ennegrece más persiguiéndome con su
cariño y recordándome como puede, por señas o
por escrito, que estamos remachaos el uno al otro.
Como no lo dejo entrar a mi casa, lo tengo de sen-
tinela todo el día frente a los balcones. Cuando
salgo, me sigue. A veces me cruza y me dice por
lo bajo : «El que se va a morir soy yo, y tú me ha-
brás asesinao.» A altas horas de la noche, se para
medio borracho en medio de la calle, y me canta.
Yo no sé si canta o si llora, sólo sé que con todo
eso me vuelve más tarumba de lo que estoy. Me
horroriza causar más daño del que he hecho ya ;
quisiera ser caritativa. Al fin y al cabo el pobre
tampoco sabe lo que le pasa ; va, como todos, don-
de lo arrastra el viento ; p)ero no puede ser. Cuando
pienso que por él, ¡ahí..., lo aborrezco, lo aborrez-
co con toda el alma. Y no parará de asediarme y
f reírme la sangre. Todos los días recibo una cartita
suya llena de ruegos o de amenazas. ¡Ay, Cuen-
ca, nunca se podrá usted figurar lo que es ahora
mi vida I
El pintor escuchaba con la cabeza recostada en
la pared y los ojos cerrados. .
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Después de un largo silencio, interrogó la Pura :
— ^Y Paco, i no le ha preguntado por mí... ni una
soía vez siquiera?
El pintor hizo un gesto negativo. Las lágrimas
de la bailadora empezaron a correr. Le surcaban las
mejillas lentamente y caían sobre la falda gota a
gota.
Cuenca le cogió la mano, y acariciándosela, dijo :
— Lo que le pasa a usted, Pura, es terrible ; pero
no desespere. No hay d elito que no re diman las lá- ?
grimas, ¡y usted ha sufrido y llorado tanto!...
Cuando nuestro amigo esté en condiciones de oír-
me, le hablaré, le explicaré lo ocurrido, y él, estoy
seguro, se hará cargo y perdonará.
De vuelta a su casa se encontró la Pura con el
Pitoche en el portal. Antes que pudiera abrir la
cancela y entrar, le dijo él con voz suplicante :
— ¡ Por la salud del señorito Paco I Te pido que
me dejes hablarte, verte, aunque sólo sea algunos
instantes todos los días. Ten piedá, mu jé. Escupo
sangre, me estoy muriendo ; ¿ qué puedes temer de
un moribundo? ¿Qué puedes temer del buró que
está doblando ya?
Ella, para sacárselo de encima una vez por todas,
se dignó responderle :
— No temo nada de ti. Pitoche ; pero el verte sólo
me hace mucho daño. Y no quiero verte. No puedo
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CARLOS R E Y L E S
olvidar que, por causa tuya, por haber metido tú
la pata, cometí un crimen espantoso y vivo en la
desesperación. Tú has sido antes y ahora la mala
sombra de mi vida. ¿ Qué compasión puedo tener
por el que me hizo tanto mal? Vete ya, y déjame
tranquila.
— No sabía lo que hacía, Pureta ; me cegaba la
pasión. Pero ahora no pretendo na. Yo sé que too,
toíto tu corazón es de él ; pa mí, que tantísimo te
quiero, no has dejao ni una miaja; pasensia. Yo
no creo lo que creí cuando te vi con la faca en la
mano. Creí que me querías ; que el cariñito serrano
y la ley que me tuvistes un día, habían resucitao ;
pero no era eso, era otra cosa; no sé qué. Perdí
la esperanza, pero no el cariño, que me va consu-
miendo. Mírame la cara, Pureta; mira los camini-
tos del dolor que la surcan. ¡Pureta, Pureta, no
me dejes morir desesperao4...
— Eres tú el que se tira a matar. ¿ Qué puedo yo
hacer ?
— Darme el consuelo de cerrar los ojos con tu
imagen en ellos. Mírame como se mira a los perros
enfermos. Es too lo que yo pido, un poco de com-
pasión. Piensa que yo no he cometió otro delito
que quererte; contra toa rasón, ya lo sé; ¿pero
quién manda al querer? Apiádate de mí. Lo que
Cristo sufrió cargaíto con la cruz, es un grano de
aní junto a las que estoy yo pasando por ti, Pureta.
Hace ocho meses que mi tormento dura, y he per-
dió hasta mi caliá de hombre. Lloro como una mu-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
jé, rabio de celos y le pido a Dios que salve al
señorito Paco, pa ve si, estando tú más contenta,
eres menos bronca conmigo, no por mí, sino por él.
Lo aborrezco, y le besaría los pies porque te per-
donase y quisiera nuevamente, aunque me matase
el verlo, Y porque tú lo quieres, muerto él y yo
vivo, me cambiaría por él. Mira dónde he Uegao,
que cuando te veo entrar en la casa del maestro
pintor, del que también tengo celos, me consuela
el f)ensar que, por consecuensia al señorito, del que
tengo más celos entoavía, no serás de ese otro hom-
bre. ¡Ay! Pureta, estoy loco perdió, y perdió sin
remedio. En el café ando sin sombra de^sde que fal-
tas tú. Pero cuando canto cierro los ojos y te veo
tal cual ; por eso canto hasta que se me acaba la
voz. Después viene la tristeza negra y el aguar-
diente. ¡Mardita sea mi sino, que a sufrir no hay
quien me iguale! Me van fartandito las fuerzas pa
viví, y sólo vivo pa llora. No pueo come, no pueo
dormí ; si no he muerto ya, es porque las lágrimas
me alimentan. Te lo repito, Pureta; estoy en las
boqueas, y mi única esperanza es que venga pronto
la cierva a sacarme de este infierno ; el otro me pa-
recerá un durce. Ten piedad, o despéname de una
vez. Si me metieras un cuchiyito en el alma, te da-
ría las gracias y te diría : ¡ Viva la caria flamenca !
Un acceso de tos seca y honda lo sacudió de pies
a cabeza. La bailadora, compadecida, le dijo:
— Entra, Pitoche, y siéntate en uno de esos si-
llones. Te haré traer un poco de agua.
f
•/
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CARLOS R E Y L E S
Antes que ella pudiese impedirlo, él cayó de ro-
dillas y le besó los pies.
Desde aquel día, el Pitoche iba a casa de la bai-
ladora todas las tardes al anochecer, acompañado
del Ñafíe, del cual se había hecho muy amigo. La
Pura los recibía en el patio al principio, y luego
en la saleta, que era más abrigada, y donde el can-
tador tosía menos. Un brasero antiguo, con pro-
fuso clavo, ardía en el medio de la pieza ; echando
firmas pasaban el rato los dos artistas, mientras la
Pura daba vueltas por la casa o se vestía en la ha-
bitación contigua, que era su dormitorio. A veces
el Pitoche cogía la guitarra y cantaba por lo bajo
coplas y más coplas. Lo que no decía hablando,
porque le estaba prohibido, lo decía cantando:
cantaba su pena, su angustia, su irremediable des-
amparo. La bailadora, pensando en Paco, oíalo
con el corazón encogido. Consideraba que sufría
del mismo mal, de un mal que no tenía remedio, y
experimentaba como un total acabamiento de todas
las fuerzas vitales. Entonces caía de hinojos a los
pies de la virgencita de Cano o se tiraba sobre el
lecho, mordiendo la almohada para que sus sollozos
no se oyeran.
Generalmente, Tabardillo formaba parte de la
tertulia. Venía a ofrecerle a la bailadora antigua-
llas, alhajas y chucherías que le daban a vender
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
algunos amigos arruinados que entre la aristocra-
cia tenia. La reunión se animaba. El picador era
muy alegre y conocía a fondo el baile andaluz. A
instancias suyas, sobre todo desde que Paco había
entrado en una franca mejoría, el Pitoche tocaba
para que el Ñañe mostrase algo de los bailes que
estaban ensayando con la Pura. Ésta explicaba y
hasta solía acompañar al bailador, pero sin darle
nunca a aquellas escenas el carácter de jolgorio.
Era un trabajo que le hacía olvidar, por algunos
instantes, sus amarguras. A las siete se iban el
Ñañe y el Pitoche. Tabardillo se quedaba a comer,
y lo mismo Cuenca, que llegaba a las ochó. La
bailadora le había pedido que viniese a acompa-
ñarla un poco por las noches, que era cuando ella
se sentía más triste y desamparada. Y él lo hacía
de buen grado. Sentía por la Pura ternísima afec-
ción. Sus dichos y ocurrencias lo llenaban de rego-
cijo, y sus atribulaciones le inspiraban Ytn senti-
miento extraño, en el que se mezclaban la admira-
ción, la curiosidad y la ternura. La bailadora era
para él un motivo constante de curiosidad y deleite.
Sin querer analizaba, como hombre y como artista,
las gracias, las ideas y los sentimientos de aquella
criatura singular. Su persona y su alma le parecían
las cosas más saladas del mundo. A cada instante
descubría en ella honduras, asperezas, excelencias
y exquisiteces, que eran como flores del sentir an-
daluz. La Pura lo trataba con mucho cariño y lo
regalaba con los platos que él más apetecía. Gene-
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CARLOS R E Y L E S
raímente hablaban de Paco y a veces de cante y
baile, pintura y toros. Guando no los acompañaba
a la mesa Tabardillo, la bailadora se corría a ha-
blar de sus tristezas. Sfempre le preguntaba si
vA Paco no se había acordado de ella, y ante la nega-
tiva del pintor, los ojos se le llenaban de lágrimas,
y decía, poco más o menos, lo mismo.
— Paco no perdona, no puede perdonarme, me
detesta. Seguramente cree que lo he engañado, que
me he burlado de él. Y no es verdad. Yo le juro
a usted, Cuenca, que no es verdad. Lo quería como
a nadie'quise en el mundo. Mi ambición más gran-
de era vivir a su vera. El cariño que me tenía era
mi felicidad y mi orgullo, y, sin embargo, lo herí
para salvarle la vida al hombre que me había he-
cho tanto mal y que yo detestaba. ¿ Por qué? ¿ Por
qué? Dígame usted si no hay para volverse loca.
Dígame usted si no parece una maldición — y con
los puños cerrados se golpeaba la cabeza.
El pintor contestaba invariablemente :
— Yo creo lo que usted dice ; ya le he dicho que
la juzgo a usted inocente. No desespere usted,
Pura.
Y no le decía más, porque la actitud de Paco no
le dejaba abrigar muchas esperanzas de que aque-
llo pudiese arreglarse.
— Si quieres conservar mi amistad, no mientes
^ siquiera el nombre de esa charrana — le dijo Paco
cierta vez que el pintor quiso hablarle de la bai-
ladora.
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XIII
PACO salió de los lindes de la muerte desapaci-
ble y hosco. Ni los solícitos cuidados de Pas-
tora y Rosarito, ni la amenísima chachara del pin-
tor, ni las gracias de Míguez y Tabardillo, logra-
ban sacarlo de su sombrío ensimismamiento. Ha-
blaba poco y permanecía largos ratos con los ojos
clavados en el techo, el ceño fruncido, las mandí-
bulas apretadas, la expresión fiera. Lo que él lla-
maba la charranada de la Pura, no le dejaba vi-
vir; era una espina, un cilicio que lo mortificaba
sin cesar. Y a medida que recobraba las fuerzas,
la amargura convertíase en aversión. Su vanidad,
-ssu orgullo, su machismo, enconaban, junto con los
celos, los terribles dolores del amor burlado y es-
carnecido. El pensar que mientras él sufría ella se
refocilaba en los brazos del Pitoche, lo volvía loco
de rabia y de pena. El mozo de rompe y rasga no
podía resignarse a la idea de haber sido engañado
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1^
CARLOS R E Y L E S
como un chino, y se proponía, en cuanto pudiese
salir a la calle, vengarse cruelmente. Sin lavar con
sangre la afrenta que había recibido y que le pare-
cía llevar escrita en el rostro, sentía que no podría
mirar cara a cara a los hombres ni arrimarse a los
toros con la seguridad de sí mismo y la arrogancia
de antes. «Es necesario que esa charrana y ese
chulo indecente me la paguen, y me la pagarán»,
se decía. El ansia dolorosa de saber hasta qué
punto había sido burlado, y la necesidad torturante
de explicarse la traición de la Pura, también lo
atormentaban de pontinuo. Pero por más que hur-
gaba en la historia de sus amores con la bailadora
y en el carácter de ésta, no podía descubrir ningún
detalle revelador de la charranada. Sólo recuerdos
dulces e impresiones placenteras, que le encogían
el corazón y ponían un nudo en la garganta, acu-
dían a su memoria. Entonces, si Pastora y Rosa-
rito estaban allí dándole palique, sentadas, según
su costumbre, sobre la cama a derecha y a iz-
quierda de él, les tendía los brazos, y, sin proferir
palabra, experimentando como una grata frescura
interior, como una dulcísima sedancia, las mante-
nía oprimidas contra su pecho largo rato. En aque-
lla posición solía adormilarse, y entonce? ellas per-
manecían quietas y mudas, a fin de no desper-
tarlo.
Una mañana entró Pastora a la habitación con
el chocolate, y viendo a Paco más taciturno que de
costumbre, le dijo:
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EL EMBRUJO DE SEV ILLA
— ¡ Paquiyo, Paquiyo ! Tú tienes algo, tú sufres
de no sé qué ; ¿ por qué no te abres conmigo? ¿ No
te inspiro confianza ? ¿ Rosarito tampoco ? Debías
estar contento, porque vas recobrando la salud, y
estás triste. ¿Qué te pasa? ¿Qué ha pasado? Me
da mucha pena ver que mi permanencia aquí no te
causa mayor alegría. ¿No me quieres ya? ¿Vas
comprendiendo que no te hago tan dichoso como
te figurabas y yo quisiera hacerte?
— Niña, no digas tonterías — replicó él — , porque
te voy a dar un beso, no en la frente, ni en las me-
j illas, sino en mitad de esa boca, capaz de darle
tentaciones a un santo.
— Déjate de zalamerías, Paquiyo, y dime la ver-
dad. ¿Por qué estás triste? Papá ya no ,se opone
a que sea tu mujer. Tampoco exige, como antes,
que te cortes la coleta ; al contrario, ahora dice que
eso sería un crimen. Yo te he demostrado que con-
tigo, pan y cebolla. • ¿ Qué más quieres? ¿Qué te
hace falta? Nqp hemos tomado los dichos, soy tu
prometida ; pero si el casorio te repugna y lo de-
seas mejor así, nos casaremos por detrás de la igle-
sia. Si encuentras, como una vez dijistes, que estoy
demasiado alta para ti, a causa de tu profesión, me
arrancaré de mi casa y me haré bailadora. Ya no
tengo aquel orgullo que tanto mal te hizo; ya no
tengo voluntad propia, seré lo que tú quieras. Es-
cucha, Paquiyo; te quiero tanto, que me gustaría
perderme por ti. Yo sólo pido tu cariño, yo sólo
quiero ser tuya. Lo demás me importa un cáncamo.
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CARLOS R E Y L E S
¿ Puedo estar segura de él, Paco? ¡ Ay, mi instinto
de mujer me dice que tu corazón no es sólo mío !
— Nada, que te ganas el beso en mitad de la
boca — dijo él, riendo, y cogiéndole la cabeza entre
las manos la besó por primera vez sobre los labios
rojos, entreabiertos y húmedos como una cereza
partida. Ella cerró los ojos, y su rostro tomó una
expresión grave. Acariciándola, prosiguió Paco :
. — Sí, Pastora, puedes estar segura de mi cariño,
A pesar de los faldeos y los líos te quise siempre.
Pero no quiero ocultarte que también quise a otra
persona. La quise, para qué negarlo ;^ pero era un
cariño muy diferente al que me inspirabas tú ; un
cariño que se inclinaba más a la amistad ternísima
que al amor. Mientras que el amor que siento por
ti es amor con* todos los sacramentos, amor con
toda la barba, como quien dice. Y la prueba es que
el otro, los otros, nunca me impidieron seguir con-
siderándote como mi media naranja. Sabía que
tarde o temprano sefiías mía y yo tuyo.
— ¡Qué corazón más puerco tenéis los hom-
bres !... Y dime, Paco, a esa de la amistad terntsU
ma, ¿la quieres todavía?...
— La detesto...
— Me gustaría más que te fuera indiferente. Ya
sabes que del odio al amor se pasa por un puente-
cito de oro. Por ahí se susurraba que bebías los
vientos por una bailadora, y que ella andaba lo-
quíta por ti. ¿Es ésa?
— Ésa es.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
-¿Y...?
— Y habló, sin duda, la sangre gitana, y por
defender al gitano que la había perdido y que de-
testaba, segiín decía, me dio, adorándome, la pu-
ñalaíta que me ha tenido a las puertas de la muerte.
Paco quedó con la boca abierta oyéndola decir :
— Quizá te quería demasiado... Las andaluzas te-
nemos una manera de querer muy enrevesada. Per-
dona y olvida, Paquiyo.
Así que Paco empezó a levantarse. Pastora dejó
de dormir en la casa; pero iba con Míguez a ella
por la mañana y por las noches, a hacerle compa-
ñía a su novio y distraerlo, porque a menudo era
presa de negras murrias. Cuando encontraban allí
a Cuenca y a Tabardillo sonaban los palillos, la
guitarra y las palmas. Míguez bailaba sevillanas
ya con Rosarito, ya con Paabora. A veces ésta
se ponía una pollera gitana de cola y famlaes, un
pinturero cordobés en la cabe^^a, un pitillo en la
boca y salía bailando por bulerías con tanto picante
y tanta salsa como la bailadora más cañí. Sus des-
plantes, sus arrestos, sus taconeos, sin dejar de ser
clásicos y muy intencionados, tenían un no sé qué
de finos y señoritos, ajeno a la gracia del tablao.
Cuenca y Tabardillo se miraban atónitos y como
preguntándose de dónde había sacado la hija de!
famoso ganadero aquel arte constmia<k> y aque-
lla gracia gitana. Paco, contemplándola entonteci-
do, la comparaba sin querer con la Pora. Y la
Pastora Divina no salía perdiendo ; al contrario, su
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CARLOS R E Y L E S
belleza incomparable triunfaba al fin, sobre todo
cuando se enardecía y mostraba sin empacho todas
las seducciones de sus ojos, de su boca y de su cuer-
po, como si se hubiera propuesto destruir y arran-
car de la mente de Paco la imagen de la otra.
—Eres despampanante, Pastora — ^le dijo en cier-
ta ocasión aquél con un fuego en los ojos y una
expresión de ternura que la sorprendió.
— ¿Les parece a ustedes que podría ganarme la
vida en el tablao? — contestó la moza riendo, mien-
tras sus pechos, túrgidos y provocantes, subían y
bajaban aceleradamente — • Pues mira, Paquiyo, no
me quieras y salgo bailando en «El Tronío». No
rías, no bromeo; se lo prometí a la Virgen de
nuestra parroquia delante de Rosarito. Pregúnta-
selo : el tablao, si te salvaba y no me querías ; el
convento si te llevaba de este mundo.
De tarde venían a visitarlo los amigos. La sala, el
comedor, los corredores y hasta el patio se llena-
ban de gentes de toda las condiciones sociales, que
por turno entraban a saludar al novel matador. So-
bre la mesa del comedor había siempre algunas bo-
tellas de Jerez y de manzanilla y varios platos llenos
de aceitunas, rajas de jamón serrano, yemas de
San Leandro, soldaditos de Pavía y otras tontunas
a disposición de los visitantes. Por todas partes se
formaban alegres corrillos, se charlaba y se reía
gozosamente. Las cabezas de los toros, que Paco
había muerto de tan magistral manera cuando
tomó la alternativa, atraían en el ancho patio
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
las miradas de los aficionados. Éstos se comunica-
ban en alta voz sus entusiastas impresiones. To-
dos se conocían, tuteaban y trataban con la llaneza
y cordialidad característica del pueblo andaluz. La
campechanía de los magnates y la entereza y el
buen humor de los humildes borraban las distan-
cias sociales.
Hasta al mismo opulento Sr. Míguez nadie lo lla-
maba por su apellido, sino por su nombre, y lo sa-
ludan, por lo común, con un «hola, D. Antonio»
y la consabida palmada en el hombro, familiar y
respetuosa a la vez. El ganadero se pasaba allí un
par de horas todas las tardes, recibiendo ufano las
felicitaciones de los amigos por el compromiso ma-
trimonial de su hija con Paco y de Pepe con Rosa-
rito, que ya era público en Sevilla y daba pie a los
más favorables comentarios, entre otras cosas, por-
que era uno de las grandes atractivos de la próxima
feria.
— Las mejores mozas de Andalucía, para los mo-
zos más crudos de España. Hay que echar la casa
por la ventana, D. Antonio — le decían, y el buen
señor reventaba de gozo y orgullo. Sentía que pi-
saba terreno firme, que aquellas proyectadas bodas
estaban decretadas por el cielo y satisfacían un
deseo común, una aspiración cuasi nacional. La
admiración, el respeto, el cariño que inspiraba su
futuro yerno entre grandes y chicos y las manifes-
taciones de alto aprecio que chicos y grandes le
hacían ; su notoriedad, comparable sólo a la del rey ;
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CARLOS R E Y L E S
SU gloria, que dejaba también tamañita la de los
hombres más famosos de la Península ; las pre-
rrogativas, únicas en el mundo de que gozaba, ha^
lagábanlo como si fuesen ya cosa propia, y lo in-
ducían a mirar como un crimen de lesa patria, o
poco menos, lo que antes había exigido para darle
a Paco la mano de Pastora : el que se cortase la
coleta.
P — Pero, señor, ¿en qué estaba yo pensando? —
decíase — . ¿ Cómo no reconocí las prendas de Paco
, y no vi, siendo ganadero de reses bravas, lo que su
toreo, su valor y su persona representarían en esta
tierra? Todos los marqueses, los condes y los du-
ques juntos tienen menos importancia, significan
menos que un matador cte toros de las circunstanr
cias de Paco. El ifn^ lo dude, que se lo pregunte
al pueblo. ¡ Y que tendrá poco dinero el niño así
que pasen algunos anos I Y luego, ese niño es k>
más andaluz de Andalucía ; un dechado de las cua-
lidades que nosotros admiramos más; un cristal
de la raza, como dtce el maestro pintor. En su-
\^ma, que Pastora se casa con el amo de España.
Con tales ideas no es extraño que al ganadero le
rebosara el gozo y se interesase más que nadie en
los asuntos de Paco. Todos los días echai)a largas
paliques con él sobre las contratas que había fir-
mado y las que iba a firmar, sobre los ganados y
las siemi)ras del cortijo y lo que convenía allí hacer,
y si iba al campo se corría hasta «La Barrancosa»
y le traía noticias frescas de lo que en ella pasaba.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Era el Sr. Míguea un representante típico de la aris- ^
tocracia rural que imperaba en Sevilla y le daba ca-
rácter y color propios a la vida económica y a la
vida social de la capital andaluza. Nada satisfacía
tanto at ganadero como el que le dijesen que su ga-
nadería fera la más larga y la rnejor llevada de Es-
paña, o que le alabaran la brayura de. sus toros, o
que le recordasen su^ hazahas de caballista. Adora-
ba el campo, no sólo por el incentivo del lucro,
sino por kis faenas de la dehesa particularmente :
el acoso, la tienta, el hierre, el apartado de los to-
ros, faenas en las cuales, a pesar de los años y el
peligro, tomaba él todavía parte activa y principal.
El frescor de las mañanitas campesinas le hacía cos-
quillas en las narices y en el alma. Cogía la garro-
cha como el Cid debió seguramente de empuñar la
espada, y salía para el acoso al frente de sus criados,
como el Campeador para la batalla a la cabeza de
sus huestes. Cuatro o cinco veces por semana se po-
nía el ancho y el marsellés, subía al coche de brega,
un cascajo roñoso tirado por dos pencos enjaezados
a la andaluza, pero sin cascabeles ni borlas, y fu-
mando un puro y saludando a diestra y siniestra, se
iba al cortijo, próximo a la ciudad, donde tenía la
dehesa de reses bravas. A veces también iba de ma-
ñana a caballo, y entonces los paseantes de las De-
licias solían ver, al doblar la tarde, un grupo de ji-
netes que, luciendo la airosa y pintoresca indumen-
ta de los garrochistas, pasaba al galope tendido de /
vuelta del campo.
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C. )ÍKyi,ES: El embrujo de Sevillc, 18 '
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CARLOS R E Y L E S
— ¡ Qué bien van 1 — decían las gentes, y los sa-
ludaban con la mano.
— No estará de más que te dieses, así que pudie-
ras, una vueltecita por «La Barrancosa»— le dijo un
día que encontró a Paoj en la cuadra — . Allí te re-
pondrías más pronto y podrías ir tentando las be-
ceras que tienes, y que son buenas, pero buenas, y
entrenarte para las corridas de feria. Si quieres, to-
dos te acompañamos, incluso Pastora. A ver qué te
parece esta combinación. Nos vamos a mi cortijo,
me ayudas a tentar mis becerras y de allí nos pasa-
mos al tuyo, que está a un paso. ¿ Qué tal ?
— Al pelo. Mañana mismo allá nos vamos, si us-
ted lo desea.
— ¡ No he de desearlp 1 ¿ Puedo contar con los mo-
zos de tu cuadrilla ?
— Cuente usted con ellos.^-
El ganadero se fué a dar las órdenes del caso.
Paco, después de acariciar sus jacas y darles un
terrón de adúcar, cosa que no hacía desde que fué
^ herido, entró en el taller de Cuenca. El pintor había
salido. Las telas «Arriba» y «Abajo», recién bar-
nizadas, ocupaban, puestas en sus respectivos caba-
lletes, el medio de la sonorosa estancia. Al divisar
el retrato de la bailadora experimentó Paco violenta
sacudida. Se le nublaron los ojos y doblaron las
piernas. La corva nariz se le puso blanca, y una ex-^^
presión feroz le contrajo y afiló el rostro. «¡ Charra-
na, más que charranal», murmuró, dejándose caer
sobre el sofá donde tantas veces se había sentado
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
con la Pura. En medio de la penumbra y del silen-
cio de la estancia, el realismo brutal y la intensa
vida de las dos telas le golpeaban los ojos y los se-
sos. Y permaneció absorto una hora, acaso dos, es-
cudriñando, hurgando, sondando con mirada dura
y perforante la expresión de la bailadora, el enigma
y el drama de aquella alma. «¿ Por qué, por qué me
engañó?», preguntábase, y rechinaba los dientes.
De pronto se abrió la puerta y entró la Pura. Sin
ver a Paco se acercó al secretario de concha, con-
vertido en altar ; cambió las velas, que estaban ya
al consumirse, por otras nuevas, y puso en los va-
sos algunas flores frescas. Luego se hincó y rezó,
mirando a la Vii^n extasíada, el rostro iluminado
como una lámpara, los brazos en cruz. Mil senti-
mientos tumultuosos y cambiantes embargaban a
Paco. Apenas daba crédito a lo que sus ojos veían.
Por instantes pensaba si no era víctima de una alu-
cinación. De súbito el afilado colmillo del despecho
y los celos tornó a clavarse en su alma ; el exaltado
machismo del mozo crudo imperó solo, y cogiendo
la navaja que, abierta, había dejado el pintor so-
bre la mesa luego de partir el pan del desayuno,
se incorporó. La Pura volvióse rápidamente, lanzó
un grito, y con los brazos abiertos corrió hacia él.
— ¡Paco, Paco de mis entrañas!...
Él la rechazó violentamente, y lívido de cólera,
exclamó :
— ¡ Pura, mala mujer I... Entre la vida y la muer-
te juré cortarte la cara, y te la cortó.
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CARLOS R E Y L E S
Ella cerró los ojos y esperó sin hacer el menor
movimiento la puñalada vengadora. Paco, al verla
así, permaneció con el brazo levantado.
— ¡ Anda, córtame la cara I—dtjo la bailadora — .
I Mátame si quieres, para todo tienes derecho ; pero
no dudes de mi amor ni creas que te engañé, aun-
que las apariencias me condenen I Te quise siem-
pre y te quiero. ¡Paco de mi alma!...
Paco, cogiéndola por ios hombros y sacudiéndo-
la violentamente, rugió :
— ¡Embustera, charrana, más que charranal...
N No te creo ni el bendito. Me engañastes, me vendis-
tes, me heristes por la espalda alevosamente, como
un ladrón. Tú solo querías a tu golfo, a tu chulo...
Ella, cayendo de rodillas y sacudida ¡por hondos
sollozos, protestó :
— No, no ; mil veces no. Lk> detestaba y lo detes-
to. Jamás pensé engañarte ni con él ni con nadie.
Nunca me tocó ni con el dedo meñique. Toda Se-
villa lo sabe. Mi anhelo, mi esperanza más grande,
mi gloria eras tú...
— Entonces, ¿por qué me distes la puñalaíta tra-
pera ? ¿ Por qué te fuistes con él, dejándome en el
suelo mal herido, agonizando?... ¿Ese era tu que-
rer ? ¡ Gitana, dhula ! Yo debía marcarte el rostro
para que todo el mundo te conociera ; yo debía de
darte' de puntapiés y escifpirte en la cara.
— ¡ Pégame, mátame ! — clamó ella abrazándose a
las piernas de él — . Si eso es lo que yo deseo. . . No
he querido salir de Sevilla esperando tu castigo...
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Aquí me tienes pronta a sufrirlo. Muéleme a golpes ;
mientras lo haces, te diré : te quiero y te quiero, y
todas las torturas y todas las brasas del infierno no
me harán decir otra cosa, porque esa es la verdad,
Paco, aunque parezca mentira, y ahí tienes lo que
me desespera.,. ¿Cómo comprenderás tú lo que yo
misma no comprendo? ¿Cómo explicarte lo inex-
plicable ? — añadió con profundo desaliento—. Pero
por la gloria de mi madre te juro que no te engañé,
que no te vendí. Cuando comprendí que ibas a ma*
tar a un hombre por causa mía, no sé lo que pasó
por mí : perdí el juicio. Acaso te herí para que no
matases tú ; acaso en aquel momento dejé de ser
la Pura que te quería con toda el alma, para ser
la Pureta de antes. No lo sé, no lo sé, y la Virgen, a
quien tanto le recé para que te salvara la vida y me
iluminara, no ha podick> explicármelo. Después de
aquella noche maldita he vivido muriendo por ti.
Pregúntaselo a Cuenca : él me ha visto llorar, él
me ha visto sufrir. Si tú conocieras mis tormentos,
mis angustias, me perdonarías. Perdóname, Paco,
o mátame. Sin tu perdón yo no puedo, yo no quiero
vivir...
Tenían tanto acento de verdad las palabras de la
bailadora, que Paco no pudo no creerla. La an-
gustia de aquel rostro demacrado por la pena, la
aflicción de aquellos ojos enrojecidos por las lágri-
mas lo conmovieron. Una piedad inmensa se apo-
deró de él. Recordó las caricias, los besos de la
Pura. La vio como hacía algunos instantes, rezan-
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CARLOS R E Y L E S
do por él arrodillada a los pies de la Virgen, y el
obstruido manantial de la ternura, que le había ins-
pirado siempre la bailadora, brotó de nuevo.
— ¡ Puriya ! . . . — exclamó.
— ¡ Paco de mis entrañas 1— respondió ella incor-
porándose.
Y con arranque apasionado, con ímpetu de fieras,
se abrazaron y confundieron sus besos, que pare-
cían mordiscos ;. sus lágrimas, que parecían arro-
yos, sus sollozos, que parecían rugidos.
Luego, sentada en las rodillas de él, acariciándo-
lo, le dijo :
— ^¡ Ay, Paco ! Ahora me parece que respiro ;
siento que podré vivir. ¡ Qué dicha más grande I
Saber que me perdonas, saber que me quieres. Me
iré de Sevilla bendiciéndote, Paco.
— Pero, qué, ¿te vas a marchar?...
— Sí, Paco, después de cumplir en Semana San-
ta el voto que le hice a la Virgen de la Esperanza.
Le prometí quitarme de en medio, sacrificar mi
^ amor a tu felicidad sí te salvaba. No te aflijas, Paco
mío. Créeme, eso es lo mejor. Yo siento que estor-
bo, que soy una atnenaza para la dicha de todos — y
con voz quebrada y haciendo esfuerzos inauditos
para no llorar Continuó : — Yo no puedo ser tu
mujer, yo no puedo darte urta felicidí^d completa
como Pastora, que te quiere y no tiene mancha al-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
guna. j Dichosa de ella ! Lo hago por ti, Paco ; lo
hago por tu hermaniya, lo hago por mí, porque
ese sacrificio, el más grande que yo podía hacer,
es lo único que me permitirá vivir sin remordimien-
tos y mirarme sin asco. Lo único también que me
asegurará para siempre tu amistad, tu cariño sin
recámara, todo ternura, como yo lo quería...
Paco con penft comprendió que la Pura estaba
en k) cierto, y no trató de disuadirla. Sólo dijo :
— I Pobre Puriya I ¿ Qué va a ser de ti ? ¿ Cómo
podré ser yo dichoso siendo tú tan desdichada?
—Yo seré dichosa a mi manera, sabiendo que me
quieres, que te acuerdas de mí. Te he hecho tanto
mal, déjame que te haga algún bien. Mi mayor
consuelo será saber que eres feliz y que en esa fe-
licidad tengo yo alguna parte. Pero no me olvides
del todo, Paco ; escríbeme a menudo. Cuéntame lo
que haces. Y si no eres dichoso, dímelo; aunque
esté en el fin del mundo, vendré volando. Y aho-
ra, abrázame por última vez, bien fuerte, Paco...
— ¡ Puriya, Puriya 1 . . .
Y volvieron a abrazarse y a mezclar sus lágri-
mas, esta vez infinitamente tristes, infinitamente
dulces.
Covacha anunció que el almuerzo estaba Servi-
do. La Pura se fué. Paco quedó solo y como pe-
trificado en medio de la estancia. Pocos minutos
después entró Cuenca, que había encontrado a la
bailadora en el portal.
— Has hecho bien en perdonar, Paco — le dijo
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CARLOS R E Y L E S
poniéndole la& manos sdbre los hombros — , yo te
juro que esa mujer ds digna de tu cariño y de tu
consideración. Nunca ixidrás imaginarte lo que ha
sufrido, lo que ha llorado por ti. — ^Y precipitada-
mente le refirió la confalón que la Pura le había
hecha y las angustias y kw tormentos que él le
había visto sufrir.
Hablaban cogidos del brazo y paseándose lenta-
mente por la estancia. De pronto Paco se d^«vo,
y mirando a sü amigo con dulzura, y firmeza a la
vez, le dijo :
— Dime la verdad. Jarete ; tú la quieres, ¿ no es
cierto ?
Cuenca reflexionó. Nunca se había hecho, nun-
ca había querido hacerse semejante pregunta. Ce-
rrando los ojos, contestó :
^ — Sí, Paco, la quiero. La quería sin saberlo y
sin esperar nada.
—¿Y ella?...
— Ella te quiere a ti — agregó el pintor con un
dejo de melancolía, pero resueltamente.
Paco consideró algunos instantes aquel rostro
donde se leía la tristeza del hombre que no había
sido amado jamás, y meneando la cabeza, mur-
muró :
— ¡ Pobre Puriyá 1 ¡ Pobre Jarete 1...
Oprimiéndose ambos el brazo, como consolán-
dose mutuamente, salieron del taller, subieron la
escalera y entraron al comedor, donde los espera-
ban ya sentados y rebosando alegría' Pastora, Ro-
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EL EMBRU ]^0 DE SEVILLA
sarito y Míguez, tres sonrisas blancas, tres pares
de ojos lucientes como húmedos borrones de negra
tinta.
— Trae usted cara de haberla corrido, Cuenca
— exclamó Rosarito — . ¿Cuándo sentaremos el
juicio?
— El día del juicio final — respondió el pintor
riendo — . Luego, observando que los novios se mi-
raban y sonreían amorosamente, sirvióse un vaso
de vino y lo apuró hasta la última gota.
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XIV
Alas tres semanas de estar Paco en el cortijo
dé D. Antonio empezó a tomar parte a ca-
ballo en las faenas camperas y a capotear las va-
quillas que se tentaban. Como toreaba muy para-
do, lo hacía sin fatigarse. Salero, el Templaíto y
tres peones más que habían venido expresamente
jJara el caso corrían las becerras. Alegre y Tabar-
dillo las picaban, estando al quite Paco y Pepe.
Cuando salía alguna de aquéllas muy brava y re-
voltosa, Paco cogía la muleta y el estoque, se iba
a la cara de la bestia y se apoderaba de ella con
algunos pases tan ceñidos y de tanto castigo, que
la dejabsin jadeando y como clavada en el suelo.
Luego, sin quitarse el puro de la boca, simulaba
repetidas veces la suerte suprema, ya recibiendo,
ya al volapié, vaciando con. grande limpieza y
acostándose literalmente sobre los morrillos para
señalar, con la mano abierta, el sitio de la hipoté-
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CARLOS R E Y L E S
tica estocada. No se adornaba toreando* Sus acti-
tudes eran sobrias y naturalmente escultóricas. Las
vaquillas no lo trompicaban jamás ; pero a fuerza
de paranrles solían rozarlo al pasar, dejándole la
blanca y ajustada blusilla llena de largos pelos.
Aun tratándose de animales casi inofensivos y con
los cuales él jugaba, el toreo de Paco emocionaba
por aquella manera genuinamente suya de aguan-
tar las embestidas, pisar siempre el terreno de las
reses, pegarse a ellas y llevarlas muy despacio en
los pliegues de la muleta o del capote. Los otros
diestros, que no podían torear sino abriéndose mu-
cho de piernas y moviéndose, abriendo el compás,
como decían los revisteros, se miraban y sonreían.
Las que no sonreían eran Pastora y Rosarito ; ge-
neralmente, estaban con el Jesús en la boca.
— No hagas locuras, Paco; mira que nos estás
poniendo muy nerviosas — ^le gritaba su hermana
desde el palquillo que lucía la plazuela, y donde
el ganadero, acompañado del aperador, tomaba no-
tas gravemente, mientras las dos mozas aplaudían
a los lidiadores, preparaban la merienda y repar-
tían cañas de vino. De tiempo en tiempo Paco y
Pepe subían al palquillo y descansaban, charlan-
do un rato con su^ novias. Al terminar la faena,
cosa que se hacía antes de la entrada del sol, a
fin de que la noche no cogiera al ganado sudoro-
so, ellas mismas les ayudaban a poner los curru-
tacos chaquetones, les ataban un pañuelo de seda
al cuello, y, colgadas del brazo de los mozos, re-
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E L E M BRUJO DE SEVILLA
gresaban al caserío, amorosas y cordiales como dos
recién casadas. Y la más extremosa era Pastora,
y lo era natural y llanamente, sin ninguna especie
de coquetería. Mostrábase ahora tan amante y ren-
dida cuanto antes soberbiosa. Paco comprendía
que había dicho verdad cuando le aseguró: «Ya
no tengo voluntad propia ; seré lo que tú quieras.
Me gustaría perderme por ti.n Este incondicional
rendimiento lo enternecía y enamoraba cada vez
más, a pesar del recuei:do vivo y constante de la
Pura. De tiempo en tiempo sentía una punzada
en el corazón y el nombre de la bailadora le .atra-
vesaba la memoria como una flecha* Por las no-
ches, solo en la alcoba, pensaba en ella mientras
se desnudaba, y sus ojos se ensombrecían.
— ¡Pobre Puriyal... ¡No podía ser !.. .—excla-
maba al apagar la luz.
Los trabajos de la dehesa, fuesen a caballo o a
pie, resultaban para todos animadísima diversión.
De mañanita salían al campo con los mansos por
delante para apartar y traer al son de los cencerros
y las zumbas el ganado que iba a tentarse por la
tarde. Eton Antonio, Tabardillo y Alegre, garro-
cha al hombro, marchaban adelante, y los novios,
por parejas y en amoroso coloquio, detrás. Pasto-
ra y Rosarito vestían pollera de amazona, chaque-
ta corta y sombrero cordobés. Paco y Pepe, lujosa
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CARLOS R E Y L E S
vestimenta de campo. A poco el sol aparecía por
detrás de un monte, entibiaba el aire, doraba las
praderas y ponía anchas pinceladas de luz en los
olivares y caseríos lejanos y como embutidos en el
"horizonte. La paz campesina y la frescura matinal
llenaban el ánimo de íntimo gozo ; la húmeda hierba
despedía suave y penetrante aroma; los pájaros,
gorjeando, ctescribían en el aire enredadas curvas.
De pronto, una liebre salía disparada de entre las
patas de los caballos ; los galgos y los novios echa-
ban a correr detrás de ella. I>on Antonio y los pi-
cadores se detenían y hacían comentarios. ((¿ A que
se les va ? ¿ A que no ? ¡ Vaya una liebre con pier-
nas I Ya está con ella el Canelo. Se le fué. ¡ Mi-
ren ustedes como le entra la Negral,.. Otra vuel-
tecita. ¡ Qué bien le ha salido Rosario al cruce I
]Vaya una niña metiendo espuelas!... Ya están
los perros encima. ¡Ahora, ahora 1...» Luego oíase
distinto el cuae-ctuie de la liebre atrapada, y a
poco volvían los jinetes a galope tendido, trayén-
dola en alto como un trofeo, todavía viva y pata-
leando.
Una o dos veces por semana venía Cuenca al
cortijo. Su verba amenizaba las comidas, las vela-
das y las faenas camperas. Era un excelente garro-
chista; pero en el redondel no salía de los burla-
deros. Cuando más, a toro pasao, tiraba un capo-
tazo, y adornándose volvía a su rincón, lo cual
hacía prorrumpir a todos en gozosas risas, dichos
y puyas. Paco tenía largos apartes con él, y en-
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ML EMBRUJO DE SEVILLA
tonces hablaban de la Pura. Ésta, después de la
ultima entrevista con Paco, mostróse resignada,
pero triste, y siguió componiendo sus bailes y en-
cendiéndole velas a la virgencita de Cano. Luego
le salió una contrata para un teatro de novedades
de Madrid, y allá se fué «a matar bailando l^s ^
peniyas negras». La Prensa ^laudía unánime su
arte sabroso y original, y observaba que los zuños
<ie lo gitano y lo flamenco pasaban con la baila-
<k)ra de Triana del tablao si escenario, y consti-
tuían un género nuevo de peregrina sugestión. En
las cartas que la Pura le escribía a Cuenca le ha-
blaba sólo de sus triunfos teatrales y de Paco. «No
le diga usted — le rogaba en la última — que estoy
triste, porque se apenaría, y yo quiero que sea di-
choso; pero dígale que me conserve su cariño,
porque es mi único consuelo. En los primeros días
de marao volveré a Sevilla ; después me iré por
esos mundos de Dios bailando y llorando. Nunca,
turnea lo podré olvidar. Yo no sabía, Cuenca, lo
que eran las penas del querer fino ; pero esas peni-
yas que me consumen no las cambiaría yo por to-
dos los goces de este mundo. Sufrir por el hombre
que se quiere es una felicidad que no tiene compa-
ración.»
Terminada la tienta de las vaquillas, dio co-
mienzo el acoso y tienta de los becerros a campo
abierto. Vinieron algunos amigos de «La Garro-
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CARLOS R E Y L E S
cha» ; la casa se IWhó de gente ; desde la mañana
a la noche reinaba en el cortijo extraordinaria ani-
mación. Se oían de continuo risas y voces en Jos
corredores y piafap<le caballos sobre las redondas
^piedras del patio.i Los jinetes de historiados sa-
l jones y mantas de ancho ñeco sobre el arsón de
las sillas vaqueras iban y venían por los cerrados-
ai galope de las jacas, má$ pintureras aún que sus
ramos. Cada hombre era un cromo, cada grupo un
^^[^^uadrojTodo era contento, juego, gozo en aquel
trabajo, excepción hecha áe la faena de los pica-
dores, que al tentar los bec^s de poder solían
recibir algún rudo porrazo. Los garrochistas apar^
taban corriendo los toretes del ganado, los derriba-
ban en medio de la carrera, empujánctolos diestra-
mente con la garrocha puesta en el nacimiento de
la cola, y los entretenían hasta que llegaban Ale-
gre y Tabardillo para tentarles el pelo con do3 o
tres puyazos. Según la codicia con que los toma-
ban eran declarados los becerros aptos para la li-
dia o condenados a ser bueyes. El ganadero hacía
en un cuaderno pequefíito sus anotaciones y seguía
el acoso. Por las mañanas corría el aguardiente;
por las noches, el vino.
En la dehesa de Paco la tienta se hizo más es-
crupulosa y prolijamente todavía. Los becerros que
no tomaban cuatro varas por lo menos eran desecha-
dos. A las vaquillas también quiso someterlas
a la prueba del palo, y a ciertas vacas de bravura
dudosa las volvió a capotear, condenando como
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
mansas muchas que otros ganacteros hubieran teni*
dor por buenas.
— Paco, vas a tener una ganadería superior — ^le
decía D. Antonio — ; pero carita te va a costar.
— Tengo que acreditar mi hierro, don Antonio
— respondía Paco dando verónicas y largas — . Lue-
go vendrán las tientas de manga ancha y el farné.
Algunos días antes del Domingo de Ramos re-
gresaron todos a Sevilla. En la capital andaluza
sólo se hablaba de la Semana Santa y de la feria,
de los Pasos que saldrían en las procesiones y de los
toros que se correrían en la Plaza, del itinerario de
las Cofradías y del orden y los carteles de las corri-
das. Se hablaba mucho también de las bodas de
Paco y Pastora, de Pepe y Rosarito, y de la pábli- 1^
ca penitencia que haría la Pura. Por la calle de las
Sierpes se vendían el «Programa de las fiestas pri-
maverales» y la «Colección de saetas» que cantaría
ese año la Niña de la Cava. Detrás de las grandes
vidrieras de los clubs, los cafés y las peluquerías de
la famosa calle, repantigados en muelles sillones,
viendo pasar la gente, los buenos sevillanos discu-
tían las medidas adoptadas por las autoridades y
las Cofradías para asegurar el éxito y esplendor
de las fiestas. Esto del esplendor de las fiestas pre-
ocupaba seriamente a chicos y a grandes. Todos,
c^da cual en lo suyo, querían contribuir a ello. En
las iglesias, mil manos prolijas componían, redora-
ban y ornamentaban las andas, las historiadas faro-
las y los palios de los Pasos. Las camareras de las
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C. Retlfp: El embrujo de Sevilla. 19
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CARLOS R E Y L E S
Imágenes limpiaban amorosamente los mantos ma-
ravillososy los finos encajes y las estupendas joyas
que aquéllas habían de lucir. Cada Cofradía y cada
Hermandad se esforzaba por ser la primera en im*
portancia y pompa. Los hoteleros, los comercian-
tes y los empresarios de toda suerte de espectácu-
los trabajaban también por su lado. Las iglesias
se vestían de gala, los escaparates ostentaban los
mejores artículos de las tiendas, las gentes saca-
ban del fondo del baúl los trapitos de cristianar.
En el prado de San Sebastián se elevaban a toda
prisa las alegres casetas y los teatruchos de la pró^
xima feria, de la semana de jolgorio que había de
seguir a la Semana Santa, y que era como cúpula
y remate de ésta. Por el pa$eo de las Delicias em-
pezaban a verse, ejercitándose, los caballistas ja-
carandosos, las manólas y los coches de tres, cuatro
y hasta cinco caballos enjaezados a la jerezana, con
cochero y lacayo de ancho, chaquetilla corta, faja
de color vivo y polainas de flecos ; los lujosqf equi-
pos, en fin, que lucirían los aristócratas, los gana^
deros y los agricultores adinerados en los desfiles
de la feria o camino de la Plaza. Los patios, los
balcones, las ventanas, florecían. Aparecían los
cordobeses y los ternos flamantes, las mantillas ne-
gras y las peinas de concha. Los hoteles estaban
\ llenos. Caravanas de forasteros recorrían las calles
y visitaban las iglesias, los museos, los jardines,
los cafés de cante y baile, embriagándose poco a
poco con los filtros de la ciudad bruja, hasta adop-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
tar las posturas y los desplantes andaluces» Las inr
¿lesas adquirían mantones de Manila, y los ingle-
ses navajas de pico de pájaro. EvooQuáocas leyen-
das, sugestivas tradiciones, efluvios de las grande-
zas pretéritas y misteriosas ansias de vivir y gozar
caldeaban el ambiente. Sonaban los nombres ád Ve-
lázquez, Murillo, Zurbarán, Ribera, Colón, María
de Padilla. Los muertos resucitaban y enfervori-
zaban a los vivos. El hálito (te Santa Teresa y de
Don Juan, el alma de los hidalgos,, los santos y los
picaros transcendía de los sepulcros y se derrama-
ba por las ruaSf cuna de muchas glorias, y donde
se encontraban, según los sevillanos, las raíces de
la majeza y del salero. ^
Y llegó el Domingo de Ramos, y empezaron por
la tarde las procesiones. Venían de sus iglesias y
parroquias al son lúgubre de los tambores, pasaban
por la Campana, recorrían la calle de las Sierpes
e iban a hacer estación a la Catedral. A lo largo y
cada lado de esta calle se habían dispuesto hileras
de sillas, que ocupaÉ)an, por dos pesetas, los curio-
sos regalones, a fin de ver sin apreturas el desfile
de los Pasos resplandecientes dé luces, oros y jo-
yas, y resguardados por delante y por detrás de
tina doble fila de nazarenos de túnicas, capas y an*
tifaces blancos, celestes, morados, negros. Estosr té-
tricos enmascarados Iteraban en la diestra enguan-
tada un grueso blandón encendido y avanzaban so-
lemnemente chorreando cera. De tiempo en tiem-
po, los Pasos se detenían, no tanto para c|ue des-
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CARLOS R E Y L E S
cansasen los invisibles gallegas que a lomo los lle-
vaban, sino para permitir a los espec^dores que
admiraran las estupendas esculturas de Montañés,
Roldan, Ordóñez ; la rique^rai de las peanas y los pa-
lios, el bordado magnífico de las túnicas, los vesti-
dos y los mantos cte las divinas Imágenes, y en-
tonces de las ventanas y los balcones, llenos de gen-
te, y que parecían negros enjambres humanos so-
bre la albura de los muros encalados, partían como
ñechas líricas vibrando en el aire las saetas, ese
canto extraño y tenebroso que es un grito desga-
rrador en la noche obscura del alma, un prolongado
lamento que se descompone en sollozos y remata
en arpegios y trinos.
— Lo encuentro a usted triste, Cuenca — dijo la
Pura sentándose en una de las dos sillas que habían
alquilado en la Campana.
Era el mejor sitio para ver las procesiones y oír
cantar buenas saetas. Todos los años los cafeteros
de aquel lugar, a fin de atraer al público, contrata-
ban a las mejores cantadoras. Los Pasos se detenían
expresamente bajo los balcones en que ellas esta-
ban, para que, mirándolos enfiebrecidas, les canta-
sen, Y la emoción religiosa, que a veces no acerta-
ban a producir las Imágenes, la suscitaban las sae^
tas, sobre todo después de haber tomado los carac-
terísticos perfiles del cante hondo, tan hecho para
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
expresar el sentimiento andaluz. Eran saetas gar-
gánteas, cante hondo, por lo tanto, retorcido y an-
gustioso como las seguiriyas gitanas. Con aquel re-
vulsivo emocional, el espectáculo religioso de carna-
valesco tornábase trágico. Todos sentían, si no la
tragedia del Gólgota, la tragedia del vivir ; si no la
Pasión de Jesús, la propia Pasión.
— No estoy triste, Pura — respondió Cuenca — ;
pero le diré a usted : la Semana Santa, los Pasos,
las ceremonias religiosas, los nazarenos, la fe de
los humildes, y sobre todo las saetas, revu^en en
mi alma muchas cosas y me llenan de pensamien-
tos graves. La irresistible inclinación de este pue-
blo a convertir en espectáculo lo mismo su alegría
que su amargura, y solazarse con cualquiera de
las dos, explican nuestras costumbres y me mueve ^
a considerarlo como un colega, como un artista
que se recrea con los engendros de su fantasía. Las
procesiones, las corridas de toros, los tablaos, son^
sus obras de arte ; es decir, los cuajos, los cristales
puros de su gozo y de su pena. El pueblo no cree
en los dogmas de la Iglesia sino de cierto modo ;
pero cree a pies juntos en los dogmas de su Cofra-
día, y se enorgullece como si de él fueran, de la ri-
queza, el poder y el esplendor de aquélla. No cree
en Cristo ni en la Virgen ; pero cree en su Cristo y
en su Virgen. Sin duda muchos de esos nazarenos
que van ahí piensan algo semejante a lo que yo pien-
so cuando salgo detrás de Nuestro Padre Jesús del
Gran Poder. No soy creyente ; pero voy con mi vela
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CARLOSREYLES
en la mano muy grave, porque así declaro mi amor
a lo nuestro y mi acuerdo, no con la religión de mis
paisanos, sino con las aspiraciones superiores y las
energias espirituales de que toda devoción, de que
todo fervor es un símbolo. En lo que algunos obser-
vadores superficiales llaman carnaval religioso hay
mucha religión verdadera. Hasta los que se embria-
gan o cotvtn juer guitas sordas en estos días de due-
lo practican un culto y ejecutan actos de contri-
ción... a su manera. El vicio, la sensualidad misma
en elloi es comunión...
Por la mañana y durante las primeras horas de
la tarde habían recorrido algunos templos y exami-
nado de cerca los Pasos que iban a salir. El pintor
explicaba, la bailadora lo oía con el mismo interés
de siempre, y a veces le hacía preguntas que en
otra hubieran parecido estúpidas y que en boca de
ella resultaban graciosísimas. Estaba más pálida y
ojerosa. Los ojos apagados delataban la pena que
roe y roe sin cesar. Vestida de negro, con mantilla
de encaje y peina, parecía más fina y esbelta. Los
hombres en las iglesias dejaban de mirar las Imáge-
nes y la contemplaban absortos ; al atravesar las
calles, los nazarenos inclinaban sobre ella el pun-
tiagudo capirote y le echaban flores, mitad profa-
nas, mitad religiosas.
— Mire usted la Virgen de la Hiniesta qué bonita
y espléndida viene — exclamó la Pura — . Es de Mon-
tañés, ¿verdad?
— Eso dicen. La primitiva, según cuenta Gk)n-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
zalo Argote de Molina, gran aficionado a toros
e historiador curioso, fué encontrada por un mari-
nero a orillas del mar, medio oculta entre unas hier-
bas que llaman iniesta, y la trajo a la iglesia, don-
de se venera todavía, y puso en el altar de San Se-
bastián. Cierto caballero la quiso para la capilla
que tenía en el mismo templo, y allí la colocaron ;
pero la Imagen milagrosamente se volvía adonde
antes la habían puesto, y donde al fin, respetando
su manifiesta voluntad, la dejaron. Fué la única
Virgen que volvió a Sevilla entre las muchas que
se llevaron los agarenos, y por eso la ciudad la
eligió por Pátrona.
— Mírela usted bien, Cuenca. ¡ Quién sabe cuándo
la volveremos a veri
El pintor pensaba efectuar en París una exposi-
ción de sus obras, y había concertado, con la Pura
partir juntos después de las corridas de feria. La
bailadora trabajaría en el teatro Olympia de la mis-
ma ciudad durante los meses de mayo y junio. Allí
se proponía estrenar los bailes de su invención : la
Seguiriya, la Saeta, la Malagueña, la Soleá, bajo
la dirección artística de Cuenca, que estaba con-
cluyendo de pintar las decoraciones y pensaba ob-
tener con ellas un éxito mayúsculo. Él también la
había ayudado a componer la acción y el aparato
escénico de los números, que resultarían sabrosos
y vivientes cuadros. La fiebre de las aventuras ar-
tísticas a que se iban a lanzar anestesiaba las tris-
tezas de la partida. Después de la temporada de
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CARLOS R E Y L E S
París, la Pura marcharía a Norteamérica, y Cuen-
ca, a Italia, donde tenía el propósito de residir dos
o tres años.
— Sí, quién sabe cuándo volveremos a ver juntos
otra Semana Santa ; quizá nunca.
— ¿ Por qué dice usted eso, Cuenca ? Aquí nos
encontraremos algún día. Yo pienso volver siem-
pre que pueda. Para eso hice mi casita. Quiero mo-
rir en mi tierra. ¿ Usted no ?
— Digo... yo también ; pero cuando nos veamos,
después de una larga reparación, no seremos los
mismos. Usted será otra y otro yo. Los momentos
de goce íntimo o angustia y dolor que nos hicieron
vibrar juntos y nos hermanaron no se repetirán.
'Pero yo le juro. que siempre la tendré tan presente
en mi espíritu como ahora. Usted no puede imagi-
narse lo que representa para mí. Usted es para mí
Sevilla, el símbolo vivo de las mieles, las sales y
las hieles de esta tierra bendita. No podré pensar
en ella sin pensar en usted.
V — Yo no variaré, Cuenca — aseguró la bailadora
gravemente — . No tema usted que varíe. De cerca
o de lejos, seré su amiga, una amiga de chipén.
Más que descastada y perra sería si olvidase los
favores que le debo, y que, gracias a usted, vivo
y soy un poco mejor de lo que era. Por otra parte,
Cuenca, yo necesito de su amistad, necesito su apo-
yo como mujer y como artista. Usted no me lo
negará nunca, ¿verdad? Me he habituado a oír
sus palabras, a seguir sus consejos, y sin eso no
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
sabría dar un pasito en la vida. Paco prometió es-
cribirme, y lo hará, estoy segura. Lo que Iha pasa-
do entre los dos no se puede olvidar, no lo olvi-
dará ; pero no necesita de mi cariño para ser dicho-
so, y a la larga... Usted, Cuenca, es otra cosa. Vive
tan solo y desamparado como yo. No tiene árbol
que le dé sombra. Somos astillas del mismo palo,
somos hermaniyos en el aquel de pasar las moras,
y me da el corazón que puedo serle útil, que me
necesita usted una miajiya. ¿Me equivoco?
Pasaba el Santísimo Cristo del Amor. Sus luces
le ponían como una gualda aureola al rostro fran-
ciscano de Cuenca. Con los ojos fijos en la bellí-
sima talla de Montañés, contestó :
— No, Pura, no se equivoca usted. Su cariño es
el bien más precioso que yo poseo en el mundo.
Fuera de usted, nadie me quiso con ternura. A las
mujeres no les inspiré amor ni amistad verdadera.
Figúrese usted si me será cara la suya. ¡ El arte es
un gran consuelo, pero no basta. Es tan triste no
tener quien se interese amorosamente por lo que
uno hace !... A veces yo lo sentía, sentía mi soledad
y desamparo, y me daban ímpetus de arrojar al
suelo los pinceles. Desde que la conozco a usted
trabajo con más g^sto. Aunque no la volviera a
ver más, la pintaría siempre. Usted, que es una
seg^iriya, será mi musa, y, si lo quiere, mi amiga,
mi única amiga. No pretendo más. Sólo los feos
— añadió volviendo los ojos hacia ella y sonriéndo-
le tristemente — comprendemos y somos capaces de
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CARLOS R E Y L E S
la amistad pura. Seremos amigos ; pero amigos de
una vez : en las altas y en las bajas, de cerca o de
lejos. Y ahora, si le parece, nos iremos a esa taber-
na de enfrente y nos daremos dos latigogos con grar-
cia fina... para sellar d pacto.
— I Vamos andando, astiyitas del mismo palo,
hermaniyos de áticas t... — ^respondió la bailadora in-
corporándose, mientras que el pintor, echando a
andar, se repetía, sin saber por qué, la frase de
Paco: «¡Pobre Jarete! ¡Pobre Puriya!...»
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XV
DESDE el lunes hasta el jueves de madrugada si*
guieron sin fatiga visitando iglesias, viendo
procesiones y oyendo cantar. Tabardillo, a quien la
afición a las antigüedades y el Arte le hacía gustar
la charla erudita de Cuenca, los acompañaba y en-
tretenía, porque, como buen sevillano, era picote-
ro y retozón. Los tres juntos recorrían las calles,
situándose en los puntos más estratégicos para ver
el desfile de los Pasos, que conocían hasta en sus
más ínfimos detalles, y oír a los astros de la saeta,
que cantaban, generalmente, desde los balcones,
mientras los novicios, jaleados por los amigos, se
desgaflitaban en las esquinas, no tanto por devoción,
sino para mostrar su estilo y facultades y hacerse
conocer. Cuando pasó la Virgen del Refugio, de la
parroquia de San Bernardo, donde se bautizaron
tantos toreros, y que era la suya, Tabarda no pudo
contenerse, y colocándose frente a frente de la Ima-
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CARLOS R E Y L E S
gen, y mirándola arrobado, intentó cantarle. Pero
por más esfuerzos que hizo no le salía la voz sino
en forma de vagido apenas audible, lo cual no fué
parte a impedir que continuase gesticulando y ac-
cionando con brío hasta rematar su copla. Algo
corrido y amostazado, se volvió hacia sus compañe-
ros, diciéndoles con verdadero pesar :
— Na, que no pue ser. Se acabaron pa mí las
saetas. El mardito porrazo que llevé cuando le volví
el palo al mig^eño me ha dejao estroncao y farto
de respiración.
— La voz es como la pintura, Tabarda — le dijo
Cuenca para consolarlo — : a veces, sale, y otras
veces no sale.
— El baile, lo mismo — ^agregó la Pura a)n el
mismo intento.
Pero el picador siguió todo el día mohíno y ape-
sadumbrado.
Al despedirse esa noche de sus amigos, les dijo
la bailadora :
— Hoy no saldré^ quiero descansar, recogerme
y tener un palique con la virgencita de Cano antes
de cumplir la promesa que le hice a la Esperanza
de Triana.
Y llegó la madrugada del Viernes Santo, la ma-
drugada en que la enK)ción religiosa de Sevilla
llega al colmo. Los clubs y los cafés estaban
abiertos; las tabernas y las botillería^ también.
Numerosa muchedumbre deambulaba por las calles
e iba concentrándose en la plaza de San Francisco
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
y en la Campana, o frente a los templos de donde
saldrían las famosas procesiones nocturnas, las más
impresionante3. Al sonar las dos de la mañana, las
pesadas puertas de 1^ iglesia de San Lorenzo se
abrieron de par en par, y la apiñada multitud que
llenaba la obscura plazuela, el ánimo suspenso,
contenida la respiración, afiebrados los ojos, hun-
dió las miradas en las tinieblas del templo, fondo
misterioso sobre el que se destacaban como fúlgidas
apariciones en sus peanas de oro, plata y luz el
Cristo del Gran Poder y la Virgen del Mayor Do-
lor y Traspaso. Las luces de los cirios parecían
rutilantes estrellas ; las llamas de los blandones, es-
píritus que vagaban en las sombras. En medio de
un silencio solemne, de un silencio preñado de an-
siedad, empezaron a salir los negros encapuchados
de dos en dos, el blandón de cera roja en la diestra
enguantada, la cola de la túnica recogida sobre el
brazo izquierdo, el paso majestuoso, el continente
señoril. La mayoría iban desnudos de pies, otros
con medias negras solamente, los menos con zapa-
to de cuero y hebilla de plata, y avanzaban llevando
cada uno en su blandón encendido así como la
llama lívida y sutil de un fuego fatuo. Cuando el
Redentor, conducido por invisibles Atlas, apareció,
imponente y trágico, en la puerta de la iglesia, una
doble hilera de fuegos fatuos, de espíritus, de almas
en pena trazaba a lo largo de la calle dos fantás-
ticas rayas de luz. Y partió la primera saeta, y lue-
go otra, y otras, convirtiéndose la negra plazuela
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CARLOS R E Y L E S
en un torneo de trinos, en una jaula de ruiseñores,
canarios y alondras. Los bordoneos de las voces
graves ^e confundían con los arpegios de las agi-
das. El Paso, recogiendo las líricas ofrendas y el
tributo de las miradas extáticas, atravesó la plazue-
la seguido de un pelotón de viejas y mujeres del
pueblo con vdas encendidas. Etetrás de ellas, en ac-
titud sumisa y en hilera, avanzaban, descalzos y
vistiendo negros ropones. Pastora y Rosarito, Paco
y Míguez. Cumplían el voto que las dos mozas y
Pepe le habían hecho al Señor del Gran Poder al
pedirle por la vida de Paco, y al que éste se aso-
ciaba en señal de gratitud. El pueblo los reconoció
y se descubría ante ellos como cuando pasaban las
Imágenes. La humillación de la riqueza, la cele-
bridad y la hermosura, ante el Dios de los pobres,
cargado con los pecados de todos, lo electrizaba
y conmovía. El abatimiento del ídolo popular
principalmente, humedecía los ojos y hacía palpi-
tar los corazones. Los murmullos de asentimiento
y admiración alternaban con las saetas.
— Así, así — exclamaba una mujer con las ma-
nos tendidas hacia ellos — ; los ricos edificando con
su piedad a los pobres; los grandes de la tierra
sufriendo lo mesmo que nosotros. ^ Ábreles los
brazos, Señor del Gran Poder!
— Las caras de las nifías parecen hostias, sus
pies, nardos — le dijo el pintor a Tabardillo al ver-
los pasar, y los dos se descubrieron respetuosa-
mente.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
— Por chef as o por nefas, el mataor se lleva las
parmas-*-observó en voz baja Tabardillo — . Vea
usted cómo lo mira la gente.
— Es el prestigio de la coleta.
Pastora y Rosarito iban en el medio, Paco y
Pepe a los costados, y los cuatro caminaban con
las miradas fijas en las potencias luminosas del
Señor. Y siguieron desfilando los fantasmas de pun*
tiagudos capirotes y ojos misteriosos, hasta que
a su vez, deslumbrante de luces, perlas, oros y
preciosa piedreria, atravesó la plaza y se detuvo
en la calle la Virgen del Mayor Dolor. El cuello,
que se doblaba bajo el peso de la estupenda coro-
na, el pecho, las manos y hasta parte del vestido
de 1^ Divina Señora aparecían cubiertos de sartas
de perlas, collares de diamantes, cruces de esme-
raldas, zafiros y rubíes*; sortijas, prendedores y
dijes. Los terciopelos y las telas riquísimas des-
aparecían bajo los bordados de oro, y los borda-
dos de oro bajo las refulgentes alhajas; y aquel
lujo profano, aquel alarde de asiática riqueza, le-
jos de ensombrecer suspendía a la muchedumbre,
que admiraba más que el rostro, el boato y el
rumbo de la Virgen. Toda ella parecía una joya
en el estuche suntuoso del palio. Y tornaron a
oírse los arpegios, los trinos y los gorjeos fundi-
dos en rítmica algarabía. Los dardos sonoros par-
tían de todas partes. Algunas personas que no po-
dían cantarle a la Imagen, le hablaban. Parado en
el borde de la* acera con una botella de Cazalla
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CARLOS R E Y L E S
colgada del cuello, un chulillo escandaloso, que
apenas podía sostenerse en pie, la contemplaba
sonriendo como un serafín. De su boca procaz
brotaban palabras dulces ; de sus ojos revueltos
miradas ternísimas. Gorrilla en mano, ajeno a lo
que pasaba a su alrededor, le decía :
— j Qué . saeta te cantaría ahora mismo, maresita
mía, si no estuviese curda!.., ¡Y qué requeteboni-
ta vas, lucerito del alba, pimpoyo der cielo, rosa
der Paraíso!... ¡Yo no pueo ofrecerte más que
mi jumera, pero a güeña voluntad no me la gana
ni el mismo Dio. ¡Por eso la cogí gorda, pero
gorda I Cada uno hace lo que pue, ¿ verdad, rei-
na der mundo? Hasta que vuelvas a salir el año
que viene no lo cataré. ¡ Por la devoción que te
tengo, no me esampares, maresita der alma, ma-
resita mía I...
La Virgen se alejaba, y él seguía hablándole
y saludándola con la gorrilla. tos primeros na-
zarenos estaban ya en La Campana y todavía las
tinieblas de la iglesia seguían pariendo encapu-
chados, como si en su negra matriz se engendra-
sen. Al fin, la plaza quedó desierta, el templo
sombrío y silencioso. La claridad lechosa de la
luáa se dejaba caer sobre los techados, como una
"lluvia de algodón. Extinguíanse las vibraciones de
las saetas. Algo se apagaba, algo moría en el am-
bientei Algunas casas se fundían en la sombra;
otras parecían enharinadas, como el rostro de un
clown.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Cortando camino por callejuelas estrechas y
tortuosas, el pintor y Tabardillo se dirigieron al
«Pasaje de Oriente», a fin de reconfortarse con
una suculenta jicara de chocolate, antes de tornar
a ver el desfile de los Pasos en la Campana. Los
patios permanecían iluminados débilmente por el
farolillo que pendía sobre una imagen del Salva-
dor o de la Virgen, ya de bulto, ya estampada
sobre azulejos de cuenca o pintados. { Patios en-o
soñadores, patios sonámbulos! El susurro de los
surtidores en la soledad sombrosa les comunica-
ba un tinte melancólico y voluptuoso a una, que
no dejaban cuajar en tristeza las tinajas de pal-
meras y las macetas de claveles y geranios. Algu-
nos de aquellos patios eran grandes y hermosos,
otros pequeñitos y cucos, todos misteriosos y
como nostálgicos de no se sabía qué.
Las mesas estaban ocupadas por extranjeros y
gentes de pro, y tuvieron que aguardar un buen
rato para que los sirvieran. La emoción religiosa
abría el apetito y despertaba el buen humor. To-
dos los parroquianos charlaban animadamente,
los ojos brillantes, los rostros un tanto desencaja-
dos. En un rincón, cierto señorito se hacía cantar
saetas en voz baja por un mozalvete de condición,
al parecer, inferior a la suya, pero no mal trajea-
do. Al terminar cada copla, el señorito levantaba
la mano, se echaba hacia atrás y le decía :
«¡Olél», mirando luego a la concurerncia, como
pidiéndole palmas para el cantador. Las saetas,
C. Rbtles: El embrujo áe St9ilía» 20
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CARLOS R S Y L E S
cantadas en falsete, paredan venir de muy lejos,
y resonaban, doloridas en el patio árabe del café.
— Son las tres y media ; a las cuatro pasará por
la Campana la Esperanza tríanera — dí|o el pintor
al salir.
— Si se encuentra con la Esperanza de los mar
carenos habrá hule. El año pasado, recuerda us-
ted, se fueron a las greñas las dos Señoras y hubo
driazos y cabezas partías.
— Este año no habrá caso, porque el Goberxia-
dor ha tomado serías medidas, y las Cofradías se
han entendido. Pasará primero la Macarena, así
lo quisieron los dados, y después la Virgen de
Triana, que lucirá las alhajas de la Pura, fista
vendrá haciendo penitenda. ¿Lo sabia usted?
— Lo sabe toa Sevilla. Armará un escándalo,
con la simpatía que toos la tienen.
-— '¡ Pobreciya I — suspiró Cuenca, y de^ués de al-
gunos instantes de silencio agregó : — Por la tar-
de veremos el Cachorro en el puente de Triana,
y oiremos a las presas, que le cantan mientras los
presos caen de rodillas. El Cachorro en el puente,
reflejándose sobre las aguas del río, ¡ qué cuadro,
Tabarda! Luego veremos otros pasos, visitare-
mos otras iglesias ; ctespués vendrán las corridas
y los jaleos de la feria. Recogeré cuantas impre-
siones pueda, para llevarme a Sevilla remachada en
los sesos y en el alma. ¡ Ay, Tabardillo I f Las que
voy a pasar en tierra extranjera, cuando llegue
esta época y no vea procesiones, ni toros, ni ná 1.;.
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
—Lo va pasa usted de r^gulÁ pa ab^jo-^^segu-
ró el picador alfarero — , Yo no podría resistir. Y
digame usted, maestro, ¿por qué s^M que a mí
me dicen más, me hablan más a) alnMt 1m Vírge-
nes que los Cristos? El Cachorro, de Rui? Gijón,
el Cristo del Gran Poder, el de la Pasión, el dpi
Amor de Montañés y el de la Salud, de Roldan, me
hielan la sangre en lae venas, per^ la Virgen del
Valle y la de la Estrella, de Montadé/s, I4 Maca-
rena, de Roldan, y Nuestra Seftora' de la Presen-
tación, de Astorga, me dislocan. ¿Será por el
aquel de que son hembras?
— Eso debe ser — respondió Cuenca, sonriendo.
Ocuparon, no sin trabajo, sus sillas de la Cam-
pana, que negreaba de g^iUís. Veíanse muchos
sombreros anchos, muchas mantillas y mujeres en
cabeza. Era un público muy distinto dd que ocu-
pi^a los tinglados de la plaza de San Francisco.
En la Campana sentíale, latir el corazón del pue-
blo. Por eso Cuenca prefería aquel sitio. Ya ha-
bía pasado la Macarena con su cortejo de nazare-
nos y armados, y empezaba a desembocar por la
calle de Tetuán la Hermandad de los Marineros.
Se oía como un vago rumor de olas, que iba cre-
ciendo a medida que los pasos se acercaban. El
rumor fué convirtiéndose en confuso griterío.
Cuenca y el picador se incorporaron inquietos.
— Algo extraño ocurre— exclamó Cuenca.
En aquel instante llegaron muy agitados Sale-
ro y el Templafto.
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CARLOS R E Y L E S
— Veniamos en busca de ustedes — dijo el pri-
mero.
— ¿Qué pasa?
— Pues pasa que la Pura viene haciendo peni-
tencia descalza j de rodiyas..., entre dos parejas
de civiles. Dicen que se ha delatao.
— Se viene delatando ella misma — ^añadió el
Templaíto— ; a cada paso que da jura que fué ella
y quien hirió al mataor, y pide que la castiguen.
Pa mí que se ha g^erto loca.
— Pero, ¿qué dicen ustedes?
— Lo que usted oye.
Ya había doblado el Paso la esquina, y se de-
tuvo frente a los balcones donde cantaban la Niña
de la Cava y Mariquita tras del Cuartel. La Virgen
de la Esperanza resplandecía y lloraba de verdad
bajo el palio de terciopelo y oro. Las luces de las
velas cabrilleaban sobre el manto azul, que pare-
cía un pedazo de cielo luminoso. Apretada muche-
dumbre hervía detrás del Paso, mirando un claro
donde, hincada, con los brazos abiertos en cruz y
la cabeza caída sobre el pecho, gemía la bailadora.
Vestía blanco sayal, ajustado al talle por un cín-
gulo de esparto, y llevaba el cabello suelto. Las
crenchas cobrizas y lucientes le cubrían el rostro y
llegaban hasta cerca del suelo. La tela del ropón
se había rasgado, y dejaba ver las rodillas desolla-
das y algo de los muslos, mórbidos y del color del
ámbar. Ya arrastrándose penosamente, ya cami-
nando cuando no podía más, había venido desde
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
Triana siguiendo el Paso. Dos parejas de la Guar-
dia civil, puestas allí por el Gobernador con orden
de custodiarla, impedían que la gente se le acer- V
case. Todos querían socorrerla en su aflicción,
prestarle ayuda cuando parecía desfallecer, darle
agua. Algunas mujeres la compadecían con expre-
siones ternísimas, otras la miraban como tontas,
otras se cubrían el rostro con el pañuelo. Honda
conmoción sacudió al público de la Campana. La
noticia, traída por Salero y el Templaíto, había co-
rrido por todos los ámbitos de la plazoleta y subido
a las ventanas y los balcones, atestados de gente.
Cientos de espectadores, sintiendo que aquello no
era comedia, sino drama, sufrimiento humano, se
paraban sobre las sillas para ver mejor la extraña
escena. Cuenca, tratando de explicarse lo que suce-
día, sopesaba las misteriosas palabras que una no-
che pronunció la bailadora hablando de su próximo
viaje :
— Antes de salir de Sevilla — aseguró — , quiero
dejar bien arregladitas las cuentas que tengo con
Dios y con los hombres. Eso sólo lo conseguiré a ^
fuerza de humillación. Y partiré, limpia como una
patena, habiendo sufrido por lo que hice, y por él,
por mi Paoo, todo lo que me era dable sufrir.
De pronto rasgó el aire la voz aguda y potente
de la Niña de la Cava. Apenas terminó su copla,
en medio de un estruendoso clamoreo, lanzó la
suya Mariquita tras del Cuartel. «Otra, otra», pe-
día el público, que no se cansaba de oir saetas. Y
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CARLOS R E Y L E S
empe^mn de titievo a cantar las doe, esforzándose
por mostrar cada una mayor pujanza y sentimiento
que su riral. En las pausas ofasé la voz doliente y
lontana de la Pura, que decía :
—Yo lo herí, queriéndolo más que a las niñas de
mis ojos. ¡Paco, Paco mío, Paco de mis entra-
ñas I...
Cuando el Paso iba a ponerse en marcha, un
hombre se adelantó con el sombrero en la mano y
colocó enfrente de la Virgen, mirándola embebe-
cido, los ojos lumbrosos inmensamente abiertos,
los labios trémulos. La luz d^ los cirios reverbe-
raba sobre su cara de niño perdió^ negrosa y buida.
Profundas arrugas le partían las mejillas. Los tu-
fos le llegaban a los pómulos, y dos mechas de
pelo renegrido le cubrían la mitad de la frente, es-
trecha y nudosa. Era el Pitoche. El público lo re-
conoció y esperaba ansioso. Las cantadoras saca-
ron el cuerpo fuera del balcón para oírlo. La gran-
de fama del cantador, la historia de sus desdicha-
dos amores y la presencia de la Pura en el trance
en que estaba, los hacía husmear a todos las emo-
ciqnes violentas, las angustias y las ansias que,
sin darse exacta cuenta, apetecían. El Pitoche em-
pezó a cantar como en sueflos :
Llora, llora, maresita,
Tu amor fué crusificao.
Su voz clara y rotunda, aun en los trémolos y
las notas graves, llenó la Campana. El daírdo so-
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Lí EL EMBRUJO DE SEVILLA
iflde nQfx>y la ñecha lírica, subía al cielo rápida y recta^
oyet como un cohete volador, y se deshacía allá arriba
^ en una cascada de sollozos y gemidos que, vol-
teando pausadamente, caían sobre ía muchedum-
]^i bre absorta. No eran gorgoritos, ni fiorituras de
^0 cantante italiano, ni queos de cantaor, sino d^ra^^
daciones del llanto, llanto que no puede cmitenerse
j^E! y se derrama, a veces oprimido y estrangulado, a
^' veces libre y torrentoso. Las notas salían de la gar-
ganta, retorciéndose y penando, como salen los
ayes del pecho. En realidad, no cantaba, lloraba y
gemf a :
Tu hijo, con su sangresita,
Lavará nuestros pecaos.
Las lágrimas le corrían por el amojamado ros-
tro ; los labios, tumefactos, temblaban ; los esfuer-
zos vocales que hacía para expresar todo su dolor,
toda su angustia, le dilataban los tendones del cue-
llo y las venas de las sienes ; y las manos, abiertas
y crispadas, ya se tendían hacia la Virgen implo-
rantes, ya se volvían a él y hundían en su pecho,
como si quisieran arrancar de allí la pena que lo
torturaba. En su transporte, no sabía si le cantaba
a la Virgen o a la Pura; si el crucificado era él
mismo o el Redentor ,* confundía los tormentos del
Hijo y de la Madre con los tormentos de la baila-
dora y los suyos propios ; pero la emoción que ex-
perimentaba, sincera y honda, pasaba al público
y lo conmovía hasta hacerlo sentir y sufrir lo que
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CARLOS R E Y L E S
él. Cuando, retorciéndose y como pariéndolo con
dolor, acertó a cantar el último verso de la terrible
saeta:
Perdona a los que han llorao.
estalló un clamoreo delirante. Pocos eran los que
no tenían los ojos afiebrados y húmedos. De los la-
bios de muchos salían exclamaciones extrañas, pa-
labras incoherentes. El Ñañe y otros gitanos se
rompían a tirones la camisa y el chaleco, para de-
mostrar su emoción. El cantador, arrobado, sin oir
ni ver nada, permanecía con los brazos abiertos
delante de la Virgen, en la actitud que adoptó al
terminar la copla.
— Este tío chalao nos va a chalar a toos — repetía
el picador, agitadísimo.
— ijosú, Josú! — exclamaban Salero y el Tem-
plaíto, sin poder decir más.
Cuenca callaba, sin apartar los ojos de la Pura,
que .seguía repitiendo :
— Yo lo herí, lo herí queriéndolo más que a las
niñas de mis ojos. Merezco que me emplumen,
que me ahorquen. Él me perdonó, pero yo no me
perdono...
La Imagen resplandeciente avanzó como camión-
do por encima de la muchedumbre. La baílaiwra,
incorporándose penosamente, la seguía dando tras-
piés. Al verla pasar tan sola con su pena, tan triste
y desamparada, el pintor sintió que el alma se le '
iba tras de aquella criatura que él sólo podía con-
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EL EMBRU J O DE SEVILLA
solar y por quien únicamente podría él ser conso-
lado, y sacándose los botines arrojó el sombrero
lejos de sí y fué a ponerse junto a ella, como ha-
ciendo pública confesión de su cariño.
— Aquí estoy, Pura, para ayudarla a llevar su
cruz — le dijo cogiéndole la mano.
Y la procesión loca entró por la calle de las Sier-
pes. La multitud, delirante, pedía gracia para la
bailadora y la animaba con palabras de amor. De
algunos balcones le arrojaban flores. La luna se-
guía vertiendo azares.
— I Ole ahí los pintores con hígados ! — le dijo al-
guien a Cuenca, sin asomos de burla.
Delante de la Virgen, acompañado del Ñañe y
un grupo de amigos, todos con las camisas y los
chalecos en jirones, iba el cantador ebrio de fie-
bre. Cada vez que el Paso se detenía, la bailadora
caía de hinojos ; Cuenca, sosteniéndola, también, y
entonces reinaba el silencio, y el Pitoche, él solo,
cantaba.
— Te estás tirando a matar. Pitoche — le decía el
Ñañe, dándole de tiempo en tiempo un trago de
aguardiente.
— Eso quisiera yo, morirme ahora mismo— res-
ponda él sombríamente.
«
*' Al salir la procesión de la Catedral, camino
de Triana, el sol radiaba en la seda tenuamente
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CARLOS R E Y L E S
acul del espacio. Las llaman de las velas y los blan-
dones parecían cloróticas. Los diamantes, los ter-
ciopelos, los oros de la enjoyada Imagen brillaban
menos; mas los ojos de la turba, que seguía pi-
diendo Gracia en formidable coro y cantando sue-
tas, despedían vivo fulgor. El acompañamiento del
Paso engrosaba sin cesar. Sevilla entera sabía lo
que venía ocurriendo detrás de él. Asegurábase, por
otra parte, que la bailadora se había delatado por
escrito pidiendo que la dejasen, por favor especial,
cumplir su penitencia antes de arrestarla, y que se-
ría internada en la cárcel de las mujeres al detener-
se la Virgen, según inveterada costumbre, en aquel
sitio, a fin de que las presas la viesen y le cantaran.
El pueblo, insaciable de emociones, acudía de to-
dos los puntos de la ciudad a la calle por dondQ
descendía la procesión hacia Triana. Hasta los fie-
les del Cristo del Gran Poder y de la Macarena
abandonaban la escolta, que al regreso de la Ca-
tedral los acompañaba a sus respectivos templos,
c iban a formar en las filas de la Esperanza tria-
nera. La Hermandad de los Marineros se sentía
ufana de aquel sonado triunfo de su Virgen. Los
nazarenos, tratando de conservar sus puestos de
honor entre la multitud que los apretaba se decían
en voz baja : «Nos hemos cargao a todos los Pa-
sos y Uevao toítas las parmas de la madrugá.n
Frente a la cárcel de mujeres el Paso se detuvo.
Las presas se apiñaban a un ventano que había
•n el zaguán para ver a la Divina Señora. Contem-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
piándola con los rostros convulsos achatados con-
tra los cristales, vertían lágrimas de arrepentimien-
to, de piedad, de amor, de desesperación... Aquel
grupo de criaturas miserablos así dispuestas y sin
que se les viese el cuerpo, parecían un racimo de
cabezas decapitadas llorando cada una, no la muer-
te del Señor, sino la propia muerte. Una saeta par-
tió de un balcón frontero ; otra, más doliente, salió
de la cárcel. Eran madre e hija las que cantaban.
Luego el Pitoche lanzó la suya con más emoción,
con más brío, acentuando desesperadamente la pu-
janza y tenebrosidad del lírico traspaso. A la luz del
día la pena del gitano hacíase más visible y paté-
ticS. Se le veía sufrir, se le veía llorar. Era como si
estuviera relatando, con verdadera angustia el mar-
tirio del Redentor y el propio martirio. Temblaba
de pies a cabeza, y al tomar las aspiraciones hin-
chábase y retorcía para prolongar las notas en in-
terminables gorjeos, que eran sollozos y gemidos.
De pronto se interrumpió, llevóse las manos al pe-
cho y un caño de sangre obscura le salió de la boca.
El Ñañe, Salero y el Templaíto lo sacaron de allí
en brazos a tiempo que la turba frenética arran-
caba a la bailadora de entre las manos de los civil? s
y se la llevaba en triunfo.
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XVI
AL mismo día en que con grande pompa y alar-
de de andalucismo se efectuaron las bodas
de «las mozas más saladas de Sevilla con los mo-
zos más crudos de España», la Pura y Cuenca par-
tían para Madrid en el rápido de la noche. Cami^
no de la estación, la bailadora quiso ver la ciudad
toda entera desde lo alto de la Giralda, como lo
hizo en compañía de Paco al día siguiente de lle-
gar a Sevilla. Apoyada en el brazo del pintor subía
la agria rampa, deteniéndose de tiempo en tiempo
para descansar. Le faltaba la respiración y sentía
como si tuviera las piernas de trapo. A pesar del
abatimiento físico, no estaba triste ni tan cogita-
bunda como antes. Al contrario ; cumplida la vo-
luntaria penitencia, pasada la fiebre y la postra-
ción que la siguieron, encontrábase en ese estado
de profundo reposo y grata sedancia que experi-
mentarse suelen después de sufrir una dolorosa
operación.
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CARLOS R E Y L E S
Cuando llegaron a la última plataforma aspiró
una gran bocanada de aire y dijo esparciendo la
mirada en derredor:
— Aquí en este mismo sitio, Cuenca, estuve con
Paco una mañana, una mañanita tan pura, que me
parecía a mí el primer día de la creación. Había-
mos pasado la noche juntos, bebiendo y cantando en
casa de la tía Curra, a raíz de mi estreno en «El
Tronío». Estábamos muy contentos y sentíamos
que nos íbamos a querer de chipén y con tofta
el alma. Hace un año apenas ; ¡ cuántas cosas des-
pués!... A veces me pregunto st todo no fué sue-
ño, pesadilla. He vivido hechizada por esta ciudad,
donde todos son embrujos, al decir de Paco. Y no se
equivoca. Contemplando a Sevilla tendida a núes- I
tros pies y como abriéndonos los brazos, nos pro-
pusimos, medio chalaos ya, conquistarla, hacerla
vibrar, quitarle las mordazas que le impiden decir
lo que quiere, lo que le anda por dentro, él con
su arte, yo con el mío. Recuerdo sus palabras co-
mo si las estuviera escuchando todavía. ¡ Cuánta
fiebre! ¡Cuánto delirio! Mostrándome la Plaza
donde pronto iba a probar, haciendo alarde de va-
lor, que era él quien cortaba el bacalao en el to-
reo, me dijo cosas que no olvidaré jamás. Concluí-
mos prometiéndonos hacer barbaridades gordas y
querernos una barbaridad. Y las hemos hecho, y
nos hemos querido. Y ahora me voy sin alma, sin
alegría, sin luz en los ojos. Me pareoe que camino
como los ciegos, no veo nada. ¡ Ay, Cuenca!, todo
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K L EMBRUJO DE SEVILLA
ha terminado para mí — agregó en medio de un hon-
do suspiro.
El pintor la miró apenado, y luego dijo repo-
sadamente :
— No, Pura ; no diga usted eso. Dentro de usted
arde una lucecita que no brillaba antes, y esa luce-
cita le permitirá ver infinitas cosas, que antes no
veía, y gozar dichas inefables. Lo que ha sufrido
usted ; lo que usted ha Dorado, Pura, no será inútil
ni para su arte ni para su vida. Tampoco será
inútil para los demás. Por lo pronto cuatro criaturas
le deben la felicidad que gozan en este instante. Lo
saben y se lo agradecen profundamente. Paco, stn
usted, no hubiera sido lo que es ; comprendiéndolo,
la quiere más y mejor que antes la quería. Podrá
querer menos a Rosarito, menos a Pastora ; a usted
la qtierrá siempre ig^al. Usted es la niujer que ins-
pira. El Domingo de Resurrección, al concluir la
corrida en la que demostró toreando y matando que
con él acababan las mojigangas y empezaba la era
del toreo trágico, del toreo subjetivo y transcenden-
te, diría yo, se acercó a mi barrera a recoger el
capote y me dijo :
— ^Jarete, esta ovación, la más grande que
he recibido, se la debo a la Puriya. Sin ella no
se me hubiera ocurrido pensar lo que pienso
ni hacer lo que hago delante de los toros. Ella
me abrió la apetencia de la gloria y enseñó a to-
rear mostrando el alma de la raza. Fué y será mi
Musa.
S19
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CARLOS R E Y L E S
— Sí, a veces me decía que yo también era un
embrujo.
— Y lo es, y no sólo para él, sino para muchos,
para todos los artistas andaluces. Usted nos ha
mostrado y sugerido muchas cosas, Pura. Lejos de
haber terminado todo, empieza ahora para usted
una existencia nueva.
— Pero sin dicha, Cuenca — observó ella triste-
mente.
— La dicha a que usted se refiere no es la me-
jor ni la más importante. Una criatura como us-
ted puede y debe pasarse sin ella, si hace falta,
para obtener una felicidad más noble y de más en-
jundia. Usted es una inspiradora de dichas, e ins-
pirarlas será la gran dicha suya. Cuando llegó aquí
era sola, no tenía familia. Hoy la tiene, y muy nu-
merosa. Todos somos a quererla ; Sevilla entera la
adora.
Entornando los ojos respondió ella :
— Ignoro si lo que usted dice es cierto, Cuenca ;
yo sólo sé que, a pesar de haber sido iodos muy
buenos para mí, a pesar del cariño de Paco y del
que usted me demuestra, tengo una pena muy
grande. Vine para empaparme en las cosas de la
tierra y sentir hondamente lo que ya presentía, y
me vuelvo, ¡ay I, bien empapada... en la sangre de
Paco, en la sangre de Pitoche, en la mía. ¡ Pobre
Pitoche ! ¡ Dios me perdone el mal que le hice sin
querer ! { Esta mañana cubrí de flores isu humilde
sepultura ! ¡ Qué pequeñita y pobre es, Cuenca !
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B L EMBRUJO DE SEVILLA
Hasta que yo vuelva no tendráotras flores el po-
breciyOé Ese sí que queda solo.
— Como todos los muerto&.¿. La soledaiífdeíiloéj
vivos es más dolorosa. ' - ~^
La bailadora tornó a suspirar y dijo: j
—La vida es una cosa muy .triste, Cuenca. {
— •Y^tambjéiijuaa. ^sa divina, Pura ; sobre todo
cuando le es dado al mortal convertir las tristezas
en bellezas, la fealdad y la miseria en donosura y
esplendor.
— En el fondo, Cuenca, ¿ está usted bien seguro
que todo, eso no son engañifas, pamemas, infun-
dios, chañaduras de artista? ¿Para qué nacemos,
para qué vivimos? ¿Quién lo sabe?
Cuenca riespondió riendo:
— Un servidor... Nacemos y vivimos/para fabri-
car ilusiones y nutrirnos de ellas. Son las realida-
des profundas.
' — ¡Las ilusiones!... a menUdo engañan.
■írrEncantan siempre, y cuando se convierten en.
desencantos es que está formándose un encanto
nuevo. En Sevilla, donde la sangré corre Ipbr las ^
venas rápida y sube al cerebro brincando, el po-
der de encantamiento es más general y visible que
en otsas partes. Todos somos artistas, todos sabe- 1 ;
mos fabricar ilusiones, todos vivimos soñando. Y h/
la facultad de soñar es un don del cielo. Quien 16 > ;
posee en alto grado lleva dentro de sí el manantial ^ ,
de las supremas embriagueces. i
Mirando a lo lejos preguntó la Pura:
321
C. Rbtlbs: El embntjo d$ SevilU»
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CARLOS É E Y L ES
— ¿ EsL^usted dichoso, Cuenca ? »
El pintor vaciló un iiisíanteí} Juegp, encogiéndose
de hombros y afectando indiferencia, afirmó^:
— Sí, cuando pinto.,.
Ella, pensando que también era dichosa cuando
bailaba, exclamó meneando la cabessa :
— |Asti|yitas del miísmoi pato^ bermatriyoé de
ducasl... >!
Guardaron silencio. Los dos contemplaban la
ciudad ávidamente, como si quisieran apresarla
con los garños del espíritu y chuparle los tuéta-
nos. En lontananza, destacándose sobre un fondo
de oro, Coria, Gelves, San Juan de Aisialfarache,
Castilleja de la Cuesta, Cama, Santiponce... Cer-
ca : el Alcázar, la Lonja, la Fábrica de Tabacos,
el puente de Triana... Las palabras de Paco, que
tantas veces se había repetido, acudieron' a )á me-
moria de la Pura. Le salían del alma, oomo una
oración y removían el limo dulce y tanibién el se-
dimenio amargo de sus amores, de aqueUos amo-
res 4jue, según él, habían de ser, la cosa más sa-
lada del mundo, porque okrian a Jeress amonti-
Uado^ a claveles reventones y a sang^ de toros.
I ((Tierna alegre y tierra triste ; tierra de hechizos in-
comparables y de realidaí^ sórdidas. [Cuántas co-
sas, cuántas cosas L¿.rfoi3 Sultanes; los üéyes, los
Conquistadores, los rsahtos^ 4osirtoceroi^ iles'idave-
lés, lasprocesionesv la maiijsanilla,. tos^JtiangtDs, las
soleares, Don Pedro,. Don Jíuán... Aquí onAi Colón,
allí murió Herttán Cortés, allá 'está ebterrádo Guz-
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EL EMBRUJO DE SEVILLA
man el Bueno, en aquel sitio escribió «Cervantes
u^l Quijote», en ese otro habitó Santa Teresa!
¡Vaya caisela y venga gloria! En SeviUa todo es \
hechizo, scntilegio, encantamíipttto. Mueve un ban-^
didó, y eÍ>e30t|Itor Gijón hace <del criminal 'un Cris-
to ]narávittos0;r las niñas fkmen oims Audcetas y
unas jaulas en los :bali¿oiie$, y q&srú por atte de
magia, truecan en alegría la .miseria de la ciudad ;
los vinos de oro convierten la pena en fiesta, el
lloro en canto, el canto en lloro. Sí, aquí todos son I
círculos mágicos : el sol, las calles embrujadas, los
patios soñadores, las coplas quejumbrosas, las pro-
cesiones trágicas, los tablaos dislocadores, tier^-a
gorda en la que florecen todo el año los claveles
rojos de la pasión y del salero. Y el más grande
de todos los círculos mágicos la Plaza de Toros,
el redondel divino. La arena amarilla parece un
topacio luminoso, y ese topacio es un duro cri-
sol donde se funden y aparecen, limpias de es-
corias, las broncas virtudes de la. raza; un miste-
rioso espejo, un espejo brujo, en el cual los espa-
ñoles nos vemos como quisiéramos ser, como fue-
ron los Grandes Capitanes, los Conquistadores, los /
Misioneros»... Y mirando absorta al circo taurino
murmuró :
— Ahí lo vi, jugando con la muerte ; mostrán-
dole a un pueblo la hermosura del valor. Y él me
vio interpretando en el tablao lo que somos y lo
que quisiéramos ser. Y nos embriagamos, y em-
briagamos a Sevilla con los propios zumos de ella.
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CARLOS R E Y L E S
Cüeaicay después de consultar el reloj, dijo :
— Es tarde» Pura; vamos, no teñónos tiempo
que perder. ] Adiós, Sevilla de mi alma I...
— Vamos, sí — respondió la bailadora.
Y pensando acaso en las fiebres que comunicaba
la ciudad bruja, exclamó con acento en el que se
fundían ternezas y reproches :
— j Seviya, Seviya, . Seviya I. . .
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